viernes, 12 de julio de 2013

Capítulo LXIV, LXV y LXVI



Capítulo LXIV

Cuando venían en la nave madre rumbo a la Tierra, todos los exploradores se habían quejado de las películas que les ponían para pasar el rato, siempre de cowboys, estaban hinchados las pelotas de las películas de cowboys. Hasta que un día se plantaron delante de Banana, el encargado de pasar las filmaciones, y lo obligaron a mostrarles la colección de películas que tenía. Al principio, hay que otorgarle ese mérito, Banana se los impidió, estoico, poniendo su cuerpo delante del cajón con videocasetes. Parecía una de esas actrices imbéciles del año del pedo, de las que ya habían visto mil escenas, protegiendo a un noviecito cowboy de las manos de su padre cowboy o de algún cowboy malhechor. Era de cuarta la actuación que imprimía Banana en su cruzada por impedir que abrieran los cajones, y lo corrieron del medio como si fuera una planta seca que molestaba en el camino.
Bôite y Brunette, que todavía se llevaban bien ya que el forrito de Brunette no había demostrado aún lo egoísta que era, fueron los primeros en abrir el cajón, que no tenía nada descollante dentro. Casi todas las películas eran de cowboys, pero había algunas que no: “Drácula” por ejemplo, con Bela Lugosi y Helen Chandler no era de cowboys, y ese era motivo más que suficiente para ponerla. Y la pusieron. Y se recagaron de risa. Y dejaron para siempre de ver películas de cowboys para ver sólo Drácula hasta que llegaron a la Tierra. Al final se la sabían de memoria. Banana no entendía por qué no lo dejaban seguir con las del lejano oeste, de las que todavía había al menos veinte que no habían visto y se habían quedado como idiotas mirando una y otra vez aquella absurda película de terror de principios de los treinta. No lo entendía.
Cuando Boutique abrió el cofre de la Gibson le recordó al ataúd de Bela Lugosi. Sólo faltaba que el viejo Bela saliera de ahí dentro con la cara blanca, los labios pintados de negro y las manos cruzadas en su pecho, con esa cara de malo que sólo él creía que estaba buena. El cofre estaba forrado de una tela peluda de color negro pero no estaba Bela acostado. Lo que había era un ejemplar de Gibson Les Paul de madera lustrada. Se podían observar las vetas de la madera por toda la caja de la guitarra. Todos se acercaron a verla, con respeto, como si estuvieran velando a un ser querido, rodeando el cofre con las manos anudadas debajo de la panza y el gesto serio. Sólo faltaba que llueva fuerte y que un cura diga unas palabras.
La guitarra era hermosa. Daba temor ponerle una mano encima y Boutique no lo haría ahí dentro, con tan poca luz. Invitó a cenar a los tres para poder observar más cómodos el ejemplar y todos aceptaron. Boutique cerró el cofre y volvió a trabar los cierres. Tomó el estuche por la manija y salieron a la calle. Ya era tarde. En un rato comenzarían las vaciadoras con su labor y ellos no deberían estar ahí. Se quedaron un instante contemplando la esquina. Enfrente había un magnífico edificio de departamentos. Boutique se lo quedó mirando un rato largo, atraído por su diseño, y luego emprendió la retirada. Nunca sabría que había estado frente a la casa natal del Che Guevara.
Volvieron caminando por Entre Ríos rumbo a la peatonal para recoger a Vitraux, que se había quedado en la tienda de libros. Boutique llevaba la Les Paul colgando de su mano derecha y se sentía un rockero. Cuando llegaron a Ross - Librero, Vitraux estaba fuera, esperándolos con la Fender Stratocaster apoyada en el hombro, parecía un leñador que se había tomado un tiempo de descanso.
Los cinco volaron fuera del piletón. Esta vez el encargado de llevar en andas al maestro fue Balurdo. Boutique llevaba las guitarras y Bagayo cargaba el bolso lleno de libros que el viejo había seleccionado. Apotheke, como siempre, no llevaba nada.



Capítulo LXV

Al llegar a la superficie, los capitanes se fueron a su nave para asearse y luego regresar por la cena prometida. Boutique entró en su tienda, dejó el estuche de la Gibson sobre la mesa y llevó la Fender a la cama del viejo. Temía que se lastimara al estar sin cofre protector. Apotheke pidió permiso para darse un baño ya que estaba bastante transpirado. El paseo por la peatonal – la gordura – lo había hecho sudar más de la cuenta. El viejo se sentó en la cama a inspeccionar la Fender y Boutique se puso a organizar la comida. Los exploradores merecían una opípara cena luego de haber encontrado aquel lugar, y a él le gustaba agasajar a alguien cuando se lo merecía, así que no lo dudó. Esa noche les iba a preparar unos tarantinis con salsa.
–No es un lindo ejemplar…– dijo Vitraux, como pensando en voz alta. Boutique se dio vuelta y lo miró, no sabía de qué le hablaba. Se refería a la Fender.
–¿Por? – le preguntó ya sin mirarlo, mientras ablandaba un tarantini sobre la mesada.
–Qué sé yo…– dudó el maestro tomándose el mentón, reflexivo, buscando encontrar algo en esa guitarra que le conquistara el corazón, pero no lo descubría – Quizás sea el color – tiró el viejo. Boutique volvió a darse vuelta y se quedó un instante contemplándola de lejos. A él tampoco lo atraía mucho que digamos.
–¿No le gusta el rojo? – le preguntó mientras volvía a la preparación de la cena. Debía apresurarse; los exploradores llegarían de un momento a otro.
–Sí, en un Ferrari queda hermoso, pero… ¿en una guitarra? – le preguntó mirándolo con incertidumbre. Boutique no lo había pensado pero el viejo tenía razón, sobre todo si la compraba con la Gibson. A decir verdad, era un ejemplar bastante feo de Stratocaster el que habían encontrado, pero no le pareció haber visto otro, a pesar de que cuando ingresó al local estaba enfocado en encontrar una Gibson porque Fender ya tenían, estaba seguro de no haber visto ninguna guitarra de esa marca. La miró un momento más, como escudriñándola, y luego miró al maestro.
–¿Sabe que tiene razón? – le aceptó el punto –. Es horrible…– sentenció cruzado de brazos y apoyándose en la mesada mientras, sin quererlo, aplastaba un tarantini que había sobre el borde, desparramando todo su contenido. 
–Quizás haya otro ejemplar – se ilusionó –. Si no, llevamos este igual…– le aclaró al maestro con un estilete en la mano, aunque era una aclaración idiota; obviamente que llevarían ese ejemplar si no encontraban otro –. ¡Pero me daría lástima! Las fotos que vi de Pink Floyd muestran al guitarrista con una de color negro, y el mástil de madera clara; ¡esa es hermosa! – exclamó. El viejo asintió con la cabeza. Estaban realmente desilusionados con aquel objeto.
Boutique prosiguió con la preparación de la comida mientras el viejo se calzaba la guitarra sobre la pierna e intentaba sacarle un sonido sin conseguirlo, apretaba el mástil con la mano izquierda como si estuviera agarrando un palo de escoba y con el pulgar de la mano derecha barría las seis cuerdas, pero lo único que lograba era que la guitarra hiciera un sordo “PRLDPT”. Siguió un rato largo haciendo: “PRLDPT, PRLDPT, PRLDPT”. Y nada. No iba a ser fácil conseguir tocar un acorde. 



Capítulo LXVI

Bagayo y Balurdo llegaron al rato. Traían de su nave una espléndida botella de vino Zarpado que venían guardando para una ocasión especial, y esa era una ocasión especial. Era la primera vez que encontraban algo trascendente para la causa. Debían festejarlo.
Boutique los hizo pasar con gran pomposidad y se acercó al reproductor para poner un poco de música. Pero esta vez quería poner otra cosa. Ya estaba medio podrido de Pink Floyd y los Beatles y no quería cansarse; así que eligió un disco cualquiera. Abrió el bolso y sacó “Miranda! – Sin restricciones”. Lo metió en el equipo y apretó “play”. El cedé se perdió dentro del aparato y la música, bastante extraña, comenzó a sonar por los parlantes con un humano que, como si fuera presa de múltiples y continuos orgasmos, cantaba con extremada voz finita. Boutique miró confundido a sus invitados. Balurdo y Bagayo se miraron también, desaprobando la elección del coronel aunque sin mencionarlo. El viejo lo retó con la mirada. Al general le gustaba, seguía el ritmo con el piecito mientras tamborileaba sobre la mesa con gran jocosidad. Boutique presionó “eject” y sacó aquella música, desanimando al gordo.
–¿Ustedes se hablan con Brunette? – les preguntó a sus agasajados mientras retiraba el disco del reproductor y lo reinsertaba en su cajita. Ambos se miraron y asintieron perplejos.
–Sí, coronel, lo vemos siempre limpiando los pasillos de la nave cuando vamos a hacer el service quincenal – afirmó Bagayo.
–Bien – les dijo extendiéndole el cedé de Miranda! –. Denle esto. Sé que lo disfrutará más que cualquiera de nosotros – Balurdo tomó el disco por una punta como si estuviera agarrando un animal horrendo y viscoso.
–¿A Brunette le gusta esta clase de música? – preguntó Balurdo, horrorizado. Y Boutique miró al viejo con sorna.
–Le encanta – aseveró ante la desaprobación del maestro, que sabía que todo aquello era una feroz cargada. Apotheke seguía lamentando que hubieran sacado el disco.
Buscó otro al azar dentro de su bolso personal: “Santa Esmeralda – Don’t let me be misunderstood” se llamaba. En la tapa había una humana morocha con los pelos al viento que sostenía una flor roja y la olía con gran seducción, envuelta en un vestido muy escotado que dejaba al desnudo su espléndida espalda. Boutique puso el disco y todos se quedaron expectantes, mirando las cajas sonoras. De repente, unas palmas comenzaron a sonar junto con unos tambores. Se miraron aprobando con cautela los primeros compases. Luego apareció en escena el dulce sonido de una guitarra que lo envolvía todo, muy agradable, y la aprobación ya era general. Pero Boutique se quedó un instante esperando parado cerca del aparato, por si las moscas. En ese momento hizo la entrada triunfal una segunda guitarra, muy parecida a la que ya sonaba, forjando un magnífico solo mientras entraba la batería y, de a poco, la banda entera. El coronel miró a sus comensales con una sonrisa y volvió hecharle un vistazo a la comida. A todos les había gustado la elección. 
Los tarantinis ya estaban cocinándose así que podrían dedicarse a contemplar la Les Paul con buena luz, excelente música de fondo y un buen vino. No se podía pedir más.
Balurdo recolocó la clave, abrió el cofre y sacó la guitarra; era mucho más pesada que la Fender y parecía mejor terminada. La caja, de madera clara, contenía cuatro perillas doradas sobre la parte más gorda y cerca del mástil una perilla diferente, sola y alejada del resto, daba la opción de ubicarla en “RHYTHM” o “TREBLE”. Boutique accionó la pequeña palanquita, que dijo solamente: “click-click”. Debajo de las cuerdas había dos micrófonos negros llenos de tornillos y por un costado de estos salía una lengua plástica de color claro que tenía grabado en dorado el número “1960”. El mástil, de madera oscura, estaba atravesado por un sinfín de palitos de metal y cada tanto su madera tenía incrustado una especie de trapecio de un material nunca antes visto por ellos, que cambiaba su color según le daba la luz, entre el verde y el blanco brillante; si uno movía la cabeza encima veía cómo cambiaba de tono, los colores se movían, ¡era sorprendente! Sobre el final del mástil, las cuerdas terminaban en unos pequeños cilindros metálicos ubicados estratégicamente de a tres por lado dentro de una pieza rectangular de color negro brillante que en la punta tenía incrustado el nombre “gibson” en el mismo extraño material que cambiaba de color, y más abajo decía, en dorado: Les Paul CLASSIC. El aroma que tenía esa guitarra era atrapante. Todos se acercaban a respirarle encima. En verdad era una pieza incomparable.
Balurdo le pidió permiso al coronel para sostenerla y Boutique accedió asintiendo con la cabeza, mientras se levantaba a controlar la cena. El capitán se la apoyó en una pierna y barrió las cuerdas con la mano derecha. – “TORDRRIAANG” – exclamó la Gibson Les Paul, presentándose ante los comensales. Todos se exaltaron victoriosos. Nunca antes habían escuchado ese sonido.

Capítulo LXIII





Al día siguiente, Boutique se despertó más tarde. Había desconectado el despertador. Toda la historia del Torino lo había agotado. Ahora podría continuar con su labor sin la ansiedad que le había causado aquel hallazgo. Se levantó de la cama y se dirigió hacia la mesada de la cocina para prepararse el desayuno cuando escuchó el zumbido de una nave aterrizando fuera de su tienda. El viejo dormía como un muerto. Salió a ver quién era y el sol de la mañana le dio una certera trompada en la cara. Estaba muy gordo y fuerte, señalándolo como si fuera culpable de algún terrible crimen. Se cubrió con la mano y corrió la cara hacia un costado, para ver mejor. Era el general Apotheke. Boutique volvió dentro de la tienda y continuó preparando el desayuno, triplicando la cantidad. 
El general entró en la carpa dando patadas contra el suelo para sacudirse el polvo. Boutique lo miró desaprobando su actitud, pero Apotheke ni lo notó.
–¿Cómo le va, coronel? – le dijo acercándose con la mano extendida para saludarlo. Boutique se la estrechó regalándole una sonrisa escueta.
–Bien, general, gracias – le dijo volviendo la mirada a la preparación del desayuno –. Me estoy preparando algo de comer; ¿me acompaña? – le preguntó, sabiendo la respuesta.
–¡Cómo no! – exclamó Apotheke con gran alegría, acariciándose la panza. Boutique se dio vuelta y observó al maestro que seguía en la misma posición de siempre, de costado, abrazado a la almohada.
–¡Maestro! ¡El desayuno! – le gritó y el viejo se sobresaltó. Y largó la almohada de una vez por todas.
Desayunaron los tres juntos, como hacía rato que no lo hacían. Apotheke estaba deslumbrado con la historia del Torino y quería verlo de inmediato, aunque debería esperar que lo trajeran de regreso a la zona de exploración ya que seguía tirado a treinta kilómetros de ahí. Al terminar, los tres se levantaron y salieron rumbo a la peatonal en busca de más objetos; ya les faltaba poco para completar la lista. Boutique dejó al maestro en Ross-Librero y se fue con Apotheke a enseñarle los avances de la exploración. Ya eran las once de la mañana y los exploradores habían comenzado el día pasadas las siete, así que sus dirigidos comenzaron a mostrarle los nuevos hallazgos apenas bajaron a la peatonal. Bagayo y Balurdo habían encontrado en una tienda de música fuera de la peatonal una Fender Stratocaster y se la mostraban a sus superiores, orgullosos. Apotheke tomó en sus manos la guitarra y se quedó un rato largo observándola con una expresión indescifrable. Por su gesto no se entendía si estaba contento, embelesado, triste o devastado. No le interesaba mucho la música; a él le iban más los alfajores.
–Los felicito – les dijo Boutique mientras sacaba de su morlaco el listado para tildar ese ítem.
–Gracias, coronel – le dijo Bagayo, con respeto. Boutique tachó de la lista “Fender Stratocaster”.
–Acá piden otra guitarra…– les señálalo releyendo el nombre para decirlo con exactitud – “Gibson Les Paul”. ¿No había un ejemplar de esos?
–No…
–…Sí – dijeron ambos, interrumpiéndose. Boutique los miró, estupefacto.
–¿No o sí? – les preguntó, inquieto y con los brazos un poco elevados, como sosteniendo una enorme bandeja.
–Es que no es ese nombre exacto – aclaró Balurdo –. Hay varios modelos que dicen “Les Paul”, pero ninguno dice “Gibson”, dicen otra cosa…– trató de recordar con una mano en el mentón y el ojo apuntado arriba – Epipone… Taim… algo así – le informó.
–Faim – lo corrigió Bagayo. Boutique se quedó mirándolos con gran interés.
–¿Me quieren llevar al lugar y lo exploramos juntos? – solicitó mirando al general, mientras sus exploradores afirmaban con la cabeza como dos muñequitos –. ¿Usted viene? – Apotheke asintió con la cabeza.
Dejaron la Fender Stratocaster en custodia del maestro y partieron por Entre Ríos rumbo a la tienda de música. Era una calle bastante despoblada de atracciones. Boutique no entendía qué había hecho que sus exploradores se interesaran por ese camino. Él nunca hubiera tomado aquella calle y nunca hubiera descubierto la tienda de instrumentos musicales. 
El lugar era un gran caserón que abarcaba toda la esquina, pintado de color negro y lleno de escaparates que anunciaba en la puerta de ingreso, en la ochava: “OLIMUSIC”. Balurdo extendió mejor en el suelo, como una marciana que está haciendo la cama, una persiana llena de rectángulos reticulados que habían arrancado de sus guías para poder entrar, así el coronel y el general podían ingresar más cómodos. Boutique se sintió un viejo senil ante esa acción de su dirigido y lo miró enojado.
–Por favor, capitán. No somos tan mayores.
–Disculpe, coronel; sólo quería evitar que se tropiece…
–No se preocupe tanto, y si me tropiezo me levanto solito. No vaya a querer tomarme del brazo – le espetó con tono amenazante –. ¡Me está haciendo sentir un viejo choto! – exclamó, y Apotheke estalló una desagradable carcajada, salpicándolos a todos con baba.
Entraron a la tienda, que estaba muy oscura y no se veía nada. Todos se calzaron las linternas-vincha y comenzaron a iluminar el lugar alumbrando hacia donde miraban, convirtiendo el salón en un local bailable; sólo faltaba la música. Boutique sacó de su morlaco un par de luces de emergencia y las colocó en el mostrador que rodeaba el salón formando una enorme “L” e impidiendo el paso. Bagayo lo trepó para pasar hacia el otro lado con cuidado de no romper el cristal, lleno de extraños aparatos cuadrados de todos colores con perillas que habían estibado los humanos debajo. El general tomó una especie de puerta al revés que había en un sector partido de la vitrina y la levantó como si hubiera sabido que eso estaba ahí y que se abría de esa forma. Boutique aprobó su colaboración y Apotheke le hizo un gesto educado de “pase, por favor”.
El lugar era enorme, lleno de habitaciones que salían en varias direcciones. Parecía un laberinto. Con lo primero que se toparon fue con un cadáver de pelo largo y lacio que sostenía, vehemente, un extraño vasito metálico del que salía un sorbete, también metálico; dentro del vasito había una especie de pasto triturado. El cadáver estaba sentado recostado contra el respaldo de la silla y la cabeza ladeada hacia atrás con la boca desquiciadamente abierta. En el escritorio había un gran ordenador y un botellón plástico que tenía como tapa un gran tazón con asa y una inscripción en el costado decía: “Lumilagro”. Al costado del cadáver había todo un pasillo lleno de guitarras, y era como le habían mencionado sus colegas. Muchos modelos de los que colgaban de los ganchos eran idénticos a la foto de la Gibson, pero ninguno decía “Gibson”. – ¿Habrán escrito bien el nombre? – se preguntó. En el fondo, pasando las guitarras, vieron un montón de enormes instrumentos llenos de teclas blancas y negras, y se terminaba el salón. Retrocedieron sobre sus pasos y volvieron a tomar contacto con el cadáver, que parecía custodiar el lugar alimentándose con aquel extraño brebaje a base de pasto. En la habitación siguiente encontraron sólo equipos de sonido y cajas sonoras, y siguieron adentrándose en el local. Luego había un sector enjaulado con otro cadáver dentro, tirado en el piso en posición fetal, rodeado de estanterías plagadas de diversos aparatos. Nada de guitarras. Bagayo iba delante marcándoles el paso y los instó a que accedieran al nivel siguiente, pero Boutique se detuvo mirando dentro de la jaula; al fondo, sobre un gran estante, había una especie de cofre negro con forma de guitarra y una manija para asirlo, tapado por unas inoportunas cajas que seguramente el humano que ahora dormía su sueño infinito tirado en el piso del jaulón había almacenado delante. Boutique alumbró la pared con su linterna-vincha y pudo ver claramente que el cofre tenía una inscripción en blanco, pero no se leía completa, una de las cajas que tenía delante lo impedía, sólo se leía: 

gib
u

Detuvo con una mano a Balurdo que ya se encaminaba a dejar atrás ese pasillo y le señaló dentro de la jaula. El capitán miró pero no vio nada, encogiéndose de hombros. Boutique se le paró detrás en una pose un poco incómoda; si hubiera sido el profesor Vedette quien le hacía eso a él seguramente se hubiera dado vuelta y le hubiera asestado una trompada en el ojo, así que se corrió para no apoyarle el miembro en el culo, pero se mantuvo detrás, alumbrándole por encima del hombro para que Balurdo pudiera seguir la dirección del as de luz. Y Balurdo vio lo que el coronel le enfocaba. Sacaron unas pinzas y alicates de sus bolsillos y cortaron el candado que tenía condenado a aquel humano dentro de la jaula. La puerta salió disparada girando colgada de sus bisagras y golpeando fuerte contra la pared haciendo ruido a miles de cascabeles. Boutique se acercó a la estantería y comenzó a entregarle a Balurdo las cajas que ocultaban el baúl con forma de guitarra. Una vez liberada y expuesta a la vista, todos pudieron leer lo que el cofre decía:
gibson
usa

El coronel lo tomó de la manija y lo retiró del fondo de la estantería con precaución; era bastante pesado. La inaudita valija tenía cuatro cierres muy simples y prácticos y una cerradura con clave. Boutique destrabó los cierres, que saltaron de sus rutinarias posiciones con alegría y sólo restaba esperar que el cierre central no tuviera la clave puesta para poder despejar el último estorbo hacia la felicidad plena. El coronel miró a Balurdo que se había agachado a ayudarlo, apoyó su pulgar en un cuadrado metálico, idéntico al del mango del paraguas y lo apretó. Nada. No se hundía. Intentó moverlo para los cuatro costados como se prendía la afeitadora nasal y la placa cuadrada se desplazó un poco en una dirección. Muy poco. Al lado de la placa había tres ruedas con números que giraban dándole la posibilidad de cerrar aquel baúl con la seguridad de que no lo abrieran. Boutique se lamentó, miró al cadáver dormilón y lo felicitó. Había hecho un gran trabajo. Ahora no podrían abrirlo.
–¿Alguien sabe la clave? – preguntó con sorna, mirando a sus compañeros. Apotheke se encogió de hombros negando con la cabeza, estupefacto. Se había creído que iba en serio la pregunta.
–¿Está trabado? – Bagayo fue el encargado de hacer la pregunta idiota del mes.
–Sí – le contestó Boutique, haciendo un gran sacrificio por no mandarlo a la mierda mientras movía la primera rueda y asentaba el “1” en la guía delimitada e intentaba de nuevo. Nada. Cerrado.
Balurdo le pidió permiso para probar algo y Boutique accedió, corriéndose para atrás y sentándose más cómodo en el suelo, apoyado contra un estante. El capitán tomó el cofre y lo dio vuelta. En la parte de atrás tenía escrito en grande con un raro polvo blanco que se borraba si uno le pasaba la mano: “713”. Boutique saltó de su posición y comenzó a mover las rueditas llenas de números. Y Balurdo se corrió, dejándolo trabajar más cómodo. El coronel ubicó el “7” en la primera rueda, luego asentó el “1” en la segunda y miró a Balurdo, como disculpándose por el arrebato que le dio y el capitán asintió con la cabeza dándole permiso para continuar. Boutique clavó el “3” en la tercera rueda, apoyó el dedo pulgar en el cuadrado metálico y lo empujó hacia el costado. Nadie respiraba. Todos esperaban, atónitos y en un silencio sobrenatural. El cuadrado siguió el camino predeterminado y ¡PRACK! soltó la última traba. Boutique casi muere de un infarto, al igual que los otros tres, que se tomaron el pecho asustados dando saltitos nerviosos. Y abrieron el cofre.

Capítulo LXI y LXII





Vitraux estaba en la puerta de la tienda pelando una garompa para el almuerzo y los vio acercarse. Boutique bajó de la nave y abrió la compuerta del costado para retirar las cosas. El viejo no lo podía creer: aquel muchacho se había ido a primera hora de la mañana, todavía no era el mediodía y ya había vuelto con los baúles llenos de repuestos para el Torino. Ya no le quedarían excusas para dejar que lo encendiera.
Entre los tres elevaron el vehículo con los levantadores, retiraron los tacos de madera, le colocaron las nuevas cubiertas y lo bajaron al suelo. El Torino parecía más corajudo parado sobre sus flamantes cubiertas infladas. Boutique abrió el cofre que protegía el motor y le vertió todo el contenido de una botella de aceite dentro, y luego otra, y otra mientras Bôite abría la tapa de la nafta y vaciaba el bidón dentro. El coronel miró al maestro y este asintió con la mirada, quitándose la soguita del cuello de un tirón y extendiéndosela.
–¿Sabe conducir? – le preguntó preocupado.
–No – contestó Boutique, asustado, no había tenido en cuenta ese detalle.
–Venga, coronel, le voy a explicar cómo es – le dijo invitándolo a sentarse a bordo del vehículo –. Fíjese ahí en el suelo, donde van las patas; la izquierda va apoyada en ese pedal, y la derecha en aquel otro – Vitraux le señalaba el fondo de la cabina del Torino y Boutique asentía con la cabeza, serio, con el mentón pegado al pecho enfocando el fondo del cockpit.
–Entiendo.
–Bueno, antes de ponerlo en marcha, debe cerciorarse que la caja esté en “punto muerto” – le dijo señalándole la palanca de cambios. Boutique miraba todo asintiendo desesperado. Bôite y Bufete seguían desde afuera la clase de manejo.
El viejo le explicó todo con lujo de detalles ante la continua afirmación de Boutique que, acelerado, miraba lo que le señalaba el maestro y luego miraba delante de la trompa del Torino, como queriendo salir ya mismo. Sin ponerlo en marcha, Boutique aprendió a apretar el embrague, poner primera y soltarlo al mismo tiempo en que presionaba de a poco el acelerador; luego otra vez para poner segunda, y tercera, y cuarta. Lo hizo varias veces. Y parecía que lo había entendido.
–¿Está listo? – le preguntó poniéndole una mano en la rodilla.
–Qué se yo…– dudó Boutique –, supongo que sí…– se ilusionó, no parecía tan complicado lo que el maestro le había explicado.
–Bueno, adelante entonces – le dijo Vitraux señalándole las llaves que colgaban detrás del volante.
Boutique las tomó con su mano derecha y se lanzó a girarlas pero se detuvo, corroboró tener la palanca en punto muerto y la pata izquierda apretando hasta el fondo el embrague. Sí. Todo en orden. Giró las llaves y no pasó nada. “Click-click” hacía el contacto del Torino. Miró al maestro, incrédulo. Otra vez. “Click-click”. Nada. Levantó la vista del volante y la apuntó hacia Bufete, que entendió de inmediato lo que el coronel le pedía y fue hasta la nave a buscar la pastilla de energía. Abrieron la tapa del motor y le colocaron sobre el viejo acumulador del Torino la pastilla que tantos beneficios les había dado esa mañana. No tuvieron que esperar tanto. Cuando Bufete la vio lista la pegó con cinta sobre el acumulador, cerró la tapa del motor y asintió enérgico con la cabeza. Boutique le agradeció con el dedo pulgar hacia arriba e intentó una vez más. Y el Torino arrancó, sin vacilar.
El pecho de Boutique estaba a punto de estallar. La voz grave del motor daba miedo. Boutique apoyó su pata en el acelerador y lo presionó un poco haciendo que el Torino subiera los descibeles, vibrando debajo de su culo. Vitraux lo miró y le señaló la palanca. Boutique soltó el embrague y lo apretó nuevamente, tomó con su mano derecha la bocha de la selectora de cambios, la acercó a su pierna y la encajó en la ranura “1”, hacia delante. Miró al maestro como pidiendo permiso y el viejo asintió con la cabeza, mirando el parabrisas con una mano abierta como ventilando hacia delante un pedo que se hubiera tirado, señalándole que le dé nomás. Boutique enfocó su ojo por encima del volante y comenzó a soltar el embrague de a poco, de manera casi imperceptible. A la mitad del recorrido del pedal el Torino se movió, apenas, hacia delante. A Boutique se le erizaron todos los pelos de la espalda. El coche le estaba pidiendo que apretara el acelerador de una vez por todas. Y Boutique lo apretó. Y el Torino 380 W número 2, con sus dos ocupantes dentro, se alejó en zigzag por el desierto de ceniza hasta perderse de vista, mezclando su propio color blanco con el del suelo y el del cielo, esfumándose en el horizonte.

Capítulo LXII

Ya habían pasado dos horas. Bôite y Bufete se habían quedado dentro de la tienda de su amigo chismoseando los hallazgos que el coronel había hecho y Boutique no volvía. Se pusieron a escuchar música de los Beatles mientras abrían y estudiaban varios modelos de Victorinox, aburridos. Bufete abrió sin querer el paraguas apretando el botoncito del mango y los dos se cagaron en las patas, nunca habían visto una cosa de esas y menos que menos sabían cómo cerrarla. Se miraron asustados, dejaron con cuidado el paraguas abierto sobre la cama del maestro y se sentaron a la mesa a esperar al coronel sin tocar más nada.
–Che, ¿no sería hora que vayan volviendo? ¿Cuánto hace que se fueron? – preguntó Bufete con el gesto preocupado.
–Sí, hace bastante que deberían haber vuelto. ¿Tanto tienen que probar? ¿No les habrá pasado algo? – se inquietó Bôite y Bufete lo miró intranquilo. 
En eso, el comunicador de Bôite comenzó a vibrar en el bolsillo de su morlaco y lo sacó al instante, preocupado. Era Boutique. Bôite negó con la cabeza mirando a Bufete que, alarmado, no dejaba de mirar el aparatito de su compañero, suponiendo que habrían sufrido algún accidente.
–¡Hey! ¿Dónde están? – le preguntó Bôite por el comunicador.
–Lejos. Nos quedamos sin nafta – informó Boutique – ¿Nos venís a buscar?
–¿Cuán lejos? – le preguntó.
–Qué sé yo… ¡Lejos! – lo desubicó Boutique –. Fijate en el radar de la nave… Dale que tenemos frío.
Bôite se levantó y salió de la tienda. Bufete lo siguió detrás. Se subieron a la nave y le solicitaron al ordenador del tablero de mandos que les diera la posición del coronel. Un instante después el radar de la nave marcó un punto en el mapa alejado unos treinta kilómetros al sur de la tienda. Bufete encendió la nave y salieron disparados en busca de sus compañeros. Al poco tiempo lo avistaron, en el medio de la nada absoluta, haciendo señas con ambos brazos estirados como un desgarbado pájaro sin plumas que quisiera inútilmente remontar vuelo.
Aterrizaron a unos metros. El viento era insoportable y la ceniza volcánica estaba erosionándolo todo. Boutique se acercó corriendo encorvado y tapándose el ojo, pidiendo a los gritos una manta para cubrir al maestro. Bôite se la extendió y el coronel volvió corriendo al Torino para proteger al viejo y acompañarlo hacia la nave. Abrió la puerta del acompañante y extendió la manta, como ocultando una sorpresa a sus amigos que observaban todo desde dentro de su cabina. Debajo de la manta pudieron advertir las patitas del maestro que salían del interior del automóvil y se apoyaban en el suelo. Una vez fuera, Boutique cerró la puerta de un portazo, envolvió al maestro en la manta haciéndolo parecer un fantasma con bajas aspiraciones de asustar, lo abrazó y caminaron ligerito y agachados hacia la nave. Parecían dos pelotudos.
–¿Cómo que te quedaste sin nafta? – lo retó Bôite apenas entraron a la cabina. El maestro seguía parado al lado del coronel todo envuelto en la manta, como si fuera un gigantesco helado en cucurucho.
–Qué sé yo… veníamos bien, entendiendo de a poco el funcionar del Torino… Después cuando le agarré la mano empecé a acelerar cada vez más – le explicaba Boutique con el ojo esquivo ante la mirada increpante de Bôite –. Cuando lo pasé de ciento veinte kilómetros se podía ver claramente cómo bajaba la aguja que indicaba la cantidad de combustible…
–¿Y lo pusiste muy fuerte? – le preguntó Bufete.
–Ciento noventa – aportó enojado el cucurucho gigante.
–Puede sacarse la manta, maestro. Ya no hay más viento…– le indicó Bôite mirando a Bufete con agotamiento. El viejo se desenroscó la manta y la dejó a un costado. Tenía todos los pelos parados y el ojo rojo. Parecía un loquito.
Volvieron a la tienda y Vitraux se metió en el baño para darse una ducha reparadora. Boutique le dio órdenes a Bôite que recolectara varios bidones de nafta súper de veinte litros. No iba a probar más el Torino, salvo para traerlo de vuelta de donde lo habían dejado abandonado a su suerte. Si querían utilizarlo en su tierra deberían llevarse una buena provisión de nafta, ese vehículo consumía la vida cuando uno lo aceleraba.
Bôite y Bufete partieron hacia la estación de combustible con su nueva orden y Boutique se quedó acostado en la cama leyendo el libro de las ochenta y cuatro horas de Nürburgring. El viejo salió del baño con una toalla atada en la cintura y los pelos bien peinados hacia atrás, goteándole en la espalda. Boutique lo miró, dejó el libro a un costado y se fue a dar una ducha. Él también estaba todo lleno de polvo.

Capítulo LX




Llegaron a gomería Raulito y Bôite y Boutique sacaron del depósito de la nave los neumáticos viejos del Torino mientras Bufete buscaba en la pared del lugar el tablero eléctrico para conectarle la pastilla de energía. Y la encontró enseguida. Sacó de su morlaco una tijera y cortó los cables lo más al ras posible de unos pocillos de porcelana que alguien había conectado ahí dentro. Muy delirante. Les peló la punta, sacó la pastilla de energía del otro bolsillo de su morlaco y le encajó los cables, que se hundieron fácilmente en el interior del gelatinoso repuesto energético. Luego se dio vuelta y se sentó en el piso cruzándose de brazos y bajándose la gorra; quería dormirse una siesta.
–Eu, no te duermas… Mirá que nos tenés que dar energía – le dijo Boutique, tratando de no retarlo. Bufete se levantó la vicera de la gorra y lo miró.
–Ya conecté la pastilla, ahora hay que esperar media hora para que lea todas las bajadas – le dijo, corto y conciso; y se bajó nuevamente la gorra acomodándose contra la pared –. Cuando esté lista te vas a dar cuenta solo…
Boutique miró por arriba de la cabeza de Bufete y observó la pastilla que, enchufada a unos cables, iba cambiando de color y de textura, como estudiando qué cantidad de potencia debía soltar. Boutique no sabía que las pastillas de energía podían hacer eso. Nunca se había interesado por esas cosas. Se sentó a esperar la inconveniente media hora sobre un enorme neumático de más de un metro de diámetro muy parecido en tamaño a los que usaban las recolectoras de ceniza que había fuera del piletón. Hundió su culo dentro y apoyó su espalda contra el caucho. Se quedó mirando de lejos como la pastilla cambiaba su color de rosa a púrpura, de púrpura a violeta, de violeta a azul oscuro. Y se durmió.
Cuando Bufete lo sacudió, Boutique abrió el ojo de golpe y la luz de los faroles del techo de la gomería le lastimaron la vista. Se cubrió con una mano e intentó levantarse, pero se había atorado. Sus compañeros lo ayudaron a salir de la trampa de goma en que se había encajado y finalmente se paró y contempló el depósito, enaltecido por la luz que ahora lo iluminaba con justicia. Todas las máquinas tenían a sus costados pantallas con extraños datos. Se acercó a la elevadora que mantenía el Chevy 2 suspendido en el aire y le apretó un botón rojo que tenía una flecha que señalaba el suelo. Y el Chevy 2 comenzó a descender despacio, mientras la elevadora hacía un soplido agudo.
–Estamos listos – le señaló Bôite, viendo que su amigo estaba medio lento por la falta de sueño y por la siesta corta pero necesaria que se había regalado dentro del gran neumático. Boutique lo miró con alegría. Estaba encantado con aquel lugar.
–¿Y qué esperamos? – les dijo enfilando hacia donde habían dejado las cubiertas del Torino.
Tomaron una cada uno excepto Bufete, que tuvo que agarrar dos. Boutique se arrimó a la máquina que habían visto el día anterior y le colocó la cubierta en un costado, a nivel del suelo. Bôite lo miraba sorprendido. Bufete dejó en el suelo las dos cubiertas que traía y se fue a la vereda a sentarse sobre uno de los conos de cemento. No le atraía en lo más mínimo el tema de los neumáticos terrestres. 
La máquina tenía una gran espátula de acero sobre un costado. Boutique se la colocó al neumático cerca de la llanta y presionó el pedal. Un brazo hidráulico apretó la cubierta hasta despegarla de la llanta con un violento ¡POF!; luego soltó el pedal y la espátula volvió a su posición tradicional liberando la rueda. Boutique la tomó con ambas manos y la colocó sobre la mesa giratoria, miró en el tablero de mandos y giró una perilla. Luego apretó nuevamente el pedal y el plato metálico comenzó a cerrarse, apretando la llanta. Un instante después un enorme brazo que estaba inclinado hacia atrás se enderezó quedando perpendicular a la mesa de trabajo. Boutique sacó de un costado de la máquina un enorme hierro plateado, lo atravesó entre el brazo y la llanta y presionó hasta hundir la punta dentro del neumático, y luego lo movió, palanqueando hacia atrás. Lo sostuvo con una mano, giró nuevamente la perilla de mandos y volvió a apretar el pedal. La cubierta comenzó a girar despacio sobre el plato y el hierro, sin que Boutique hiciera más fuerza que la de sostenerlo hacia abajo con su propio peso bajo el codo, empezó a extraer el neumático en un solo giro lento pero constante. Una mitad de la cubierta ya estaba fuera de la llanta, la dio vuelta y repitió la labor. Y la goma quedó liberada. Bôite se quedó mirando a Boutique completamente alelado, parecía que su amigo había nacido para gomero.
–Fijate que allá, en la otra punta, hay una máquina igual – Boutique le señaló el fondo del depósito –. ¿No querés ir sacando otra? Así ganamos tiempo…– le pidió. Bôite miró hacia atrás con la cara seria y el ojo desorbitado, tomó otra rueda y se fue hacia el fondo memorizando los pasos que Boutique había dado. No parecía tan difícil.
Terminaron de extraer los cuatro neumáticos y comenzaron a buscarles pareja. Había de todas las medidas, y les costó bastante encontrarlos. Bufete se sumó a la búsqueda y unos minutos más tarde fue él quien encontró algo parecido, aunque nada de lo que decía el nuevo neumático tenía que ver con los datos que Boutique había escrito en el papel, pero tanto el diámetro exterior como el interior como el ancho de la pisada eran idénticos.
Boutique tomó las cuatro cubiertas seleccionadas por Bufete. Las apiló a su lado y volvió a armar los juegos de llanta y goma con la misma máquina que los había desarmado. Luego se acercó a un estante que había sobre la pared de atrás, tomó un frasco negro y un pincel, lo destapó y hundió la punta dentro, revolviéndolo. Dio unos brochazos al aro interno de la goma dejándola de un color negro más brilloso, apoyó el neumático sobre la mesa de trabajo, le enchufó una pistola que tenía un cable con forma de resorte y accionó el gatillo. La cubierta comenzó a inflarse ante la mirada estupefacta de sus compañeros al tiempo en que se sentían varios ¡PAK! ¡POK! ¡PEK! que hacía la goma expandiéndose y acomodándose dentro de la llanta. Boutique le sacó la pistola del pico que salía por el interior de la rueda y esta comenzó a desinflarse con un desagradable ¡FSSSSSSSSSSS! Tomó un diminuto palito que sacó de un cajón y lo enroscó en el interior del pico atenuando el soplido hasta apagarlo por completo, luego volvió a enchufar la pistola y reinfló la cubierta dándole una presión de cuarenta y tres libras.
Repitió los mismos pasos con las otras tres ruedas, se dio vuelta y miró a sus compañeros, que lo observaban preocupados, sin entender cómo había logrado aprender tan rápido aquella labor.
–¿Vamos? Ya terminé acá – les dijo. Bôite seguía mirándolo con miedo.
–¿Estás seguro? ¿No querés revisar si hiciste todo bien? Te vi dudar un instante…– le dijo con ironía. Boutique se rió y salió con una rueda hacia la nave mirando el suelo.
–Vamos que tenemos trabajo arriba – les dijo dándoles la espalda, ya fuera de la gomería. Bôite y Bufete agarraron las demás cubiertas y lo siguieron.
Bufete retiró la pastilla de energía cortando la luz en el depósito. Bôite bajó las persianas y salieron ambos por la puerta que habían violentado. Se subieron a la nave y se fueron. Al remontar vuelo pasaron por una enorme estación de combustibles que había enclavada en Bv. Oroño y aterrizaron sobre el techo, se bajaron y la recorrieron. Extrajeron unas pistolas enormes que tenían una manguera enroscada. Por ahí debía salir el combustible. Bufete buscó el tablero eléctrico del lugar y le enchufó la pastilla de energía. A la media hora estaban cargando un bidón de veinte litros de nafta súper. Boutique había leído en su noche de insomnio que el aceite para el motor debía ser “40”, aunque no sabía qué significaba, y en el lugar había muchas botellas de aceite, y algunas mencionaban ese número en sus etiquetas. Tomó diez botellas, las cargó en la nave y salieron rápido hacia fuera del piletón.

Capítulo LVIII y LIX





Capítulo LVIII


El viejo dio vuelta un par de veces el nuevo objeto y ya no le quedaron dudas.
–Es una radio – afirmó mientras giraba una rueda que apenas asomaba por el costado.
–¿Una radio? ¿Qué es eso? – preguntó con perfecta normalidad, tratando de que el maestro olvidara el episodio de la nariz.
–Era un pequeño reproductor por donde salía música o humanos hablando – comenzó el maestro –. De esta manera, si usted no tenía dinero para comprar los discos que tanto le gustaban, adquiría uno de estos, que era un artefacto razonablemente barato, llamaba al programa que pasaba la música y solicitaba la canción que quería escuchar. Y el programa se la pasaba, al rato.
–¿Y para qué sirve esa rueda que mueve el palito rojo dentro de la ranura?
–Es que había muchas estaciones de radio y cada una tenía una frecuencia distinta. Entonces si usted quería escuchar radio X, movía la ruedita hasta la medida en donde se encontraba esa radio y la escuchaba. Si en cambio quería escuchar radio Z, giraba la ruedita hasta el lugar en donde se encontraba radio Z, ¿entiende? – Vitraux le ejemplificaba lo que le contaba mostrándole cómo se giraba la rueda mientras Boutique miraba atento.
–¡Qué bueno! ¡Entonces uno podía escuchar la música que quisiera sin tener que comprar discos! – se alegró Boutique.
–Sí, aunque no era tan así, coronel…– lo frenó el maestro.
–¿Por qué? – le preguntó, apoyándose contra el respaldo, intrigado y cruzándose de brazos.
–Porque el mundo estaba gobernado, como le dije en varias oportunidades, por inescrupulosos humanos que lo dominaban. Entonces las radios eran de su propiedad, y ponían en ellas sólo la música que ellos elegían y no aquellas que la gente solicitaba.
–¿Pero usted no me dijo hace un momento que los humanos llamaban para pedir las canciones? 
–Sí, los humanos dominados, los que vaciaron las casas de electrodomésticos el día antes a morir asfixiados por ceniza volcánica, que escuchaban canciones estúpidas, sin sentido, flacas de contenido, que no hablaban de nada serio... Las canciones importantes, las que dejaban pensando al humano, no eran tan reproducidas por radio.
–¿Y qué hacían los humanos que querían escuchar esa música?
–Iban y se compraban el disco. No les quedaba otra.
–¿Y si no tenían dinero para comprarlo?
–Se jodían. Y como la mayoría de los humanos no tenía dinero para acceder a la música que verdaderamente valía la pena debían contentarse con escuchar las idioteces que les pasaban por radio. Al final se acostumbraron a eso y se olvidaron de la buena música.
–Qué terrible…– dijo Boutique, apagado.
–No tan terrible como la otra cara de la radio, la de los programas de hablar.
–¿Cómo de hablar? – Boutique arrugó el gesto, sin comprender.
–Aparte de los programas musicales, había programas en donde un humano denominado “periodista” mantenía informado al humano común sobre los acontecimientos del día, como los diarios que recolectamos en nuestra primera visita a la peatonal – le recordó el maestro.
–¿Como un informativo?
–Claro.
–¿Y qué daño podía causar un informativo?
–Mucho daño. Mucho más daño que no permitir escuchar la música que uno desee. 
–No entiendo cómo.
–Vea, coronel, imagine que usted y yo gobernamos este país, y no lo hacemos bien, ya sea por falta de criterio, porque no somos idóneos, o porque somos verdaderos hijos de puta que, en un ataque de egoísmo inusitado, estamos aprovechando nuestro importante cargo para hacernos millonarios recolectando todo el dinero que podamos mientras dure nuestra gestión.
–Entiendo – asintió Boutique cruzándose de piernas.
–Bueno, un periodista tiene la obligación de informar al humano común sobre los sucesos de la jornada. Si ese periodista cobrara un sueldo pagado por usted o por mí, ante una anomalía en nuestra manera de gobernar, no podría decir la verdad de los acontecimientos porque, de hacerlo, debería ir a buscar empleo a otra radio, que también es nuestra, entonces se quedaría para siempre en la calle, sin poder ejercer más su profesión.
–¿Pero todas las radios eran de los gobiernos?
–No todas, algunas no.
–Y bueno…
–Y bueno nada, las radios protegidas por los gobiernos tenían un rango muy amplio en esta canaleta – Vitraux le señaló con el dedo la ranura por donde viajaba el palito rojo –. Pongamos como ejemplo que usted escucha “Radio Cien”, entonces usted gira la ruedita hasta donde está impreso el número 100, ¿ve? – Boutique miraba cómo paseaba despacio el palito rojo por adentro del camino acercándose al cien mientras el maestro giraba la ruedita.
–Ajá. 
–Bueno, “Radio Cien” es la más potente del país y es la protegida del gobierno ya que “Radio Cien” protege a su vez al gobernante ocultándole información al oyente e inventando noticias que desprestigian a la oposición.
–¿La oposición?
–Sí, los políticos que no están en el poder y que señalan todas las barbaridades que está haciendo el gobierno actual, pero no por una cuestión ética… es sólo por el hecho de que ellos no pueden robar, por no estar al mando, y querrían poder hacerlo y les da bronca.
–Entiendo.
–Bueno, esa radio, “Radio Cien”, tiene un gran alcance, se escucha en todo el país sin interferencias y, sobre todo, una vez sintonizada usted puede seguir girando la ruedita un poco, tanto para arriba como para abajo sin perderla, ya que es muy ancho el lugar que tiene designado en este caminito, al menos un centímetro, ¿lo ve? – le preguntó Vitraux mientras le movía el palito dentro de la ranura, yendo y viniendo del 95 al 105. Boutique asentía con la cabeza, concentrado – Este privilegio lo tenían sólo las radios que protegían a los gobiernos corruptos o a las corporaciones que gobernaban detrás del telón. Las otras no.
–¿Pero este chantaje no era advertido por los humanos?
–Por algunos sí. Entonces no escuchaban esa radio y pretendían escuchar una radio independiente, que no le debiera nada a nadie; los periodistas libres, los serios, los que bogaban por respetar la profesión, se agrupaban en, pongamos otro ejemplo, “Radio Cientocuarenta” – arrancó el maestro, dándole el aparato a Boutique, que comenzó a mover el palito hacia el lugar donde estaba impreso el número “140”, ya se sentía fiel oyente de esa radio –. Entonces para que el humano no pudiera escucharla porque hablaba mal de los que estaban en el poder, el gobierno o las corporaciones les creaban, de un día para el otro, siete u ocho radios bien pegaditas al lado.
–No entiendo.
–Claro, la 140 dice la verdad y deja en evidencia un montón de cosas muy escandalosas de los que dirigen el país. Inmediatamente y como por arte de magia, aparecían Radio 139.9, Radio 139,8, Radio 139.7, Radio 139,6. Y para el otro lado: Radio 140.1, Radio 140.2, Radio 140.3…– le explicó el maestro –, todas radios que pregonan extrañas religiones a los gritos o que pasan música insufrible, muy molesta al oído. A partir de ese momento se torna imposible poder engancharla, el humano que logra sintonizar la 140 es un afortunado, ¿comprende? – le preguntó y Boutique asintió con la cabeza, entre asombrado y triste, mirando como el palito subía y bajaba por la ranura en la zona del 140, imaginándose imposibilitado de escucharla.
–¿Y no se quejaban de este atropello?
–¿A quién se iban a quejar? ¿A la policía? ¿Al intendente? ¿A quién? – le preguntó Vitraux, esperando que el coronel entendiera que no había salida ante ese problema. Boutique, vencido, volvió a mirar la radio negando con la cabeza mientras movía la ruedita de arriba para abajo.
–Que desperdicio…– dijo desilusionado.
El viejo asintió en silencio, se levantó de la silla y se metió en el baño. Ya era hora de comer. Boutique se quedó un rato con la radio en su regazo como si se tratara de un indefenso animalito que acabara de rescatar del bosque y le estuviera dando calor. Al rato se levantó y comenzó a cocinar mientras el maestro se terminaba de bañar. Comieron y se acostaron temprano, pero Boutique se quedó hasta tarde estudiando “Gomería I”. Al día siguiente le pondría las cubiertas al Torino.




Capítulo LIX

A las 6:40 Boutique se levantó pero no había dormido nada. Entre la lectura de cómo cambiar un neumático y la ansiedad por ver al Torino con las flamantes cubiertas puestas se le habían hecho más de las cuatro. Tuvo sueños intermitentes de quince minutos sólo para despertarse exaltado suponiendo que se había quedado dormido. Y miraba el reloj y eran las cinco, y se dormía de nuevo, y miraba el reloj y eran las 5:40, y se quedaba dormido otra vez. Se despertó más de diez veces para mirar la hora. A las 6:40 vio prudente levantarse. No aguantaba más la tortura que se estaba propinando. Se hizo el desayuno despacio, como en cámara lenta, para perder todo el tiempo posible. Y miraba la hora y no pasaba más. A las 7:23 salió en busca de su amigo, que le abrió con el cepillo de diente enchufado en la boca y una pequeña toalla colgándole del hombro.
–¿¡Ya ezs Da Óoda!? – le preguntó en un extraño idioma, con la boca llena de pasta.
–Faltan cinco – le respondió Boutique, encarando hacia dentro de la nave que hasta hace poco había utilizado.
–Ezstáz ansziozso ¿eh? – le espetó, criticándolo. A Boutique no le gustaba que su amigo le remarcara cuando se encontraba en ese estado. ¿Para qué lo hacía? ¿Iba a cambiar algo que le dijera eso? ¿Él iba a dejar de sentirse ansioso? No. Y hacía muchos años que se conocían, y en todos estos años habían experimentado incontables veces los ataques de ansiedad de Boutique cuando estaba por hacer algo importante, y Bôite siempre arrancaba con el cantito criticón. Lo tenía podrido.
–Y vos parecés un taradito hablando así… ¿por qué no terminás de cepillarte el diente y después me hablás como corresponde? No te entiendo nada de lo que me decís…
–¡Zssí! ¡Zszegúdo! ¡Zssegúdo que no endendezz una padáabda de do que dígho! ¡De azséz ed pedodúudo que ezz muy dizzdíndo! – Bôite seguía hablándole para la mierda, con el cepillo en la boca. Boutique se sentó y miró la hora, haciéndole ver que no le prestaba más atención. Ya eran las 7:30.
–¿Vamos? – lo invitó señalándole la hora en el tablero de la nave. Bôite se sacó el cepillo de la boca y, mirándolo enojado, le golpeó la puerta del baño a Bufete, que salió y los miró a ambos serio, listo para emprender la jornada.