lunes, 12 de noviembre de 2012

Capítulo II




El planeta Tierra estaba tapado por una densa capa de cenizas de alrededor de doscientos metros de espesor desde hacía más de cien años terrestres. Los arqueólogos marcianos no podían determinar con exactitud cuándo había sido la explosión en masa que había cubierto el planeta de cenizas, pero las perforaciones y los estudios de suelo les daban esa información: aproximadamente cien años atrás, los volcanes diseminados en el planeta habían hecho erupción en cadena y habían aparecido nuevos volcanes con las rupturas de placas tectónicas. Y la vida en la Tierra había terminado. 

El primer descenso lo hicieron sobre el océano pacífico y tardaron buen tiempo en entender dónde habían aterrizado ya que la superficie terrestre era una inmensa capa de ceniza compactada sin agua o tierra a la vista. Todo estaba cubierto por ceniza. El planeta se había transformado, al menos visualmente, en el satélite que giraba a su alrededor desde siempre. Parecía la Luna, sólo que más grande.
Cuando aterrizaron supusieron que se encontraban en el desierto de Atacama, Chile, por las coordenadas que tiraba la computadora de a bordo. Y estuvieron varios meses haciendo perforaciones acá y allá buscando no toparse con agua ya que, de haberlo hecho, habrían errado el punto de contacto. Pero una mañana, luego de varias perforaciones, el suelo agrietado vibró. Los capitanes Kunta y Kinte, ejecutores de la perforación 72, ya habían ingresado 318 metros sobre el suelo cuando un estremecimiento seguido de un violento y grave rugido subterráneo los sacó de sus somnolientas rutinas. Ambos se miraron con asombro y empezaron a correr en direcciones opuestas, con sus brazos extendidos hacia delante, su ojo descomunalmente abierto, sus gritos de espanto y el dedo índice que les salía del pecho erecto y acusador mientras el suelo bajo sus patas se movía enojado, pegándoles cachetazos en las plantas de los pies. La perforación se agrietó y la superficie comenzó a temblar más y más fuerte, haciendo un quejido cada vez más violento. Ambos marcianos se encontraban a unos trescientos metros del pozo cuando este explotó, transformándose en un cráter de veinte metros y disparando un chorro de agua de una altura indecible. El súbito geiser se mantuvo constante por unas horas hasta que la grieta se profundizó y el suelo cedió en treinta kilómetros a la redonda sucumbiendo a ambos operarios, sus herramientas y su nave dentro del cráter, que se había convertido en un gigantesco oasis en medio del desierto. 
Luego de este episodio, el general reunió a sus operarios y brindaron un minuto de silencio bautizando el lago con el nombre de los capitanes perecidos: “Lago Kunta-Kinte”. Y enviaron más investigadores con naves submarinas para ingresar e ir al oeste, ya que tenían las coordenadas erradas y suponían encontrarse en el océano atlántico. Esto demoró el descubrimiento un mes ya que, una vez llegado el submarino marciano a las costas descubiertas y habiendo hecho las primeras búsquedas, claramente determinaron encontrarse en China. No fue muy difícil advertirlo: estaba todo escrito en ese idioma extraño y encontraron varios esqueletos vestidos de karatekas.
Desandaron el camino e hicieron caso a los ingenieros yendo esta vez en naves voladoras hacia el este. Luego de unas horas de vuelo partiendo desde el lago Kunta-Kinte se toparon con la cordillera, que mantenía su habitual imponencia aunque cubierta de cenizas. La cordillera estuvo siempre ahí, muy cerca de donde Kunta y Kinte estuvieron haciendo la maldita perforación 72. Pero tanto el viento como las nubes de polvo y el color del suelo hacían imposible visualizarlas. Las naves evadieron las montañas sobrevolándolas y, una vez dejadas atrás, aterrizaron y comenzaron nuevamente las excavaciones.
El primero en encontrar algo fue Brunette, que se topó con un esqueleto humano con un sombrero negro, redondo, de ala corta. Sus superiores lo felicitaron: era el primer contacto con material humano sobre la superficie. Pero las investigaciones devenidas del descubrimiento advirtieron que se trataba de un sombrero coya, y eso determinaba que se encontraban en Perú. Así que se corrieron varios cientos de kilómetros al este y continuaron la búsqueda con Brunette liderando las excursiones, al haber sido el primero en hacer contacto e incrementando su ya detestable pedantería.
Hicieron una nueva parada y comenzaron a excavar nuevamente. Bristol y Brando se encontraban a unos cuatrocientos metros de Brunette cuando el túnel que hacían se desvaneció debajo del láser perforador dejando un vacío y oscuro hoyo por delante. Los exploradores tenían orden de, una vez encontrada una anomalía, dar el parte a Brunette, y Brunette debía continuar con la exploración delante de los descubridores por su vasta experiencia, luego informar el hallazgo a sus superiores y los nombres de los exploradores involucrados. Pero nunca los nombraba, siempre se ponía él como descubridor del objeto que enviaba a la base y su popularidad entre sus superiores se incrementaba, voluptuosa y detestable.
Bristol comunicó la anomalía a Brunette y este se acercó rápidamente, adelantándolo y corriéndolo con un ademán de molestia, sacándoselo de encima con la mirada clavada en el agujero. Bristol miró a Brando indignado, pero su compañero le hizo señas que lo dejara, que no le diera pelota. 
Brunette se puso el casco protector, activó sus propulsores y descendió por el agujero sin mirar a sus colegas y sin dar ninguna directiva. Bristol y Brando no sabían si debían quedarse ahí esperando, si debían correrse a comenzar otra perforación o si debían acompañarlo. Brunette era un pelotudo; todos lo detestaban. Y decidieron seguirlo.
Cuando llegaron al final de la perforación, el agujero se conectaba con un gran espacio lleno de columnas que se mantenía en razonables condiciones a pesar de estar todo cubierto de ceniza fina. Estaban claramente en un edificio; se podían advertir largos pasillos con grandes montículos de ceniza a ambos lados. Brunette ya había elegido un montículo cuando Bristol y Brando dieron con él, y pasaba el cepillo con cuidado de no levantar mucho polvo. Era la primera vez que estaban en contacto con ceniza volátil y no sabían si sus máscaras protectoras podrían evitar que sus nasos la respiraran, y tampoco sabían cuán tóxicas eran. Brunette se dio vuelta y les ordenó a sus compañeros que recolectaran con cuidado ceniza volátil para su estudio en la base y continuó descubriendo el montículo elegido. Luego de unos instantes logró sacar suficiente ceniza y advirtió un vidrio curvo que tenía unas finas líneas transversales de color marrón. Continuó cepillando el objeto hacia abajo sin avisar nada a sus compañeros que, inocentes, recolectaban cenizas como idiotas en bolsitas herméticas. El vidrio curvo dio paso a un burlete de goma y luego llegó el metal, una chapa fina, muy fina de espesor según marcaba el medidor que Brunette le pasó por encima. Se corrió a la derecha con el cepillo aspirador. La ceniza caía inerte al suelo y Brunette seguía descubriendo el objeto, que todavía no daba pistas de qué se trataba hasta que la chapa de color oscuro mostró algo incrustado en el costado derecho. Era un rótulo en relieve en color cromo, pero de plástico, bastante berreta; la primera letra que descubrió era una “F” mayúscula, luego una “o”, una “r”… “Ford K Viral”, decía. Se corrió para atrás. – ¿Qué será esto? – pensó rascándose el esternón con el dedo índice que salía de su pecho. Consultó a sus superiores por radio, que lo felicitaron pomposos y le dieron orden que siguiera descubriéndolo, que era un vehículo de transporte personal humano y que debía encontrar una chapa rectangular que se encontraba en la parte baja, tanto atrás como adelante; esa chapa les señalaría la ubicación exacta y tendrían claro como nunca antes cómo continuar la búsqueda.
Brunette llegó a esa parte baja y luego a la chapa que le dijeron que localizara, de color blanca con un marco celeste anunciaba: MG – 7328 – CUIABÁ – Brasil. La extrajo y se retiró del lugar apresurado, mientras Bristol y Brando continuaban recolectando cenizas. Ambos levantaron sus cabezas y lo vieron pasar, enajenado, con algo en las manos escabulléndose por la perforación, que lanzaba en el lugar una luz tenue. Se miraron asombrados y lo siguieron, pero cuando salieron a la superficie Brunette ya se encontraba en su nave junto con Bitte, su lacayo lamebotas, que lo esperaba con la nave en marcha para llegar primeros a la base. Bristol y Brando se subieron a la suya y los siguieron, inocentes, con su insignificante recolección de ceniza detrás de la imponente chapa patente que cargaba el explorador estrella. Y vaya si era una estrella, como lo saludaban todos en los pasillos rumbo al cuartel general, y el sorete iba con la patente en la mano casi descuidándola, llevándola sin importancia; como quien lleva unos papeles. Revoleaba esa patente al compás de su caminar, muy pintoresco y llamativo, para que todos lo vieran. Y todos lo miraban, embelesados, y él disfrutaba de su momento de gloria sonriendo con el ojo entrecerrado mientras caminaba rumbo a la oficina del general.
Apotheke, con la pista en mano, dio órdenes de bajar dos mil kilómetros terrestres, que no había nada que hacer en ese país, que debían de inmediato viajar con rumbo sur, y Bôite y Boutique eran los que estaban más al sur en la expedición y llegaron primero. Así de sencillo.
Aterrizaron la nave en el vasto desierto que, insufrible, no daba pistas de nada con su rutinario suelo blanco-gris agrietado, su viento desesperante y sus nubarrones de polvo que tanto daño hacían a las turbinas. Ya afuera, Bôite miró a Boutique dudando, señalándole el suelo, preguntándole con la mirada dónde hacer el agujero y Boutique le devolvió la mirada, cansado de que su compañero le preguntara ridiculeces. Bôite se sonrió y comenzó a perforar.
Los exploradores se iban turnando. Hacía cincuenta metros cada uno. No era tan complicado. Al fin y al cabo el láser se encargaba de la perforación; ellos debían estar atentos a que no se atorara la manga extractora de ceniza que expulsaba el material extraído a diez metros del área de trabajo para que el viento lo diseminara nuevamente sobre el suelo. Cuando llegaron a los doscientos metros de perforación, Bôite le dijo a su compañero que se iba a dormir un rato. Boutique le dio el visto bueno y siguió perforando solo. No le molestaba el trabajo y a su amigo no lo divertía demasiado, y a él le gustaba regalarle recreos, se sentía bien haciéndolo. 
Bôite roncaba en la nave cuando el perforador sonó su alarma. Boutique lo retiró y bajó por la perforación a reconocer el terreno encontrado. Debajo del agujero se habría una gran habitación con techo metálico a dos aguas, con varias mesas de exposición alargadas y rarísimos bancos sin respaldo. En el lugar había esqueletos, a Boutique no le gustaba mucho encontrarse con eso. En el medio de la sala había unas calderas extrañas, parecían calderas o extractores, con unos radiadores planos y unas salidas al techo, se notaba que eran quemadores o calderas por la mancha negra que tenían en sus paredes, manchas negras que se afinaban hacia arriba, como señalando la salida.
Boutique miró un rato extrañado esas calderas con el dedo índice que le salía del pecho rascándose la panza, desconcertado; desistió de entenderlas y giró buscando otra cosa. En una de las paredes, sobre un gran pórtico que daba al exterior, vio un cartel que rezaba: Camping Don Tomás. Se acercó a verlo y pisó algo sin querer. Levantó el pie con cuidado y se agachó a ver lo que había pisado: un disco de madera. Lo metió en la mochila y subió a encontrarse con Bôite.

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