miércoles, 30 de enero de 2013

Capítulos XXI y XXII




Capítulo XXI


Desde el cielo pudieron ver el gran piletón, que cada vez estaba más profundo, los vaciadores eran muy expeditivos. Boutique no lo podía creer, el viejo se alegró de verlo nuevamente en acción. Eran muy contrastantes los distintos estados de ánimo de su alumno, y prefería cien veces verlo motivado que depresivo. La nave aterrizó a un costado de la carpa que le habían organizado, y se la veía bastante amplia. En el ingreso lo esperaban Bandoneón y Beckenbauer en posición de firmes y, cuando Boutique se acercó, ambos hicieron una respetuosa y violenta venia, al punto que Bandoneón se lastimó el ojo. 
Boutique entró en la carpa y la relojeó un instante: una mesa para comer, un par de vainas de descanso a un costado, dos camas en el otro y un baño, que el sólo hecho de verlo le recordó que se estaba meando, así que lo inauguró vaciando sus vejigas. Se lavó la cara y salió a pedir los respectivos informes. Afuera lo esperaban sus dos amigos más otros cuatro exploradores que venían a notificarle cosas. Seguía sintiéndose extraño con su nueva labor, pero le gustaba. Mucho. Escuchó las inquietudes de todos y se fue con Beckenbauer hacia la catedral. Quería verla por dentro. Beckenbauer le advirtió que no había podido esperarlo y que había tenido que ingresar, que lo perdonara. Boutique lo entendió, ya veía las cosas desde otra perspectiva. 
Al llegar a la zona, Boutique se quedó paralizado; sus ahora subordinados estaban vaciando ese lugar con una rapidez increíble. Habían iluminado todo el sector con grandes focos dándole un tono amarillento muy potente. Era la primera vez que veían claramente un predio entero sin el austero enfoque de sus linternas-vincha. La plaza estaba descubierta y las calles que la rodeaban también. Se podían ver vehículos estacionados y los troncos disecados de los árboles que alguna vez dieron oxígeno a aquella zona. La catedral estaba completamente destapada con todo su frente a la vista. Sobre los humanitos alados se erigían dos soberbias columnas que contenían unos cascos gigantes de bronce que colgaban de su extremo superior y, mucho más atrás, al menos cien metros, se podía ver claramente que comenzaba una cúpula enorme, aunque continuaba tapada. Beckenbauer le hizo un gentil ademán con una leve torsión de su cuerpo invitándolo a pasar. El nuevo coronel estaba embelesado con tanta belleza arquitectónica. Se sonrió y puso la mano con cariño en el hombro de su amigo mientras ingresaba al edificio. El cadáver desahuciado continuaba sentado sobre la base de una columna pidiendo algo con su mano derecha extendida, suplicándole al coronel con ese gesto extraño que tanto lo incomodaba. Boutique entró mirando el piso y levantando la vista despacio, no quería perderse nada. El lugar era maravilloso; con un gran salón en el medio rodeado de impecables columnas de mármol y un sinnúmero de extraños bancos colectivos, todos iguales y de madera, en dos filas paralelas que llegaban al fondo de la catedral que, de tan lejos que estaba, se perdía de vista. Caminó por entremedio de ambas filas de bancos observándolo todo. Vio varios esqueletos sentados con sus cráneos ladeados hacia atrás y sus mandíbulas abiertas al máximo. Otros estaban acostados en el piso en posición fetal. Se sorprendió al ver dos esqueletos de rodillas, como le había explicado el gran maestro, estaban arrodillados sobre un extraño estante que tenían los asientos en su parte de atrás, con sus manos aferradas delante de sus cabezas gachas. Boutique se detuvo a observarlos – ¿Qué estarían rezando? ¿padrenuestros o avemarías? – se preguntó negando inmediatamente con la cabeza. Era imposible saberlo.
Finalmente, luego de atravesar aquel inmenso lugar, llegó al otro extremo, en donde el nivel del suelo al final del camino se elevaba mostrando un sector que imponía respeto, con un excepcional escritorio enorme, también de mármol, muy bello, con unas extrañas figuras humanas de bronce en su parte baja que tenían como un aura que rodeaba sus cabezas. No sabía quiénes eran, pero se notaba por la postura de sus cuerpos que eran bondadosos. Irradiaban tranquilidad. Levantó la vista. No podía dejar de admirar ese escritorio. Unas incrustaciones de piedras verdes y rosas rodeaban la parte alta justo antes de que comenzara la mesa, donde una gran copa dorada estaba caída sobre una mancha negra que hacía décadas se había absorbido en el mármol blanco; y un libro muy gordo con los bordes de las hojas pintadas de dorado estaba abierto por la mitad, con una lonja de seda que lo atravezaba a modo de señalador. Boutique lo agarró y lo cerró. Le sorprendió ver esas hojas pintadas de dorado en el borde, como si las hubieran pintado a propósito con el libro cerrado. Le encantó la idea. Muy original. Sobre la pared del fondo se elevaba un inmenso monumento de mármol de varios colores en tonos blancos y azules llenos de humanitos alados que protegían una cúpula en miniatura, también de mármol, que albergaba una extraña humana con un largo vestido blanco que le nacía en la cabeza. Y otra vez esa rara aura dorada le rodeaba el cráneo. Miró hacia arriba y descubrió la parte interna de esa cúpula que avistó desde afuera. Era enorme. Era hermosa.
Boutique filmó todo con su cámara-vincha y emprendió la retirada por uno de los senderos de los costados, a su paso advirtió ese extraño cubículo de madera donde deberían haber ocurrido las disparatadas confesiones. Vio estatuas de humanos con extrañas túnicas, barbas y auras doradas en sus cabezas en una clara postura de “pedir calma”. Todas las estatuas estaban elevadas del suelo, mostrando una irrefutable superioridad respecto de los feligreses, disciplinaban con sus poses. Boutique sintió por un instante que era inferior a esas estatuas, y se asustó. Sobre el final del pasillo se encontró con una inmensa caja de vidrio con la estatua acostada de un humano desnudo dentro, flaco, desgarbado y con cortes en su cuerpo por los que manaba sangre. El ser tenía los genitales tapados por un trapo y sus pies y manos tenían feos agujeros, como si alguien le hubiera clavado a mazasos gruesos clavos en ellos; su rostro expresaba el sufrimiento más grande que Boutique había visto jamás. Ese hombre había muerto enloquecido de dolor. Se quedó un instante observando aquella lamentable estatua sin entenderla y salió de la catedral para encontrarse con Vitraux. Quería que le explicase más.





Capítulo XXII

Cuando Boulogne bajó de su vaciadora para almorzar ya había pasado el mediodía y en su zona estaban avanzando mucho. Abrió la parte trasera de la máquina, agarró su vianda y se alejó unos metros para comer al sol. Tenía mucho hambre, se podría haber comido un zumbudrule entero si lo hubiese tenido a mano, pero sólo tenía esa escueta ración de alimentos que les mandaban de la base. Dejó la comida en el piso, miró hacia ambos lados y se derrumbó sentándose en canastita en el suelo cuando un feo dolor lo punzó en la nalga izquierda haciéndolo saltar por el aire. Maldiciendo, humillado y lastimado, masajeándose el muslo, se acercó donde se había sentado. No se veía nada, todo blanco, desconcertante. De pronto una brisa barrió la ceniza suelta que, caprichosa, tapaba la extraña aguja verde que había punteado su nalga. Boulogne, atónito, enarcó su ceja bien alto. No lo podía creer, en el suelo blanco que tantos meses hacía que estaban vaciando, que tan rutinario se había puesto y que tanta impotencia daba excavar y excavar para continuar encontrando sólo cenizas, asomaba una punta verde de algún metal extraño. Se acuclilló y le pasó su dedo por encima. No era tan puntiaguda si uno la acariciaba, aunque atemorizaba intentar sentarse brusco sobre ella. Pensó en salir corriendo a informarle a su compañero, o en acudir al nuevo coronel, pero tenía hambre, y quería disfrutar de su hallazgo en soledad. Buscó otro lugar con cuidado de no clavarse el culo nuevamente. Esta vez revisó el suelo pisando fuerte primero y barriéndolo con la planta del pie. No había nada. Se sentó con dificultad, todavía le dolía un poco. Abrió su vianda y comenzó a deglutir su almuerzo mirando esa extraña punta que salía del suelo. De pronto sintió una absurda sensación de alegría, y no era para menos… aquella punta verde parecía un brote ínfimo y esperanzador que nacía luego de una larga sequía. 
–Coronel, encontré algo – dijo Boulogne acercándose a la mesa donde el coronel y el maestro almorzaban. Boutique se levantó, inquieto, limpiándose la boca con un trapo.
–Dígame, capitán.
–No sé qué es. Me senté a almorzar en el suelo y una dura punta se me clavó en el culo haciéndome doler bastante…– dijo Boulogne masajeándose el muslo. Aún le dolía. 
–¿Tiene idea qué es?
–No, mi coronel, pero no es un elemento suelto. Está firmemente agarrado – le explicó. Boutique se agarró el mentón con su mano derecha mirando a Vitraux. Pero el viejo no le daba pelota, seguía comiendo muy concentrado en su plato.
–¿Vamos a verlo? – lo invitó Boutique.
–Como no – aceptó Boulogne.
Ambos salieron de la carpa dejando a Vitraux comiendo solo. Boulogne iba delante marcando el camino a su coronel. Al llegar, Boutique se puso a buscar desesperado el hallazgo pero no lo encontraba. El capitán, previsor, había dejado una marca en el suelo con una vara por si la ceniza lo volvía a tapar, cosa que había sucedido. Se agachó y barrió el suelo con la mano hasta que apareció nuevamente en escena la extraña punta verde. Boutique se acercó asombrado, se acuclilló para tocarla y la frotó con los dedos. Era un material duro. Parecía metal. Sacó de su bolsillo un papel de lija y se lo pasó por la punta. Era bronce. 
–¿Cómo es su nombre, capitán? – preguntó Boutique con la mirada perdida en la punta, acariciándola.
–Boulogne, coronel.
–Lo felicito – le dijo erigiéndose –. Es el primer hallazgo de material terrestre en relieve – Boutique le estrechó su mano.
–Gracias, coronel – dijo acariciándose la pechera del morlaco con la mano que le había extendido al coronel.
–¿Su compañero?
–Está en su hora de descanso – lo disculpó.
–Bien, voy a enviarle refuerzos para que continúen vaciando esta zona. Debemos descubrir esta pieza – culminó Boutique yéndose hacia su carpa, dejándolo solo. 
Boulogne miró la hora. Ya debía despertar a su compañero. Se acercó a la vaciadora y le golpeó la puerta. Sur Mer dormía plácidamente su siesta y no demostraba interés por despertarse. 
–Vamos que te toca – le dijo, cariñoso. Su compañero miró la hora con el ojo entrecerrado.
–¿Qué hora es? – preguntó.
–Hora de que labures – le ordenó y se alejó dándole espacio para que saliera. Sur Mer bajó de su habitáculo y vio a su compañero que lo esperaba a unos metros de la vaciadora con cara de estar ocultando algo.
–¿Y a vos qué te pasa que tenés esa cara? – lo increpó acomodándose el morlaco. Boulogne le señaló el suelo con el ojo. Sur Mer miró el piso y la vio inmediatamente.
–¿Y esto? – preguntó agachándose.
–¿Viste? Me lo clavé en el culo hoy cuando me senté a almorzar.
–¿Qué es? – preguntó extrañado.
–Qué sé yo…– contestó Boulogne, escéptico – Una punta…– Sur Mer lo miró con ansias de darle una piña.
–Ya sé que es una punta, salame – lo retó.
–Sé tanto cómo vos. La acabamos de encontrar – le contestó Boulogne, indiferente. 
Sur Mer avistó algo detrás de su compañero, ya llegaba el refuerzo, se escuchaba el zumbido de tres vaciadoras que venían a colaborar. Boutique regresó al lugar del hallazgo y dio las órdenes pertinentes delimitando el lugar de vaciado. Mientras hacían el raspaje preliminar, apareció una nueva punta, exactamente igual a la primera, separada unos seis metros una de la otra. Demarcaron un cuadrado de cincuenta metros de lado con las extrañas puntas en el centro y se pusieron a trabajar. Boutique se quedó a un costado, ansioso, esperando que se descubriera la pieza. Las vaciadoras comenzaron sobre el perímetro determinado mientras Boulogne y Sur Mer aspiraban la ceniza que rodeaba las puntas con una manga aspiradora manual, herramienta más adecuada para el trabajo fino. A medida que extraían ceniza, las puntas iban emergiendo de su sarcófago: dos extrañas agujas de treinta centímetros de alto paralelas entre sí se ensanchaban un poco a medida que las aspiradoras las desnudaban. Una forma ovoide surgía debajo. Boutique no entendía qué eran esas formas; parecían dos grandes choclos, pero descartó esa idea. – ¿Por qué razón iba a haber dos grandes choclos de bronce a esa altura en el centro de la ciudad? – pensó, sintiéndose ridículo.
Los supuestos choclos gigantes dieron paso a dos descomunales manos que los aferraban, simétricas. – ¿Serán choclos, nomás? – se preguntó intrigado. Las manos dieron paso a los antebrazos y en el medio de ambos descubrimientos comenzaron a emerger dos grandes cascos. Boutique se sentó con las patas colgando en el nuevo vaciado y seguía atento el descubrimiento casi sin pestañar. Los cascos, idénticos entre sí, dieron lugar a dos caras, pero no eran cascos, eran pelos, pelos de mujer. Pelos muy peinados. Obviamente era una estatua de algo, pero Boutique no lo entendía. – ¿Qué carajo hacía una estatua tan grande a esa altitud? ¡Si todavía estaban como a cien metros del suelo! – pensó.
Los radares de las vaciadoras impidieron seguir con el trabajo grueso y se retiraron. Boutique pidió una manga aspiradora para ayudar a sus capitanes y continuaron destapando aquella inmensa estatua. Dos enormes mujeres desnudas agarradas de la mano sostenían con sus otras manos unos choclos inmensos, levantándolos por sobre el hombro. Las mujeres eran de bronce y tenían una altura aproximada de ocho metros. Debajo de ellas, finalmente, aparecía un edificio. Una insólita pirámide escalonada del mismo material se recostaba en una habitación cuadrada de cemento rodeada de columnas con forma de estrella. Luego descubrieron una nueva habitación, más grande, que soportaba estoica la pesada mole. Y en esta segunda habitación encontraron al fin ventanas por donde ingresar. Boutique y Boulogne entraron rompiendo un vidrio y recorrieron con la vista el lugar, muy sucio, con enormes malacates y un antiguo tablero eléctrico. Sur Mer, por su parte, había descubierto una puerta. La derribaron y entraron. Dentro del edificio, una inmensa jaula central les demarcaba el camino a recorrer, estaba rodeada por una escalera de mármol blanco y gris. Dentro de la jaula se veía pintado bien grande un número 9. En el siguiente nivel, advirtieron sobre la pared una exótica caja de bronce que decía: PALACIO MINETTI, Boulogne la tocó y notó que el frente de la misma, al ser presionado, se hundía como una extraña compuerta secreta. Siguieron recorriendo el lugar rodeando la jaula, que al parecer viajaba por el centro del edificio desde el nivel del suelo hasta la terraza misma. En el nivel 4 un lado de la jaula no estaba, Boulogne se asomó para ver y su linterna-vincha iluminó un tenebroso e infinito agujero con cadenas y cables que era el centro del edificio. Espantado y presa de un instantáneo ataque de vértigo se echó hacia atrás. 
Bajaron cuatro niveles más y finalmente llegaron a la base. La escalera terminaba a los pies de una puerta giratoria como la que Boutique había visto en el correo. Una gran pizarra proclamaba: PALACIO MINETTI y debajo, un sinnúmero de nombres extraños. La tediosa jaula, en el ingreso, se convertía en un sector muy bello, con puertas de bronce y pequeños vidrios de colores. Boutique traspasó la puerta giratoria y se encontró con lo que supuso era el pórtico principal, mucho más grande que las puertas del correo y de la catedral. Se acercó y lo acarició mirando hacia arriba. No terminaba nunca. Era descomunal. Con unos travesaños escalonados donde reposaban miniaturas de aquellas gigantescas mujeres enchocladas que había en el techo del edificio. Les iba a costar un buen tiempo abrir ese pórtico.
Al regresar a la terraza del palacio se encontraron con varios compañeros que querían conocer el hallazgo. Boutique dio orden de ingresar y recolectar elementos para su estudio recalcando que con un elemento de cada forma bastaba y sobraba, haciendo alusión a la recolección exagerada del Camping Don Tomás. Todos asintieron con sus cabezas y comenzaron a ingresar. Boutique ordenó a los vaciadores agrandar el predio demarcado para dejar al desnudo el edificio completo y partió rumbo a su tienda a encontrarse con el viejo.

martes, 22 de enero de 2013

Capítulo XX




Al llegar a la estación de despegue vieron al general que ya los esperaba con unos papeles en la mano. Boutique echó un vistazo a su nueva nave, que era igual a la de Apotheke, un poco más chica que la que había estado utilizando. Sobre un costado, un mecánico pintaba con destreza el número y rango: 02 – CB =. Boutique se sintió gigante; le dolía el pecho de tanto orgullo. Se acercó y le extendió la mano a su superior mientras saludaba asintiendo con la cabeza a los mecánicos.
–¿Está listo, coronel? – preguntó Apotheke.
–Sí, mi general – afirmó Boutique –, listo y ansioso por comenzar esta nueva etapa.
–Perfecto – concluyó Apotheke –. Este es el manual de instrucciones de la nave. No se preocupe que es mucho menos sofisticada que la 037 que venía utilizando. No va a tener inconvenientes – Apotheke le extendió un escaso librito con un puñado de hojas –. Le recomiendo que cuando tenga tiempo lo hojée.
–Cómo no, mi general, eso haré – Boutique agarró el manual y lo metió en una cartera que llevaba bajo el brazo mientras Vitraux miraba la nave desconfiado.
–¿Y yo donde voy a dormir? – preguntó –. ¿Tiene camarote esto?
–No van a dormir en la nave – informó Apotheke –. En tierra firme ya les prepararon una tienda de acampe, mucho más cómoda que el camarote que utilizaste hasta ahora – le señaló el gordo, y al viejo le brilló el ojo de alegría.
Boutique saludó al general con una venia respetuosa y Apotheke dio unos pasos hacia atrás, dándoles espacio para que entren en la cabina. El coronel se sentó al mando y el maestro a su lado, como una especie de dudoso copiloto. Los mecánicos se apartaron desconectando los cables del service y la nave comenzó a girar lentamente hacia la zona de despegue. Apotheke se quedó mirando cómo se alejaban tras la compuerta presurizadora y, una vez perdidos de vista, dio media vuelta y se dirigió a su despacho para continuar con sus tareas mientras la exclusa final se abría y la 02 – CB = partía rumbo a Rosario.
Por ser una nave pequeña se vieron impedidos de descansar, así que decidieron aprovechar ese tiempo en una nueva clase.
–¿Seguimos?
–Déle nomás – confirmó Boutique, corriendo su butaca hacia atrás y descansando sus patas sobre el apoyavasos del tablero de mandos. Vitraux se calzó el quevedo y se reclinó un poco en su butaca.
–¿Dónde quedamos?
–En los vicios, terminamos con eso – dijo Boutique leyendo sus últimos apuntes –. Pero me gustaría hablar de lo último que vi en Rosario, antes de la partida.
–Lo escucho.
–Descubrí otra edificación imponente, parecida al correo, con techos altísimos, columnas opulentas y puertas descomunales. Sobre el dintel del techo había unas extrañas estatuas de unos humanitos alados…– describió Boutique.
–¿Una iglesia? – temió Vitraux.
–No lo sé…– se disculpó Boutique –. Sobre estos niños alados que le menciono había una rara inscripción – comenzó, mientras buscaba entre sus anotaciones – RE NA DEL S S ROSARIO RUEGA POR NOSOTROS – leyó en su cuaderno.
–Sí, debe ser una iglesia…– aseveró Vitraux.
–¿Y cómo lo sabe?
–Coronel… humanitos alados, ostentación arquitectónica y la palabra “Ruega” son pistas más que elocuentes. Debe ser una iglesia, y si está al lado del correo central, enfrente de la plaza, casi le diría con seguridad que se trata de la Catedral.
–¿La Catedral?
–Sí, la iglesia más importante de la ciudad, como nuestra base – ejemplificó Vitraux –. Eso forma parte de la clase de religión – advirtió Vitraux –. Mire que es bravo eso, ¿eh? – Boutique abrió su ojo ávido de información y el viejo se dio cuenta que no podría esquivar comenzar con ese capítulo.
–Lo escucho.
–Bien – dijo Vitraux acomodándose mejor en la butaca – ¿De dónde viene usted?
–¿De dónde vengo?
–Sí, ¿cómo es que usted existe? es la pregunta mejor formulada.
–Nací en un planeta en donde la luz que recibe de la estrella madre, más el agua que se encuentra en él, hicieron posible el desarrollo de la vida. Por eso existo – dijo Boutique, explicándose desconcertado.
–Bueno, imagine que ahora yo le digo que no, que no es así, que en realidad todo esto es obra de un ser llamado Dios, que fue el creador de todo lo que existe.
–Suena un poco ridículo, perdóneme usted.
–Exacto, ridículo – confirmó Vitraux – De eso se trata este capítulo: de las historias que creían los humanos sobre el origen de la vida – comenzó Vitraux –. En el planeta Tierra había más de veinte religiones distintas. El humano, dependiendo de dónde había nacido, era inculcado desde pequeño con estas creencias religiosas, endilgando el origen de la vida a este Dios que, según la región del planeta que habitase, se podía llamar de distintas maneras y tener diversos preceptos – Boutique escuchaba atento –. Pero básicamente la finalidad de las religiones era la misma – señaló Vitraux –: agrupar a las masas, convencerlas de una ideología religiosa y mantenerlas dominadas.
–¿Cómo mantenían dominadas a las masas?
–Con el miedo a lo desconocido, con la muerte, con el cielo y el infierno – detalló el gran maestro –. Vea, coronel, si yo le digo que usted debe comportarse adecuadamente, no ser mal marciano, no fijarse en la mujer de su amigo, no robar o asesinar porque de lo contrario a usted luego de su muerte le esperará una eterna condena en el infierno, ¿qué me dice? – lo increpó Vitraux inclinando su butaca hacia delante para acercarse lo más posible al coronel que, inconsciente, se reclinaba para atrás manteniendo distancia.
–¿Y eso qué es?
–¿Qué cosa?
–El infierno.
–El infierno es un lugar que hay debajo de la tierra, dominado por el diablo. Este diablo es un ser despiadado que rostiza humanos muertos a fuego lento durante toda la eternidad, para que paguen por sus delitos.
–¿Debajo de la tierra existe ese lugar? – preguntó Boutique, descreído.
–No, coronel, no existe ¿Cómo va a existir semejante cosa? – se enojó el viejo –. No existía eso, sólo se lo decían a los humanos para que se porten bien, para que no hagan lío – Boutique hizo un silencio, contemplando lo que Vitraux le decía.
–Para que acepten su vida como se les había planteado sin importar si estaban a gusto o no – aportó Boutique y Vitraux se sacó el quevedo, levantándose de la butaca.
–Es usted un genio, coronel – reconoció el gran maestro –, me deja pasmado con la rapidez con que entiende a estos humanos.
–Se caía de maduro…– señaló Boutique con aires de gran filósofo.
–Entonces los humanos creían en estos preceptos y eran convencidos de que, al morir, si habían pasado una vida de pobres, serían los reyes del cielo – dijo Vitraux mientras su alumno comenzaba a poner esa cara –. O sea…– trató de explicarse mejor –, para que no jodan con reclamos sobre la falta de necesidades básicas completas, como tener un buen hogar donde guarecerse, poder comer todos los días alimentos nutritivos, poder vestirse o poder disfrutar de las mismas comodidades que tenían los humanos que no eran pobres, les prometían el reino de los cielos y ellos creían esto y esperaban morir para poder comenzar a disfrutar todo lo que no habían logrado conseguir en vida.
–¡Pero eso es absurdo! ¡Hay que ser idiota para creer tamaña estupidez! – Boutique se quejó, iracundo.
–La gran mayoría de los humanos eran católicos, ya que ésta era la religión más leve, más suave. Era más fácil ser católico. Había otras religiones que eran mucho más duras y estrictas de seguir, infringiéndose mutilaciones en el cuerpo, por ejemplo – Boutique lo miró sorprendido –. El judaísmo era la religión con ese precepto más famosa. El varón judío, al nacer, debía cortarse la piel que recubría su pene para ser un verdadero judío – Boutique se aferró de las pelotas e hizo cara de dolor.
–¡Por favor, maestro! ¡Qué está diciendo! – lo retó.
–La verdad, coronel, la verdad…– sentenció Vitraux –. Después había otras religiones en donde las hembras no podían mostrarse en la calle y debían circular con una sábana que las tapara todas, hasta los pies, de lo contrario eran apedreadas hasta la muerte – Boutique se soltó las pelotas y abrió grande su ojo –. En África, por ejemplo, a las mujeres les cortaban el clítoris para que no gozaran a la hora de tener sexo, porque el goce estaba prohibido en la mujer – continuó Vitraux y Boutique lo fulminó con la mirada, como si el viejo estuviera inventando todo eso sólo para molestarlo. Pero el maestro seguía en la suya, muy compenetrado en su explicación –. Volviendo al cristianismo, entonces, los líderes de esta religión, o mejor dicho, los guías, eran llamados sacerdotes: humanos machos que se presentaban voluntariamente para dedicar su vida a la propagación de esta infamia, entonces daban sus votos de fe a cambio de quedarse a vivir en alguna iglesia. Generalmente las iglesias tenían una escuela a cargo y estos sacerdotes hacían las veces de directores de esas escuelas – dijo Vitraux, y se levantó a servirse un vaso de agua. Boutique se quedó sentado con la mirada perdida en la nada absoluta, muy exacerbado. El viejo volvió y se sentó junto al coronel, dando cuidados sorbitos al vaso de agua para que no se le vuelque en la bata.
–¿Y cuál era la labor de estos sacerdotes?
–Dirigían las misas, dirigían las escuelas, y escuchaban confesiones.
–¿Misas? ¿Confesiones?
–Claro, los humanos devotos iban los domingos a misa, que era una suerte de reunión en donde los feligreses concurrían para escuchar lo que este humano impartía como única verdad. Y la creían, ciegos. Luego se metían con el sacerdote en un pequeño recinto de madera y, a modo de confesión, le contaban todo lo mal que se habían portado en la semana. El sacerdote imponía una penitencia dependiendo del grado de maldad de los pecados cometidos, que iban desde un padrenuestro y un avemaría, a cientos de ellos.
–¿Y eso qué es?
–¿Qué cosa?
–Eso, lo del padrenuestro, lo del avemaría…
–Ah, sí; eran plegarias. Los humanos debían arrodillarse en un taburete y recitar estas oraciones de memoria con las manitos juntas y la cabeza gacha – explicó Vitraux –. No conozco tanto y no puedo determinar cómo calificaban estos sacerdotes cuán viles eran esos pecados, pero se me ocurre que un humano iba y le decía al sacerdote, por poner un ejemplo, que el miércoles había dicho una mala palabra, entonces el sacerdote lo penaba con un avemaría – determinó Vitraux –. En cambio si el tipo iba y le confesaba que había robado un banco, el humano se tenía que comer flor de garrón, arrodillado, rezando miles de padrenuestros y avemarías…– ilustró Vitraux –. ¿Se imagina cómo les quedarían las rodillas? – Boutique, escéptico, se echó para atrás con la cara toda arrugada de indignación.
–¿Y qué ventaja tenía hacer semejante cosa?
–Que el humano se sentía limpio, que podía arrancar una nueva semana sin culpas, total, si cometía algún error, el domingo asistía a misa, se confesaba con el sacerdote y listo.
–¡Perfecto! – ironizó Boutique, completamente encolerizado.
–Sí, pero no termina ahí la cosa – amenazó Vitraux.
–Qué… ¿Hay más?
–Sí – dijo el gran maestro con el gesto adusto –. El sacerdote, para tomar esos votos de fe, debía hacer un sacrificio enorme, sobre todo para demostrar a la humanidad la fortaleza de su creencia, pregonando que nada en el mundo era más importante, y ese era el motivo por el cual los humanos creyeron este disparate.
–¿Qué sacrificios debía hacer el sacerdote? – se preguntó Boutique asustado, agarrándose nuevamente las pelotas.
–Debía desechar tener una vida normal como cualquier otro humano. No podía tener hijos, no podía mantener relaciones sexuales, no podía tener una pareja – Boutique se quedó helado. Y se soltó las pelotas.
–Pero, maestro, disculpe que lo interrumpa, ¿cómo hacía con sus necesidades fisiológicas naturales? Porque las ganas de tener relaciones sexuales no se pueden reprimir. Bah, nosotros no podemos… ¿Los humanos podían hacer eso? – preguntó Boutique, visiblemente admirado por esa poderosa virtud del ser humano.
–Por supuesto que no. ¿Cómo podrían reprimir el deseo sexual? Somos seres vivos, humanos, marcianos o plutonianos. Es la semilla de la vida, es lo que hace que existamos, nuestros genes luchan porque nos propaguemos – le explicó Vitraux, como si su alumno no lo supiera.
–¿Y entonces? – preguntó Boutique, preocupado.
–Y entonces vivían en una sofisticada hipocresía, masturbándose por las noches en la más completa soledad. Y cuando el deseo no podía ser calmado con una simple masturbación recurrían desesperados a lo que tenían más a mano.
–¿Y qué tenían a mano?
–Humanitos – señaló Vitraux –. Cuando el deseo los superaba, estos sacerdotes se volvían realmente locos por la falta de sexo carnal, entonces cualquier ser que les pasaba cerca era visto apetitosamente por ellos, y comenzaron a violar a sus propios alumnos.
–¿Cómo violar? ¿Qué es eso?
–Tener sexo por la fuerza con alguien que no está dispuesto a entregarse sexualmente a otro – explicó Vitraux –. Y los sacerdotes lo llevaban a cabo sin problemas. No eran enjuiciados, no eran encarcelados por crímenes, no pagaban impuestos. Eran los dueños de la verdad más absoluta. Como “secretarios” de ese Dios en el que creía la humanidad. Y había que confiar plenamente en ellos, entonces la gran mayoría de los sacerdotes se aprovechaban de su libertad para hacer lo que se les ocurriera. Era un mundo muy enfermo y muy hipócrita – sentenció Vitraux.
–Pero, maestro… Quizás estos sacerdotes creían en esta infamia como el resto de los humanos – Boutique trató de encontrar una explicación –. Quizás vivían vidas angustiosas, llenas de culpa por su comportamiento, por su falta de compromiso con la promesa de no tener sexo…– contempló Boutique – Es probable que usted los esté demonizando y sólo fueran una pieza más en este absurdo rompecabezas, siendo tan víctimas como el resto de la humanidad…– los defendió. Y Vitraux se sonrió.
–Vea, coronel, para que lo entienda mejor. La gran mayoría cometía estos actos de pedofilia esporádicamente, pero cuando un sacerdote se volvía realmente loco y comenzaba a violar a sus alumnos a mansalva, el problema no se podía tapar mucho tiempo, no se podía ocultar – explicó el gran maestro –, porque no eran dos o tres humanitos violados que quizás nunca los denunciarían por temor o vergüenza, sino que eran ochenta, noventa o cien, entonces el caso llegaba al Vaticano y los cardenales, o incluso el Papa mismo, determinaban ocultar al sacerdote “enviciado” en algún convento, para protegerlo y cuidarlo hasta el día de su muerte, siendo servido como un rey por las monjas que habitaban el convento en lugar de ir preso.
–¿Cómo los cardenales? ¿Los pájaros tomaban decisiones? – preguntó Boutique, alarmado.
–Los cardenales eran sacerdotes con alto rango, como el general Apotheke o como usted. Un sacerdote era como un capitán. Un cardenal, como un coronel. Y un Papa, como un general, un mandamás, un líder absoluto. Los pesos pesados vivían todos juntos en el Vaticano, y desde esa ciudad atrincherada en el medio de Roma determinaban la vida de sus devotos feligreses y seguían de cerca estos casos de pedofilia para ver cuál era el momento oportuno de separar a este sacerdote de la escuela o iglesia que presidía para no hacer espamento.
–¿Pero cómo puede ser posible semejante barbaridad?
–Toda esta mentira se desarrolló hace más de 2.200 años con la supuesta llegada de un niño al que su madre dio a luz sin necesidad de que su padre la fecunde – Boutique hizo cara de mal olor –. La madre de este niño, según esta habladuría, había quedado preñada por obra de un espíritu bondadoso que le impuso el embarazo. Y de ahí viene el complejo rechazo que le tenían al sexo. El sexo era visto como algo feo, sucio y malo, sólo se debía tener sexo en el caso de pretender engendrar un retoño, de lo contrario no estaba permitido tener relaciones – le explicó Vitraux –. Y de ahí viene aquel problema que le mencioné tiempo atrás cuando le comenté de la mortandad en África, donde los niños morían de SIDA. Esta enfermedad podría haber sido frenada y erradicada con la sencilla aceptación de la iglesia al preservativo.
–¿Y eso qué es?
–El preservativo fue un invento muy útil para proteger a los humanos de posibles contagios de enfermedades venéreas por mantener relaciones sexuales ocasionales con diferentes parejas – le contó Vitraux –. Pero como la iglesia repudiaba el acto sexual libre, nunca reconoció el uso de preservativos, y los pobres del mundo morían como moscas – sentenció–. En lugar de educar, atender y brindar cobijo, que eran las premisas fundamentales de estas creencias, se dedicaban a la hipocresía, a la protección de violadores, a la mentira, a la opresión de los pueblos.
–¿¡Pero por qué ocurría semejante cosa!?
–Por la desinformación, por la falta de conocimientos, por la pobreza, por la dominación – detalló Vitraux –. Y eso no es lo peor, lo más escandaloso de todo esto es que la iglesia cristiana tenía un poder económico que quizás haya sido más fuerte que el de los banqueros mismos. Pero nunca jamás utilizó su dinero para desahogar la desesperante miseria que vivía la mayor parte del planeta. Para que lo entienda mejor, las iglesias “base” estaban en el Vaticano, en Italia, donde gobernaba el Papa, el más poderoso de los sacerdotes – Vitraux continuó con esa tenebrosa historia –. En estas iglesias, todo estaba bañado en oro, diamantes, rubíes, mármol de Carrara… El lujo que ostentaban esos edificios era implacable.
–¿Pero cómo puede ser que los pobres no hayan advertido que los estaban cagando? – insistió Boutique, incrédulo.
–Por el cuentito del infierno y el cielo – respondió Vitraux – Si te portás bien y no molestás, el cielo es tuyo. Si en cambio te pones a investigar dónde está la mentira o increpás a algún sacerdote o pedís explicaciones complicadas, te vas derechito al infierno, así que no jodas y cállate. Y andá a trabajar…– ironizó Vitraux.
Boutique se quedó pasmado; no podía creer lo que el gran maestro le contaba; realmente suponía que Vitraux tenía esa información contaminada por algún factor extraño; era imposible que eso fuera verdad. Se quedó un rato largo mirando su cuaderno con una impotencia nunca antes experimentada mientras el maestro se acomodaba para dormir una siesta en el tiempo que restaba de viaje, doblando una de sus batas y transformándola en una práctica y cómoda almohada, apoyándola en la parte alta del respaldo de su butaca. Boutique intentó imitarlo pero no logró conciliar el sueño. Estuvo largo rato debatiendo dentro suyo todo lo que había escuchado. No lo creía (no lo quería creer).
Cuando el viejo despertó notó que Boutique tenía el semblante raro otra vez. A Vitraux no le gustaba verlo tan derrotado. De tanto en tanto le apoyaba su mano en el hombro, comprensivo, pero Boutique no se reponía, estaba muy enojado, esa era la expresión en su rostro: enojo. Y esa actitud en su alumno le trajo recuerdos de la época en que él mismo conoció por primera vez esas historias. Y lo comprendió de inmediato. Al menos a Boutique no le había dado por llorar días enteros sin conseguir consuelo. Mientras sólo le diera rabia o indignación no sería tan perjudicial para su salud.



Capítulos XVIII y XIX





El nuevo coronel apareció por las puertas de entrada del restaurante y levantó el ojo en busca de su mesa. Apotheke estaba sentado en un sillón debatiendo cosas con el gran maestro cuando vio entrar a Boutique y se levantó de un salto, llamando la atención visual del resto de los comensales.
–Amigos, silencio por favor, quiero darles una noticia – dijo Apotheke tintineando una copita a los demás marcianos que se encontraban en el recinto en sus respectivas reuniones. Todos callaron de golpe – A partir del día de hoy, el capitán Boutique ha sido ascendido a coronel, ha demostrado que ama lo que está haciendo más que cualquier otro, por lo que decidí su ascenso y lo he designado jefe de la exploración en Rosario. Démosle un caluroso aplauso ya que se lo merece – terminó y comenzó a aplaudir aparatosamente para avivar al resto, que lo acompañó de inmediato en el aplauso. Todos se pusieron de pie para vitorear a Boutique, y Boutique sintió que le iba a explotar el pecho de la emoción. El general lo miró y le hizo señas con una mano para que se acercara a su mesa mientras con la otra palmeaba el lugar donde debería sentarse. Boutique saludó con la cabeza al resto de las mesas y enfiló hacia Apotheke. Lo saludó respetuoso y luego le dio un fuerte apretón de manos a Vitraux, que hizo un gesto de dolor.
–Gracias, general, realmente no sé qué decir…– dijo Boutique, abochornado.
–No diga nada. Siéntese y disfrute – le dijo Apotheke, y Boutique se sentó y disfrutó.
–¿Qué va a comer? – le preguntó Apotheke – Acá carótidas no hay…– se disculpó.
–No sé, estoy un poco revolucionado con todo esto. Lo que usted coma para mí estará bien.
–Perfecto – dijo el general levantando su mano derecha para que se acerque el maître.
–Buenas noches – saludó el maître, respetuoso, apretando con ambas manos una carpetita negra contra su abdomen y haciendo una reverencia –. ¿Los marcianos van a pedir? – consultó.
–Sí, tráiganos unos escalopes de rumenigge – dijo Apotheke pensativo, con un dedo en el labio inferior mirando hacia arriba. Vitraux hizo cara de asco. Apotheke le apoyó una mano en la rodilla y lo miró, consultante, pero el maestro hizo un ademán de aceptación, mostrando que había hecho una broma.
–Muy bien – anotó el maître –. ¿Y de tomar? – preguntó.
–No sé…– dudó Apotheke –. ¿Todos toman naranjada? – consultó mirando a sus invitados. Boutique puso cara de disconformidad y Vitraux lo acompañó con el gesto de desagrado –. Pidan ustedes lo que quieran, a mí me da igual – se desentendió el general.
–Con el coronel preferimos tomar una botella de vino…– se disculpó Vitraux, con una mano en el pecho –. Debés entender que no podemos dejar pasar un momento tan importante para el amigo acá presente tomando naranjada…– lo retó. Apotheke hizo una mueca de desentendimiento moviendo sus hombros hacia arriba.
–Si me permite, le puedo ofrecer una sugerencia – se animó el maître, viendo que ambos estaban con ganas de buen vino.
–Cómo no – aceptó Vitraux.
–Tenemos una botella de Telefunken, cosecha 48, que es muy recomendable – ofertó el maître haciéndose el gran conocedor. Vitraux y Boutique se miraron y encogieron de hombros haciendo una U invertida con sus labios.
–De acuerdo, tráiganos una de esas – ordenó Vitraux.
–¿Los escalopes con qué los van a acompañar? – consultó el maître y los tres se miraron, escudriñándose.
–¿Puré? – votó el general. Boutique y el maestro asintieron. El maître se alejó haciendo una reverencia respetuosa.
Apotheke se tiró para atrás, apoyándose cómodo en el respaldo del sillón y se cruzó de piernas a duras penas mientras le seguía dando sin parar a la cazuelita de rodetes que ofrecía el salón como tentempié. Terminó de masticar y miró fijo a Boutique, que estaba observando el lugar con las manos entrelazadas apoyadas en sus rodillas.
–¿Le puedo hacer una pregunta?
–Cómo no – dijo Boutique volviendo de sus inescrutables pensamientos.
–¿Qué conclusión saca de todo esto?
–Es muy prematuro todavía…– lo interrumpió Vitraux, alzándose aparatoso para agarrar un rodete. Apotheke se los estaba devorando.
–¿Por qué? – se indignó el gordo encogiendo los hombros.
–Recién empieza, debe tener un matete en la cabeza…– lo disculpó Vitraux.
–No, maestro, le agradezco su preocupación, pero realmente me gustaría mucho disertar sobre este tema – dijo Boutique utilizando un vocabulario más digno de un coronel.
–Bien, lo escucho – Apotheke lo miró desafiante y Boutique resopló, tomándose un minuto para pensar.
–No entiendo. No entiendo cómo ocurrió lo que ocurrió, en primer lugar – comenzó Boutique – Estos humanos tenían un planeta envidiable, con unos recursos fenomenales y con un clima perfecto – sentenció –. Considero bastante ridículo el final. No me explico… No sólo el tema de la contaminación, sino tampoco entiendo cómo fue que se embarcaron en esa desastrosa forma de vida que los llevó a distanciarse de los valores más indispensables que puede tener un ser vivo – Boutique se explayaba con cuidado –. El tema del dinero es realmente sorprendente, ¿cómo llegaron a eso? ¿cómo lograron…? – no encontraba la palabra correcta – ¿domesticar? a la gran mayoría de los humanos para vivir en las condiciones deplorables en que vivían. Cómo esos humanos, carentes de las más mínimas condiciones de bienestar, permitían que unos pocos vivieran vidas exageradamente cómodas. ¿Para qué necesitaban esos pocos humanos esas vidas cómodas? ¿Cómo podían conciliar el sueño por las noches?, sabiendo que otros humanos, la gran mayoría, pasaban hambre y tenían sus necesidades básicas incompletas – dijo Boutique mirando la cazuelita vacía de rodetes, absorto. Apotheke le echó un vistazo al viejo, que le devolvió una mirada de resignación.
–Eso mismo pensaba yo cuando comencé – le confesó con el gesto serio –. No hay excusas para lo que ocurrió. No puede venir un humano que revivamos a explicarme nada porque no lo voy a entender, y supongo que él tampoco encontrará las palabras justas para defenderse. Es muy descabellado todo. Muy delirante – sentenció Apotheke, relojeando la cazuelita vacía y cabeceando enérgico buscando al maître para pedirle otra.
–Los humanos fueron acorralados, muy lentamente, con mucha inteligencia y mucha constancia – se metió el viejo mirando a su alumno con ternura – “El hábito es el más grande adormecedor”, dijo alguna vez un humano llamado Beckett.
–Como las drogas de las que hablamos, como el cigarrillo – apuntó Boutique. Vitraux se sonrió complaciente mientras Apotheke miraba al maestro, exaltado.
–Padre, este muchacho se las trae…– señaló el general y Vitraux lo retó con la mirada, no quería que Boutique se sintiera superior, su inocencia era la mejor herramienta y su voracidad de conocimientos era óptima; debían dejarlo pensar sin darle demasiada importancia a lo que decía. Apotheke calló. Y el viejo volvió a mirar a su discípulo.
–Interesante pensamiento: como las drogas – repitió apasionado –. Es una teoría que nos ronda desde hace tiempo al no encontrar una respuesta valedera a lo que sucedió. Es probable que hayan supuesto que las cosas eran así, por estar “habituados” a eso y así había que tomarlas, sin ponerse a cuestionar nada de lo que ocurría a su alrededor – señaló Vitraux –. Como si hubieran estado drogados por alcanzar ese bienestar inalcanzable y nunca hubieran advertido que jamás lo conseguirían – Vitraux hizo un silencio y repitió asintiendo con la cabeza – Como las drogas…
La charla continuó por horas mientras comían los escalopes con puré y tomaban vino y naranjada entre debates iracundos sobre la raza humana, luego se despidieron y se fueron cada uno a su camarote. Boutique caminó por los pasillos de la base con la gorra en una mano y la mirada perdida en el piso, estaba medio borracho y la cabeza le iba a mil, no podía parar de pensar en todo lo que estaba aprendiendo. El día siguiente iba a ser muy importante para él, aterrizando en el planeta con el cargo de coronel. Debía descansar.


Capítulo XIX

Boutique no podía seguir un minuto más en esa cama, le dolía la cabeza como si tuviera clavada un hacha en la frente, no había resultado bueno el Telefunken ese al fin y al cabo. Se dio una ducha, se puso su nuevo uniforme y fue al bar a tomar el desayuno, pero aún no había nadie ordenando pedidos, eran las 5:30. Con la ansiedad que tenía por empezar ese nuevo día no había advertido la absurda hora que era. Eligió una mesa junto a la pared de vidrio que daba al pasillo distribuidor de la base y se puso a hojear unas revistas argentinas que habían recolectado en aquel camping de Santa Rosa, todas referidas a la pesca, extraño deporte en donde el humano debía luchar contra un pez con una mínima vara que portaba en uno de sus extremo un hilol secreto estaba en dominar dicho animal con la vara más pequeña y fina posible para luego sacarle una foto y devolverlo al agua con la boca rota por el gancho filoso que se encontraba en el extremo del cordel, que se clavaba destrozándole la trucha al inocente pez que lo mordiese suponiendo un exquisito manjar. Una cosa de locos. En la tapa de la revista había un humano adulto con un gorrito naranja sonriendo como un pavote mientras sostenía un enorme pez con sus antebrazos – Se ve que pesa bastante…– pensó mientras pasaba las hojas con desgano.
Desde la barra, un nuevo marciano que se encargaba del bar se acercaba a su mesa para tomar el pedido.
–Buen día, coronel – lo saludó el reemplazo de Bufete con mucha cara de dormido.
–Buen día, perdón por la hora…– se disculpó Boutique.
–No hay problema, señor. Es mi turno.
–¿Y? ¿Te gusta?
–No me molesta. Es una etapa más antes de poder encarar algo serio – dijo el marciano apoyándose con el codo en una silla, con el repasador en la otra mano mirando con desinterés la ventana que daba al pasillo.
–¿Cómo te llamás?
–Mosaico – dijo escueto.
–Yo soy Boutique.
–Encantado, señor – lo saludó con respeto. Boutique lo miró calculando la edad.
–¿Cuántos años tenés?
–Treinta, señor.
–Ah, sos pibe todavía…
–Sí, todavía me falta…– se lamentó sin tener claro qué iba a hacer en el futuro cuando regresaran a Marte, o cuando madurara, y para ninguna de las dos cosas faltaba mucho.
–¿Y qué te gusta?
–Me llevo bien con la ingeniería. Me siento cómodo con eso. Pero todavía tengo que ver… Ya estoy haciendo algunas cosas… La verdad, siento que es lo mío – le dijo con seguridad.
–Bueno pero no te apresures, tenés tiempo todavía.
–Sí, por supuesto – dijo el joven, pero se notaba que estaba un poco preocupado por su futuro –. ¿Va a desayunar? – le preguntó.
–Sí, por favor – dijo Boutique con las manos entrelazadas, mirando al joven con admiración –, ¿qué hay?
–Hoy le puedo ofrecer panqueques de ardiles o virulanas, hay saladas y dulces – lo convidó moviendo la cabeza hacia ambos lados, separando en el aire las “saladas” de las “dulces”. Boutique hizo cara de saciado.
–Los panqueques están bien – pidió el nuevo coronel, descartando las virulanas, le caían pesadas.
–¿Y de tomar?
–Café con leche – ordenó.
–Con permiso – Mosaico se retiró bajando la cabeza, respetuoso.
–Vaya nomás – Boutique también lo saludó con respeto.
Boutique desayunó despacio, mojando los panqueques en el café y disfrutando cada bocado como si fuera el último con el ojo perdido en la pared del bar, pensando. Pero a las 6:30 ya no tenía más nada que hacer ahí y se le había dormido el culo de tanto estar sentado. Se le ocurrió pasar por la habitación del viejo, quién sabe el maestro ya estaba despierto. Se paró de golpe y las rodillas le demostraron que no es bueno estar sentado en una silla tan incómoda tanto tiempo, y el culo también se quejó, disparando sin rumbo cientos de miles de hormigas enloquecidas. Hizo una mueca de dolor y saludó con una mano a Mosaico, que le devolvió el saludo desde atrás de la barra mientras la limpiaba con un trapo. Caminó por los pasillos con alguna dificultad hasta que se le fue pasando el hormigueo; de a poco las hormiguitas volvían a su hogar. Todavía no andaba nadie por el lugar. Se sintió un idiota despertándose tan temprano. Llegó al camarote del viejo y apoyó su oreja en la puerta, se escuchaba música. Golpeó despacio y volvió a poner la oreja en la puerta, escuchó que Vitraux bajaba el volumen y se retiró un paso hacia atrás, esperando. El maestro abrió la puerta y lo miró fastidiado. Boutique se avergonzó, no imaginó que el viejo podría molestarse.
–¿Qué hace despierto a esta hora, coronel? – le preguntó, iracundo, con las manos abiertas a cada lado de la cintura.
–Disculpe, maestro, es que estoy un poco ansioso con el día de hoy…– se atajó Boutique. Vitraux abrió la puerta de par en par y se corrió para dejarlo pasar – Gracias, perdóneme – dijo mientras atravesaba la puerta.
–Pase, pase…– dijo el viejo, comprensivo.
–Hace más de una hora que estoy despierto, me fui al bar a desayunar pero ya tenía las patas entumecidas de estar ahí – detalló Boutique – ¿Estaba escuchando música? Por eso golpeé. Me tomé el atrevimiento de escuchar tras la puerta si usted estaba haciendo algún ruido – se confesó –, de lo contrario no hubiera golpeado – Vitraux se fue caminando dándole la espalda hacia un aparador en donde tenía un extraño aparato.
–Esto es de lo que le hablé – Vitraux le señaló la máquina con desgano.
–¿Señor? – preguntó su alumno, desconcertado.
–El aparato de música de estos humanos – aclaró Vitraux – Este me lo dio Brunette, lo trajo de su recorrido por tierras brasileñas ¿Recuerda que se lo mencioné?
–Cómo no, maestro, lo recuerdo – Boutique, intrigado, quería ver los discos.
–Pero no hay mucha información, es toda basura…– dijo el viejo, desanimado – Espero que ahora podamos recolectar más música. Esto que consiguió Brunette no es bueno – Vitraux le mostró tres extraños y pequeños platos espejados, Boutique se acercó a verlos: “Os Paralamas do Sucesso – Big Bang” decía uno de los inquietantes platitos, otro decía “Os Mutantes – Mutantes ao vivo”, y el tercero rezaba “Xuxa – Luz no meu caminho”.
–Ese es terrible…– advirtió Vitraux señalando asqueado el platito que decía Xuxa. Los otros dos más o menos zafan, pero muy más o menos – dijo haciendo cara de buena voluntad – Pero ese… Diga usted que no está permitido destruir evidencia, porque sino… ya lo hubiera descartado al espacio exterior.
Boutique se quedó mirando los platitos mientras el viejo puso el de “Os Paralamas” para escucharlos un rato. A Boutique le gustó bastante, aunque Vitraux le señalaba que todavía no había escuchado nada. Se quedaron juntos hasta la hora de partir. Boutique lo ayudó con sus bagajes y caminaron por los pasillos rumbo a la nueva nave. En quince minutos debían reportarse en la zona de despegue para atender las órdenes del general Apotheke.

Capítulos XV, XVI y XVII





Una vez abajo se encontró con sus compañeros y comenzaron a succionar ceniza con rumbo este. Luego de dos horas más de vaciado terminaron de una vez por todas con la plaza. Ya la odiaba: sólo banquitos, vereda, montículos de tierra; nada interesante para su ojo ávido de descubrimiento. Hacia la derecha del camino que diseñaron desde el correo encontraron una calle, la cruzaron y enseguida se toparon con una columna de mármol negro, mármol negro con vetas de color verde oscuro. La limpiaron y descubrieron por completo. Era muy alta; aproximadamente a la altura de la frente de Boutique nacían dos gordas columnas gemelas de cemento, pegadas una a la otra. Sobre las columnas, que según el reloj del aspirador medían más de seis metros de alto, encontraron las estatuas de dos niños humanos desnudos y con alitas de ave en las espaldas que sostenían enfrentados un gigantesco plato con un escudo en su interior. Boutique le pasó la mano por la cara a una de las estatuas. Tenía los ojos ahuecados y era bastante rechoncho. Miró a su compañero que estaba justo debajo de sus pies observando con dificultad hacia arriba mientras recibía una lluvia constante de ceniza en el ojo y se apresuró a terminar. Arriba de los humanitos alados, un inmenso triángulo de concreto se erigía sobre los niños, albergando a dos humanas adultas en la misma posición que los niños-ave, y sostenían un escrito inmenso de piedra que decía: 


RE NA
DEL
S S
ROSARIO
RUEGA POR 
NOSOTROS

Ambas mujeres contaban también con extrañas alas en sus espaldas, alas enormes. Boutique bajó por el otro par de columnas continuando con la extracción de ceniza hasta el nivel inicial. Limpiaron todo el interior que custodiaban aquellas columnas y descubrieron una galería enorme que los invitaba a ingresar con ocho grandes escalones que conducían al interior. Sobre un costado, apoyado contra una de las bases de mármol negro, un esqueleto les rogaba algo sentado con su culo en el piso y una mano extendida hacia ellos apoyada en su rodilla, con gesto desesperado. – Todos los esqueletos tienen gesto desesperado – pensó Boutique, aunque este en particular tenía algo raro, parecía más desesperado que el resto de los esqueletos con los que ya se había topado, lo observó un rato y luego negó con la cabeza, desestimando esa estúpida ocurrencia. Y subió los escalones.
La galería a la que no lograban encontrarle el techo les daba la bienvenida con una magnífica puerta de madera, Boutique apoyó su mano en un desproporcionado manijón redondo y lo presionó para entrar pero Beckenbauer lo tomó del brazo haciéndole señas que ya era hora de irse. Boutique lo miró, miró la puerta, la abrió un poco y metió la cabeza dentro. Con su linterna-vincha dio un vistazo apurado. El lugar era inmenso y estaba libre de cenizas, pero había muchos cadáveres. Boutique tenía ganas de seguir pero sabía que no lo iba a disfrutar haciendo una recorrida rápida, así que cerró la puerta y enfiló hacia el ducto para salir a la superficie. Al día siguiente tendrían más tiempo para explorar.



Capítulo XVI


Cuando llegó a la nave y vio a Bôite organizándose para zarpar se quedó duro, fue al camarote y también el viejo estaba acomodando todo. Se había olvidado que les tocaba volver a la base. Salió enfurecido de la cabina, no podía creer que le tocara irse habiendo hecho justo contacto con otro edificio importante. Se acercó a la nave de Beckenbauer y llamó a la puerta. Bandoneón le abrió con un delantal; estaba cocinando. Y parecía un pelotudo.
–¿Qué pasa? – preguntó Bandoneón con cara de ama de casa, batiendo algo en un bol, apoyado en el marco de la puerta.
–Nada, necesito un favor – dijo Boutique serio. Bandoneón lo miró extrañado.
–Pasá.
–Permiso – le dijo Boutique corriéndolo, un poco desconsiderado. Y Bandoneón se corrió, amable, aunque en realidad no le quedó otra. De no apartarse ambos hubieran terminado en el suelo. Beckenbauer estaba tirado en su vaina leyendo un manual de reparación del sistema de refrigeración de la nave.
–¿Qué querés? – le dijo, haciéndose el molesto.
–Nada, mañana me tengo que ir – Boutique tenía la cara desolada.
–¿Y? – no entendió Beckenbauer. Bandoneón batía en el bol ese menjunje con el ojo bien abierto, mirando a uno y a otro.
–Que no quiero perderme lo que encontramos hoy…– le suplicó. Beckenbauer hizo una mueca de incredulidad.
–¡No rompas las pelotas! ¿Qué te vas a perder?
–No lo sé. No quiero perderme nada. Te pido por favor que me esperes, que si debes continuar ahí abajo arranques para otro lado. Estoy seguro de que tiene que ver con un tema que estoy tratando con el viejo ahora y me gustaría ser testigo de las cosas – se explicó Boutique –. La vez anterior me fui a hacer el service y cuando volví ya habían desmantelado todo el camping ese… Me gustaría estar cuando entremos, que entremos todos juntos, ¿puede ser? – Boutique le imploraba con el ojo angustiado a su amigo de una manera imposible de rechazar. Beckenbauer miró a Bandoneón, que seguía batiendo el menjunje y este, advirtiendo que lo hacía partícipe del intríngulis, lo fulminó con la mirada y se dio vuelta encogiéndose de hombros y yéndose a la cocina con cara de “a mí no me metas”. Beckenbauer volvió a mirar a su amigo consintiéndolo y respiró hondo.
–Por favor te lo pido, te lo pido como amigo – concluyó Boutique, visiblemente compungido. Beckenbauer hizo un largo silencio.
–Bueno, bueno, como si me importara tanto… No te preocupes, mañana le hacemos un service a la perforadora.
–Gracias, hermano, ¡te quiero mucho! – le dijo Boutique y se abalanzó sobre él para abrazarlo. Beckenbauer se atajó pero fue inútil, Boutique se le tiró encima y ambos cayeron al suelo.
–¡Bueno, basta! ¡¿Qué van a pensar?! – dijo Beckenbauer sonrojado.
–Tu jermu está en la cocina, no nos ve – lo cargó Boutique, haciéndose el afeminado, le había vuelto la alegría al cuerpo.
–Andá querés, que ya comemos nosotros…– Beckenbauer lo hechó amablemente mientras se levantaba del piso.
Boutique se acercó a Bandoneón que estaba de espaldas y le zampó un beso en el cuello haciendo que casi se le cayera el bol de las manos. Saludó con una sonrisa a Beckenbauer, que ya había retomado su lectura en la vaina, y saltó de la nave. Ahora estaba más tranquilo. Imaginó la misma situación con Brunette colaborando y le subió un frío por la espalda. Había tenido mucha suerte con el grupo de trabajo que le había tocado.
Cuando volvió a su nave, Bôite le reclamó que estaba haciendo todo solo, que qué esperaba para ayudarlo y Boutique se apresuró a asistirlo con ganas. Se sentaron en la sala de mandos, se calzaron los auriculares e iniciaron el despegue. El piloto automático tomó las riendas de la conducción rumbo a la base y ambos se fueron a dormir.



Capítulo XII

6:17 la nave los despertó avisando que debían comandarla para ingresar en la base. Boutique se levantó y se calzó los comandos dejando dormir al viejo y Bôite media hora más. Estacionó acatando las órdenes de los guiadores y se fue al baño mientras Vitraux salía de su camarote arrastrando la valija rumbo a la puerta y en su paso golpeaba a Bôite, que lo miraba enfurecido.
–Dale que tenemos reunión con el general – lo apuró Boutique.
–No me rompas las pelotas. Andá vos, yo me quedo durmiendo un rato más – le dijo Bôite –. Y después me voy a pasear por ahí. Ya estoy cansado de tantos informes y clases y exploraciones – sentenció –. Me tomo el día de service de descanso – Boutique lo miró comprensivo. Sabía que su amigo no estaba tan enganchado con este trabajo.
–Como quieras – le dijo, dándole una palmada en la rodilla.
Boutique bajó de la nave, se tomó de la cintura estirándose para descontracturar sus trabados huesos por el viaje y enfiló raudo para el pasillo rumbo a la oficina del general. No quería llegar tarde. Crayón lo recibió con un beso y lo hizo pasar con gran amabilidad. Era atractiva al fin y al cabo. Quizás no la había visto bien antes, o puede que en realidad se estuviera sintiendo un poco excitado. Hacía un montón que no tenía contacto con su novia. Ahora que la veía bien Crayón no estaba nada mal. No estaba nada mal en absoluto. 
Cuando Apotheke lo vio entrar se levantó de inmediato a recibirlo con alegría. Boutique se sentía incómodo con el trato que le estaban dando. Lo hacían sentir más importante de lo que realmente era.
–Pase, capitán, por favor – lo invitó Apotheke, pomposo.
–Permiso – dijo Boutique con pudor. Apotheke lo miró sorprendido –. ¿Por qué será tan tímido este muchacho? – pensó.
–¡Vamos, amigo! – lo retó – ¡Suéltese! – Boutique hizo una sonrisa nerviosa y Apotheke lo agarró del brazo y lo hizo sentarse, acompañándolo como si se tratase de un ciego –. ¿Y? – lo consultó inquieto.
–¿Señor?
–¡¿Qué le pareció Rosario?!
–Linda…– dijo Boutique con cara alegre, como cantando las palabras.
–¿Linda? – se ofuscó Apotheke con una mueca como si hubiera olido algo feo.
–Sí, señor, muy linda ciudad – confirmó Boutique, que seguía con esa cara embelesada de chevalier recién nacido.
–¡Pero si todavía no vio nada! – se indignó Apotheke, haciendo que Boutique se despertase de su estúpida ensoñación.
–Perdón, señor, tiene usted razón – dijo con la cara repuesta y mirando al general al ojo –. Me refiero a lo poco que vi, me gustó mucho. Las construcciones son imponentes, los techos altísimos, los espacios generan eco.
–Capitán, usted ingresó a Rosario por un edificio llamado Correo. Junto con las iglesias, los lugares de enseñanza católicos y los edificios de justicia, son las construcciones más imponentes, antiguas y mejor edificadas de la ciudad. Ya le va a tocar ingresar en una vivienda común y verá que no tiene nada que envidiarle a las nuestras – le explicó Apotheke.
–¿Iglesias? – consultó Boutique.
–Iglesias, ¿Vitraux todavía no le habló de la religión? – preguntó Apotheke temeroso.
–No, mi general. Estábamos por dar precisamente esa materia cuando descubrí otra edificación importante y tuve que regresar a la base por el service semanal – le indicó Boutique, mostrando disconformidad en su cara.
–Y qué… ¿se quería quedar?
–¿La verdad? Sí, mi general, estoy muy entusiasmado con todo esto. No pensé que iba a interesarme tanto la vida de estos seres. Ayer cuando finalmente dejé de rodear unas columnas como un arácnido desconcertado logré dar con otra soberbia construcción y justo en el preciso instante en que consigo descubrir el ingreso se termina el turno y me vuelvo a la nave con la esperanza de continuar al día siguiente…– le explicó Boutique –. Cuando llego y los veo a Bôite y Vitraux organizando la partida…, me quería matar – Apotheke lo miró, reflexivo.
–¿Tanto lo atrapó la historia?
–Sí, mi general, es muy apasionante – se confesó Boutique – En realidad, no sé si apasionante es la palabra correcta para describir lo que siento…
–¿Cuál sería la correcta? – lo indagó Apotheke. Boutique se quedó un instante en silencio intentando encontrarla.
–No lo sé, mi general, es una mezcla de indignación, tristeza, impotencia – señaló Boutique negando con la cabeza con el ojo mirando el piso, jugueteando con las manos aferradas sobre su regazo – Apotheke se levantó y se quedó de espaldas a Boutique, pensando con la mirada perdida en su biblioteca personal. Los dos quedaron en silencio un buen rato, absortos. 
–Lástima – dijo el general, escueto, y Boutique levantó su mirada. Apotheke giró y caminó junto a su capitán –. Lástima – repitió –. Hace muchos años que estudiamos el comportamiento de esta extraña raza y hasta ahora jamás hemos entendido por qué razón nunca lograron despegarse del dinero, ese terrible flagelo que los consumió – se confesó Apotheke. Boutique asintió con la cabeza y volvió a mirar el suelo.
–Sí, mi general, es lo que más me perturba – Boutique lo miró con el ojo enrojecido y acuoso.
–Si el tema le interesa tanto como veo puedo subirlo de rango y puede dirigir toda la exploración rosarina – le ofreció Apotheke con cara de pícaro, tratando de sacar a su capitán de esa angustia que se había hecho carne en él. Boutique lo miró entre asustado, extrañado y eufórico. Ya le había cambiado la cara.
–¿De verdad? – preguntó ansioso –. ¿Usted haría eso?
–¿Por qué no? Es muy bueno en su trabajo, está apasionado con el tema, tiene un hambre de conocimientos que pocas veces vi…– hizo un silencio mirándo fijo a Boutique –. ¿Quién sería mejor que usted en el puesto? – Boutique se levantó y lo abrazó con fuerza; el general trató de separarse pero fue en vano, terminó dándole suaves palmadas en la espalda mirando hacia arriba como una abuela que contiene a un nietito que acaba de darse un feo golpe y llora desconsolado en su regazo. Luego Boutique se dio cuenta de que se le había ido la mano y, mirando el piso, se volvió a sentar. Tenía la respiración acelerada. Apotheke se protegió detrás de su escritorio sentándose en su sillón, temeroso de otro ataque de amor y ambos hicieron un tenso y prolongado momento de silencio.
–Sería un honor, mi general. Realmente estoy sorprendido y no quepo dentro mío de la alegría que me da escuchar su propuesta – se confesó Boutique, visiblemente conmocionado por el ofrecimiento. Apotheke se apoyó con sus regordetes codos en el escritorio y entrelazó sus infladas manos inclinándose un poco para adelante.
–Mañana parte con una nueva nave hacia la zona de exploración en compañía del gran maestro. Tomará clases de historia y dirigirá la investigación completa. Cada hallazgo que hagan sus exploradores deberán informárselo a usted, y usted luego me dará el reporte. Tendremos reuniones usted y yo cada quince días; una vez viene usted, una vez voy yo – dijo Apotheke.
–Pero, ¿qué hacemos con mi compañero? – se preocupó Boutique.
–Su colega tiene el mismo interés en descubrir esta ciudad que cualquier otro explorador – señaló Apotheke –. Continuará haciendo sus tareas en la nave 037 junto con un colaborador a designar – dijo el general abriendo la carpeta para buscar algún reemplazo. Boutique se asustó. Bôite no iba a tomar como una gracia su ascenso ya que se quedaría solo. Si encima le encajaban un compañero que no fuera de su agrado, iba a haber problemas.
–¿Me permite elegir, mi general? – preguntó Boutique temiendo propasarse. Apotheke lo miró sorprendido.
–Adelante – le dijo extendiéndole la carpeta con los nombres. Boutique la tomó con sus manos y comenzó a leer el listado señalándo el renglón que iba leyendo con el dedo índice que le salía del pecho.
–¿Y? ¿Encontró algo? – le preguntó. Boutique lo miró, volvió a releer la lista y no le quedaron dudas.
–Bufete me parece el más indicado – le dijo, cerrando la carpeta y depositándola en el escritorio.
–¿Bufete? Ni sé quién es…– dijo Apotheke, escéptico.
–Se llevan bien, eso es lo importante. Como usted bien dice, Bôite está haciendo esto sólo por colaborar con la causa. No está atrapado con la historia. Si no le ubicamos un colaborador con el que tenga una relación de amistad, la labor se convertirá en una molestia para él y para todos los que estemos trabajando – sentenció Boutique. Apotheke lo miró complaciente y se levantó.
–Tiene usted razón, capitán – le dijo, y de inmediato se corrigió – Perdóneme, lo bajé de rango, coronel…– se retractó guiñándole su ojo y extendiéndole la mano. Boutique se levantó extasiado, completamente superado por la situación. Y apretó la mano del general.
–Muchas gracias, mi general. No se va a arrepentir. Lo prometo.
–Lo sé – dijo Apotheke – Ahora vaya a descansar que mañana tiene un gran día. Comuníquele a su compañero la nueva disposición y a la noche se viene a comer conmigo y con Vitraux – le ordenó –. Ya aviso que preparen su nueva nave.
–Gracias, mi general. En verdad estoy un poco abombado con la noticia.
–Por eso, vaya a acostarse un rato, así se recupera del shock.
Boutique se fue de la oficina de Apotheke realmente mareado. No podía creer que hubiese sido ascendido a coronel. – ¿Yo? ¿Coronel? – pensó. Había llegado al planeta Tierra como el más común de todos los exploradores, buscando retribuir a su pueblo como le correspondía a un macho joven. Nunca jamás hubiera imaginado que volvería a Marte ascendido y con todo un abanico de posibilidades de estudio en el que jamás se hubiera interesado de no haber viajado a la Tierra. Se metió en el bar y vio a Bufete de espaldas que, apoyado en la barra, tomaba nota de unos pedidos de las mesas cuatro y treinta y ocho. Se acercó y le apoyó una mano en el hombro, clavándole el dedo índice que le salía del pecho en la espalda.
–Quedate quieto o te rasco – lo amenazó. Bufete levantó ambas manos y se dio vuelta, y ni bien vio a su amigo se fundieron en un abrazo.
–¡¿Cómo estás?! – exclamó, extrañado de ver a Boutique en su lugar de trabajo.
–Bien. Ascendido – dijo Boutique atónito. Bufete lo miró con respeto y se hizo una venia de esas que había visto en las películas terrestres que pasaban en la pantalla gigante de la sala de ocio.
–Pará, boludo, no hagas bardo que no quiero que se entere nadie todavía. No quiero que me rompan las pelotas – le suplicó Boutique – Mañana temprano salís en mi reemplazo con Bôite. Te vas a explorar con él – le ordenó serio. Bufete se lo quedó mirando.
–Como mandes… Ya estaba un poco cansado de esta labor. Me viene bien cambiar un poco de aire…
–Me tengo que ir. Ya lo sabés, mañana te quiero a las tres en la sala de despegue. Salen temprano, así duermen en el viaje – Boutique daba órdenes, impetuoso; le sentaba bien su nuevo rango.
–Cómo no, coronel, ya me voy al camarote – dijo Bufete, haciéndose el grumete lamebotas. Boutique miró el reloj que había en el bar. Ya eran las diez de la noche, hora de Rosario. Debía apresurarse.
Se metió en su camarote y se bañó. Mientras enjuagaba sus partes pudendas, escuchó que la puerta de su habitación se abría y miró por el espejo del baño que le reflejaba la entrada de su cuarto. Era un ordenanza joven que le traía su nuevo uniforme. Le agradeció desde la ducha y salió apurado mojando el piso para ver su nuevo morlaco. Era espléndido, de color negro absoluto con dos líneas transversales blanco fosforescente en el lado izquierdo de su pecho. Y nada más, el resto del equipo era de uso general, todos utilizaban las mismas máscaras, las mismas botas, los mismos guantes y los mismos respiradores. Se lo puso. Le quedaba impecable. Se quedó un rato largo mirándose en el espejo y haciendo poses ridículas cuando la puerta se abrió y entró nuevamente el ordenanza con su flamante gorra. Boutique hizo como que acomodaba algo en su uniforme, temiendo que lo hubiese enganchado haciendo monerías. Y lo había enganchado, sólo que se hacía el pelotudo.
–Acá se la dejo. Está recién bordada – le indicó el maestranza.
–Gracias – le dijo Boutique –. Puede retirarse.
El joven se fue haciendo una reverencia y cerró la puerta. Boutique abrió el paquete y sacó su nueva gorra de coronel, negra, con sus respectivas barras paralelas blanco fosforescente a cada lado y las iniciales CB en el frente: Coronel Boutique. Se la calzó en la cabeza y se miró al espejo poniéndose de costado. Se volvió a inspeccionar el uniforme acariciando hacia abajo ambos lados del morlaco y levantó el mentón. Se veía estupendo. 
En los pasillos todos lo miraban extrañados. Boutique caminaba imperturbable a ver a su amigo para luego asistir a la cena con Apotheke y Vitraux, saludando con cortesía a quienes le brindaban una sonrisa. Llegó a su nave, su vieja nave. Los mecánicos que limpiaban las turbinas ni se dieron cuenta que era él y siguieron con su trabajo. Entró y vio a Bôite que estaba buscando algo en la repisa detrás de su vaina.
–Capitán, ¿qué hace? – le dijo Boutique con tono grave y adusto. Bôite, del susto, se pegó la cabeza contra el tirante que sostenía la vaina y se dio vuelta dolorido.
–¿Qué hacés así vestido, paparulo? – lo retó.
–Más respeto, capitán, está hablando con su coronel a cargo – le dijo Boutique haciéndose el poderoso. Bôite se acercó y le olió el traje. Lo miró al ojo, le acarició las bandas blancas de coronel que tenía en el pecho y lo volvió a mirar.
–¿Qué quiere decir esto?
–¡Me ascendieron! – le dijo Boutique con una alegría que le explotaba en la cara. Bôite lo midió con el ojo tratando de enganchar la trampa – ¡En serio! ¡Fui a hablar con el general y el tipo me ascendió!
–¿En serio? – repitió Bôite como un pavote.
–Posta – le confirmó Boutique y Bôite se le tiró encima, abrazándolo fuerte, Boutique intentó separarse, pero fue en vano.
–¡Pará, nabo!, que me vas a arrugar el uniforme – se lamentó Boutique, planchándose el inmaculado morlaco con las manos.
–¡Ay! ¡Cuidado! – lo cargó Bôite amagando abrazarlo nuevamente.
–No, en serio, bobo. Tengo una cena con el general y tengo que estar bien…– le explicó Boutique.
Bôite no entendía nada pero estaba realmente contento por el logro de su amigo. Boutique le contó con lujo de detalles todo lo que pasó en la reunión, de la explicación que le dio Apotheke del por qué de la designación. Bôite lo escuchaba apoyado contra la mesa de observaciones de la nave con los brazos cruzados y una sonrisa enorme. Estaba muy feliz. También le explicó que en adelante debería explorar con Bufete. A Bôite le encantó la idea, y se lo agradeció. Se abrazaron largo. A Boutique se le cayeron un par de lágrimas que quiso ocultar, pero sin conseguirlo. Bôite las sintió en su hombro y lo consolaba acariciándole la nuca. Boutique se despegó de su amigo apretándole los hombros en un gesto de agradecimiento y partió rumbo a la cena con Apotheke. Bôite se quedó mirando un punto fijo en la sala de mandos de la nave, enajenado, muy conforme con la designación de su amigo.