domingo, 12 de mayo de 2013

Capítulo L




Capítulo L


El comunicador personal de Boutique comenzó a vibrar en su cintura, sacudiéndolo de un susto. Se había entre dormido y los refuerzos estaban en la entrada del garage esperando directivas. Boutique les indicó cómo ingresar y por dónde subir hasta el nivel 5 y los esperó, sentado dentro del Torino 380 W.
–Coronel, nos mandó a llamar.
–Sí, capitán, necesitamos sacar este vehículo de aquí – dijo Boutique saliendo de adentro de la cabina.
–¿Señor?
–Señor ¿qué? – se agitó Boutique –. Este vehículo, este vehículo debemos llevarlo arriba – Boutique señaló primero el vehículo y luego el cielo, impaciente; no entendía qué era tan difícil de interpretar de lo que les había ordenado. Ambos exploradores se miraron intrigados.
–Perdón, señor, pero ¿cómo pretende que saquemos esto de acá? – insistió su subordinado señalando en todas direcciones, incrédulo.
–No lo sé, pero debemos encontrar la manera – ordenó Boutique cerrando la puerta del Torino.
Caminó hacia el pasillo y miró a ambos lados. Intentar retirarlo por las rampas de acceso era imposible, lo destruirían. Lo más práctico era hacer un hueco en la pared reticulada por donde ingresaban esos alfileres punzantes de luz y extraerlo colgando de alguna nave. El Torino estaba en el lado opuesto al frente del edificio, pero con retirar el vehículo que obstaculizaba el paso hacia la pared era suficiente. Se acercó al automóvil en cuestión y lo contempló un instante mientras llegaban más exploradores trazando zarpazos de luz con sus linternas-vincha como espadachines alcoholizados. El vehículo enfrentado al Torino era un Logan, de color rojo oscuro, bastante horripilante; daba asco de sólo verlo. Boutique se acercó a la pared y la palpó con sus manos. Se dio vuelta y ordenó a sus exploradores hacer un hueco del piso al techo, de cinco metros de ancho y llamó por el comunicador a Bôite para que preparara su nave y traiga sogas resistentes.
Los exploradores comenzaron a derribar la pared mientras Boutique convocaba más operarios. Quería retirar el Torino ese mismo día. Se formaron cuatro grupos “demoledores” mientras en la calle se aseguraba el perímetro para que nadie saliera lastimado por la imprevista caída de material de construcción. En una hora lograron abrir el boquete. Boutique salió al aire libre dando órdenes estrictas de no tocar el vehículo seleccionado y voló fuera del piletón en busca de Bôite, que no daba señales de vida. Desde el aire vio a su amigo recogiendo todo tipo de sogas junto con Beckenbauer, que lo ayudaba con la nave en marcha, ya estaba saliendo. Se sumó a ellos y volaron el estrecho tramo que los distanciaba del garaje Apolo. Bôite aterrizó sobre el techo del edificio y se dispusieron a anudar las sogas a las patas de la nave soltándolas por el frente del garage; como autómatas, ingresaron por el boquete y anudaron el Logan pasando las correas entre las ruedas. Los demás operarios miraban atónitos la expeditiva manera de trabajar del coronel y entendieron de inmediato el porqué de su rango.
Una vez afirmado el vehículo, Bôite volvió a su nave y la elevó con cuidado ubicándola sobre la calle, intentando mantener su posición, y comenzó a ascender despacio. Las sogas pasaron de estar flojas y recostadas en el suelo a elevarse, señalando ofuscadas el boquete por donde ingresaba la luz del sol e invitando al Logan a partir, finalmente, de aquel sarcófago. Y el Logan comenzó a moverse con lentitud hacia la luz. A medida que se acercaba al agujero dejaba ver su diseño: era una bazofia absurda de muy mal gusto; distaba mucho de la personalidad avasallante que tenía el Torino. Sus ruedas traseras quedaron suspendidas en el aire cuando todo su feo culo cuadrado salió del edificio. Abajo, varios exploradores observaban expectantes lo que sucedía en el nivel 5 de la construcción. Bôite continuó ascendiendo con gran prudencia para extraer el vehículo ya que, una vez que lograra retirarlo completo, se iba a zarandear peligrosamente debajo suyo haciéndolo desestabilizar.
El Logan ya tenía casi todo el cuerpo fuera del edificio. Sólo faltaban las ruedas delanteras, que continuaban luchando en vano por aferrarse al piso como si se tratase de las manos de alguien que es tironeado de las patas hacia un lugar al que no quiere ir. Una vez liberado, el horrible ejemplar se hamacó suspendido en el aire con gran destreza hacia la vereda de enfrente y, mientras todos disfrutaban su danza con entusiasmo, una de las sogas cedió, mal atada, y la bazofia se descolgó y cayó a la calle dando por terminada su danza majestuosa. Y haciéndose pedazos en el suelo.
Boutique decidió sacar más vehículos hasta tener claro cuál era la mejor manera de extraerlo. No debía ocurrir eso con el Torino. No se lo permitiría.
Extrajeron varios ejemplares más y ninguno calló al vacío. Bôite los descolgaba del edificio con gran osadía y cada vehículo que sacaba lo instruía más en la labor. Ya era un experto y estaba listo para dar el gran paso. Boutique seleccionó el triple de sogas y cosió el Torino por todos lados. Luego unió todas las puntas sobre el techo y, una vez asegurado, le dio la orden a su amigo para que lo extrajera. Bôite, bastante nervioso, comenzó a elevarse con mucho cuidado, como quien debe levantarse de una silla sin despertar a un temible y gigantesco monstruo come-marcianos que duerme a escasos metros un sueño muy liviano. El Torino comenzó su lento caminó hacia la luz mientras sus cuatro ruedas desinfladas giraban toscas y en silencio hacia la libertad. Boutique controlaba todo caminando a un costado del automóvil. Las ruedas traseras ya amenazaban con lanzarse al vacío y Boutique apoyó su mano en el techo del Torino, como pidiéndole cautela en su loco salto. Miró hacia arriba y encontró la mirada de Bôite por la ventana de la nave. – Dale – le dijo por el comunicador con un vaivén de cabeza; y Bôite comenzó a elevarse muy despacio con un temor nunca antes experimentado. El Torino se alzó unos centímetros haciendo que sus ruedas traseras se despegaran del suelo y salió escupido hacia fuera antes de lo previsto, como enjabonado, llevándose de regalo a Boutique que había quedado aferrado a una de las sogas y que no alcanzó a soltar.
Lo que menos necesitaba Bôite era ver cómo su amigo salía despedido por el boquete hacia el vacío a un costado de un vehículo de carreras terrestre, pero logró mantener la calma y se elevó raudo rumbo a la zona de aparque fuera del piletón; no podía detenerse. El traje de Boutique advirtió la caída una vez más y encendió sus propulsores para nivelarlo y sostenerlo cuando aún faltaban cuatro metros para el impacto. Todos los exploradores vieron con qué velocidad logró estabilizarse y seguir a la nave de su amigo. Y volvieron a entender el porqué de su rango.
Bôite depositó con exagerada cautela el Torino a unos metros de la tienda de su amigo y luego aterrizó su nave lo más lejos que le permitieron las sogas atadas a sus pies. Esperó a Boutique que ya se acercaba y lo desataron, mientras el Torino brillaba a la luz del sol, presentándose en sociedad. Ya liberado, Boutique le pasó un trapo y se metió en la carpa con una sonrisa tan grande que le hacía doler las comisuras de los labios, resecas por el exasperante clima del planeta.
–Maestro, tiene que salir un segundo; quiero mostrarle algo…– le dijo Boutique con suavidad parado a los pies de la cama.
–¿Qué encontró ahora? – preguntó el viejo, entusiasmado.
–Tiene que venir conmigo – insistió extendiéndole la mano para ayudarlo a incorporarse.
Vitraux se aferró al coronel con interés y se levantó. Boutique no lo soltó y lo sacó de la carpa de la mano presentándole el hallazgo, que reflejaba la luz del sol encegueciendo al maestro. Boutique lo tomó del brazo y lo acercó al vehículo mientras el maestro asimilaba con gran confusión lo que estaba contemplando su ojo. Y miraba a Boutique, y miraba el vehículo. Y miraba a Boutique, y miraba el vehículo. Sin parar.
–Me está jodiendo, coronel…– atinó a decir, pasmado.
–No – le respondió Boutique, escueto.
–¿De donde sacó esto? – preguntó estupefacto. A Boutique le dieron ganas de gritarle: ¡De la farmacia! ¡De Mr Otto Collection!, pero se contuvo.
–De un gran garaje con cientos de automóviles guardados.
–No lo puedo creer…– reconoció Vitraux, sin encontrar palabras.
–Estaba tapado por una manta – le explicó Boutique –. Diga usted que se me ocurrió destaparlo, por simple curiosidad. No entendía por qué razón iba a haber un vehículo tapado con una manta – continuó recreando la escena –, porque de lo contrario no lo hubiera advertido.
–Usted no tiene idea que es esto…– señaló Vitraux con el ojo humedecido por la emoción.
–Un Torino 380 W – dijo Boutique señalando el vehículo y mostrándole la foto en el listado que tenía en la mano.
–No, querido…– lo disculpó. Boutique lo miró estupefacto –. Es “el” Torino – enfatizó Vitraux.
–¿Cómo “el” Torino? – preguntó Boutique dejando caer sus brazos a ambos lados de la cintura, desconcertado.
–¡Es uno de los Torino que compitieron en 1969 en Nürburgring en “Le Marathon de le Route”! – exclamó emocionado.
–¿Y eso qué es? – Boutique comenzaba con sus estúpidas preguntas.
–¡Las 84 horas de Nürburgring! – gritó el maestro, rodeando el ejemplar. Boutique se encogió de hombros sin entender mientras el viejo caminaba alrededor del vehículo, contemplándolo con regocijo. Boutique le abrió la puerta del acompañate y lo hizo sentar para seguir dialogando dentro.
–¿Dónde lo encontró? – volvió a preguntar Vitraux, hipnotizado por el volante y el tablero del automóvil.
–Ya le dije, maestro, en un garaje…– resopló Boutique, cansado de repetir lo mismo. Parecía que el viejo se había vuelto loco.
–Usted no tiene idea lo que encontró…– continuó repitiendo el libreto como un poseso.
–La verdad que no – insistió Boutique –. Es más, mire lo que me atrevo a decirle – señaló y el maestro lo miró con atención por primera vez en el día –, lo más probable es que si no me cuenta de una vez por todas qué es lo que encontré, es altamente posible que nunca lo sepa – terminó, con gran ironía, haciendo que el maestro despertase de su estúpida enajenación.
–Tiene razón, coronel, perdóneme…– se disculpó Vitraux, apoyándole una mano en la rodilla –. Es que es un gran hallazgo, quizás sea el mayor hallazgo que usted haya hecho – señaló –. Realmente no creo que lo supere – desafió –. No creo que nadie encuentre nada más importante – aseveró.
–Soy todo oídos – insistió Boutique con gran ansiedad.
–El Torino es un vehículo argentino…– comenzó el maestro.
–Como tantos otros – lo interrumpió el coronel.
–Error – lo frenó Vitraux –. El Torino es un vehículo diseñado en Argentina, inventado por argentinos, fue creado por argentinos. Los otros vehículos que se fabricaban en el país eran copias de diseños de otras partes del mundo. El Torino no, el Torino fue concebido acá – le explicó, presionándose la rodilla con el dedo índice.
–Comprendo.
–En 1969 se corrió una carrera muy difícil en Europa en donde competían todas las marcas más importantes del mundo.
–¿Por ejemplo?
–Mercedes Benz, BMW, Porsche, Ford – enumeró Vitraux –, todos autos de alta gama, en su mayoría europeos, extremadamente costosos, marcas con muchísimos años de experiencia, vehículos que marcaron época en ese deporte tan atrapante que era el automovilismo – lo interiorizó el maestro.
–Entiendo – dijo Boutique con la mirada perdida en el vidrio del Torino, imaginando el escenario que le pintaba el maestro.
–Un grupo de mecánicos argentinos que tenía acceso a aquellos inalcanzables autos europeos se dieron cuenta de que el Torino no tenía nada que envidiarle en cuanto a mecánica a aquellos pedantes y poderosos autos alemanes.
–Ajá.
–Entonces de la mano de Juan Manuel Fangio y Oreste Berta se encaminaron a participar en esa sacrificada carrera con tres Torino, dirigidos por Fangio y preparados por Berta.
–¿Y quién es Fangio y quién es Berta? Empecemos por ahí…– lo frenó Boutique tratando de que el viejo le explicara todo con lujo de detalles.
–Tiene razón – se disculpó Vitraux –. Fangio fue el más grande piloto de automovilismo de todos los tiempos, reconocido mundialmente y nacido acá, en Argentina – le aclaró volviéndo a los golpecitos iracundos en la rodilla –. Y Berta fue uno de los mecánicos más importantes de vehículos de competición que vio este mundo, también argentino.
–Comprendo.
–Entonces se juntaron y prepararon una presentación en aquella carrera con tres Torino y diez pilotos.
–¿Y para qué tantos pilotos?
–Porque la prueba era sin parar, en el circuito de carreras más difícil del mundo; ochenta y cuatro horas sin detenerse. Entonces los pilotos debían reemplazarse, para poder descansar e ir al baño.
–¿Sin parar para nada? – se asombró Boutique.
–Sólo para abastecerse de combustible.
–¡Qué bárbaro!
–Entonces “La misión argentina”, como se la denominó, viajó a aquellas lejanas tierras a competir en un circuito desconocido tanto por los pilotos como por las máquinas; en una carrera extenuante, tanto para los pilotos como para las máquinas; luchando contra máquinas y pilotos en teoría muy superiores, con muchísima más experiencia, que conocían ese circuito como si fuese su propia casa.
–Unos ilusos…– aportó Boutique, ya inmerso en la historia.
–Unos ilusos – repitió el maestro aprobando la frase del coronel.
–¿Y cómo les fue?
–Al principio, cuando llegaron, los demás concursantes se burlaban de ellos, señalando que con esas máquinas no iban a conseguir siquiera llegar últimos, que abandonarían, que no podrían tomar las curvas a gran velocidad, que eran máquinas muy pesadas en comparación con las europeas – continuó Vitraux.
–Y los Torino estaban en franca desventaja – aportó Butique asimilando la brecha entre los argentinos y los europeos en aquella competencia.
–Exacto, pero para sorpresa del mundo entero, comenzó la carrera y los tres Torino inmediatamente la lideraron.
–¿En serio? – preguntó Boutique, descreído.
–En serio. Durante más de la mitad de la competencia, los Torino no podían ser superados – aseveró el maestro –, y entonces los europeos comenzaron a mirarlos con respeto, entendiendo que habían subestimado a los argentinos inexpertos.
–¿Y qué ocurrió?
–Uno de los Torino, en plena noche, tuvo un desperfecto en sus faros dejando al piloto ciego sin señalarle el camino, en un circuito de una longitud superior a los veinte kilómetros con más de ciento ochenta curvas y contra curvas.
–Y tuvo que abandonar…– lo interrumpió Boutique.
–Sí, pero no inmediatamente…– le aclaró Vitraux –. Intentó conducir el tramo que le quedaba hasta el taller para arreglar el problema, manejando de memoria en una oscuridad total, a gran velocidad. Por un momento lo consiguió, para su propia sorpresa, pero luego entró en una curva un poco pasado y destruyó la parte de debajo de la máquina dejándola sin chances de continuar – Vitraux describió la escena –. Era el Torino número 1.
–Increíble… ¿Condujo sin ver?– descreyó Boutique.
–Así es – confirmó el maestro –. Luego la máquina número 2 – dijo señalando el tablero del Torino en el que estaban sentados – también se despistó, por una fuerte tormenta que se desató en el circuito a mitad de la carrera, quedando enterrada en una zanja para siempre; y quedó sólo la 3, que en un primer momento la habían llevado como repuesto y que al final decidieron hacerla competir.
–¿Y entonces? – Boutique estaba ansioso.
–La número 3 arrancó con algunos problemas en el escape de emisión de gases, la temperatura elevada lo rajó y comenzó a hacer un poco más de ruido que el permitido por los directores del certamen.
–¿Y lo descalificaron? – se alarmó Boutique.
–No, el piloto se detuvo en el taller para recarga de combustible y se llevó de incógnito algo de alambre y una manta de amianto; luego se detuvo en un lugar alejado y cubrió el escape con ese material para impedir que sobrepase los decibeles permitidos – le explicó Vitraux –. Finalmente no lo consiguió y entonces lo penalizaron descontándole como veinte vueltas al finalizar la competencia y relegándolo al cuarto puesto, cuando no sólo hacía rato que venía primero sino que ya le había sacado más de cuatro vueltas al segundo – culminó la historia el maestro –. Aunque más allá de las penalizaciones y esas cosas, los demás competidores y el público que había asistido, en el fondo, sabían quiénes habían ganado la competencia.
–Los Torino – dijo Boutique.
–Los Torino – repitió el viejo con nostalgia y orgullo.
–Sin la experiencia con que contaban los demás – reconoció Boutique, animado.
–Sin la experiencia, lejos de casa, sin el respaldo económico que tenía el resto de los competidores…– enumeró el maestro –. Fue una proeza nunca más igualada por nadie en el mundo – Boutique se quedó en silencio un instante.
–Quiero encenderlo – dijo mirando al maestro, entusiasmado.
–Es imposible, coronel – desestimó Vitraux –. Debemos llevarlo a casa, desarmarlo completo y volverlo a armar, lubricarlo, ponerle nafta…– la desilusión dominaba a Boutique –, las cubiertas…– el maestro siguió enumerando miles de detalles incuestionables que debían estar preparados a la hora de poner en marcha el motor. Y Boutique lo sabía.
–Un cachito…– imploró como un niño desencantado.
–No – dijo Vitraux con un tono de voz que no daba lugar a dudas, mientras se estiraba y habría una compuerta que había delante de Boutique, en el tablero, y extraía de adentro unas pequeñas piezas de metal, de poco espesor, anilladas sobre la parte gruesa.
–¿Y eso? – preguntó señalando desconcertado lo que el maestro había sacado de la puertita del tablero con gran naturalidad, como si hubiera sabido desde siempre que aquello estaba ahí dentro.
–Las llaves, coronel – informó escueto –. Con esto se prende el auto – dijo metiéndolas en el bolsillo de su bata y saliendo raudo hacia su carpa. Boutique se sobresaltó y salió también del Torino detrás del maestro.
–Déle, ¿qué le cuesta? ¡Un cachito! – le suplicó Boutique, pero el maestro ni le contestó.
Boutique se quedó mirando colérico como el viejo se metía en la carpa. Era la primera vez que veía al maestro empacarse de esa forma. Se dio vuelta y se sentó en el suelo mirando cómo el sol del atardecer le daba un color dorado a la pintura del Torino, que no demostraba para nada la edad que tenía. Boutique sabía dentro suyo que la espera era innecesaria. Ese Torino no necesitaba de ningún service. Seguro arrancaba al primer intento, pero las cubiertas… eso sería difícil, estaban muy maltrechas y cuarteadas por la sequedad del paso del tiempo. Si quería convencer al maestro primero debía conseguir nuevos neumáticos ¡Y nafta!



martes, 7 de mayo de 2013

Capítulo XLXI







A la mañana siguiente, cuando despertó, los auriculares que tenía en sus oídos tocaban “Confortably Numb” por enésima vez con ese solo de guitarra increíble. Se levantó y salió hacia el piletón a continuar con la exploración. El sol rajaba la ceniza del suelo alrededor de la carpa y la blancura del terreno le enceguecía el ojo, ya maltrecho de tanto resplandor.
Bajó a la peatonal y enfiló rumbo a La Favorita. En el camino se cruzó con varios exploradores que iban en sentido contrario con sus bolsos recolectores flacos de trofeos a encarar el nuevo día. En Sarmiento, el Palacio Fuentes ya estaba todo destapado y confirmaba la corazonada de Boutique: seguía por Santa Fe media cuadra más. En frente, un bar bastante pomposo pregonaba “El Cairo”, con grandes escaparates que mostraban un interior inmenso y lleno de mesas, demasiado plástico, poco acogedor. Siguió caminando por Sarmiento y llegó a una nueva calle denominada “San Lorenzo”, la cruzó. El paredón de ceniza estaba a cincuenta metros y subía deforme hasta la superficie. A la izquierda una imponente mansión de color blanco, bastante desmejorada y a la derecha un extraño edificio sin ventanas pero con un frente reticulado de hormigón eran las últimas edificaciones descubiertas. Le llamó la atención ese edificio sin ventanas. Se acercó hasta el ingreso y prendió su linterna-vincha. La luz iluminó en el fondo una estatua de un humano muy bien formado en pose francamente homosexual, desnudo y con una hoja de árbol tapando justo sus partes pudendas. Entró unos pasos y alumbró el costado izquierdo de la entrada: “Garaje APOLO” decía. La oscuridad comenzaba a abrazarlo y le recordaba a la galería de los discos, aunque imaginó que esta vez iba a ser peor.
Caminó hasta llegar a la estatua. Un largo camino. Sobre la otra pared había un pequeño habitáculo vidriado, con una mesa diminuta que atesoraba un extraño aparato de color amarillo con una botonera. Un cadáver sentado en una silla, al que la muerte lo encontró ahí dentro sin darle espacio para caerse al suelo, quedó sentado para siempre con la cabeza ladeada hacia atrás y la boca abierta hasta límites insospechados, custodiando la entrada al edificio. Boutique se tocó las coyunturas de su mandíbula. Sintió dolor ajeno.
Al fondo, el camino se bifurcaba hacia ambos lados y un cartel en lo alto alertaba: “Circule a paso de hombre”, pero Boutique ni lo intentaría, jamás había podido medir la velocidad que los humanos tomaban al caminar. Eligió el camino a la derecha y se perdió en la oscuridad. El sendero comenzó a elevarse en una subida sin fin. Con dificultad, e inclinando su cuerpo para mantener el equilibrio, llegó al primer nivel. Iluminó un gran pasillo escoltado por una doble fila de vehículos que, sepultados en esa cripta, no verían nunca más la luz del sol. Boutique se acercó a uno y le buscó la marca: “VW Senda”, decía sobre una especie de farol cuadrado; “Fiat Regatta Weekend” anunciaba el automóvil de al lado; “Ford Escort”, se presentaba el siguiente; “VW Polo”, decía otro. Siguió buscando hasta que se terminó el pasillo y se encontró nuevamente con una rampa en espiral que lo invitaba a subir al siguiente nivel. Volvió a inclinar el cuerpo para acostumbrarlo a la incómoda escalada y llegó al nivel 2. Otra vez un pasillo enorme mostraba de manera ostentosa sus trofeos a los costados: decenas de vehículos aparcados esperaban ansiosos que alguien los encendiera y se los llevara de esa opresora cárcel. Había todo tipo de marcas y modelos, pero nada como lo que solicitaban en el listado.
Subió un nivel más, y otro. Y otro. En el nivel 5 la luz del sol entraba por las reticulaciones de hormigón de la pared que daba a la calle, haciendo que cientos de destellos atravesaran el playón lastimando el ojo de Boutique, ya acostumbrado a la tenebrosa oscuridad que reinaba en el lugar. Se tapó con la palma de la mano intentando protegerse y, girando la cabeza hacia el lado opuesto a la pared, vio algo extraño, o al menos inquietante. – ¿Un vehículo tapado? – se preguntó –. ¿Para qué taparían un vehículo con una manta? – se dijo mientras caminaba hacia aquel ridículo envoltorio. Una vez parado en frente del auto-sorpresa se acuclilló para mirar debajo. La linterna-vincha le alumbró unas gruesísimas ruedas desinfladas que el tímido vehículo portaba en sus puntos de apoyo con el suelo. Boutique se acercó y tomó la manta con la punta de los dedos para intentar retirarla, pero estaba cocida a un largo elástico que se escondía dentro de las partes internas de la carrocería, impidiendo sacarla con facilidad. Tomó la tela con ambas manos extendidas al máximo y la destrabó de los pliegues de chapa en donde se había atorado.
Lo primero que vio fueron dos tomas de aire pequeñas, una en cada punta de un faldón de chapa de color amarillo. A los costados, inmediatamente arriba de las tomas de aire, dos suculentos faroles colgaban amenazadores del faldón. El vehículo no contaba con paragolpes, era la primera vez que Boutique veía uno sin protección frontal, y no entendía por qué razón se mantenía en tan perfecto estado. Siguió levantando la manta y una rejilla metálica con más faroles le mostraba los dientes en un gesto furioso. En el centro, un escudo con un animal cuadrúpedo se erigía en sus dos patas traseras, envalentonado, con una corona de tres picos que lo custodiaba desde la parte superior del escudo. A los costados de la rejilla, más faroles. Destapó todo el frente del ejemplar, que tenía pintada la bandera argentina en el medio del cofre que resguardaba el motor. Sólo el frente del automóvil era de color amarillo, como si lo hubieran sumergido de punta unos centímetros en pintura fresca para luego retirarlo. El resto era de color blanco grisáceo, con la bandera argentina partiéndolo al medio desde adelante hacia atrás, viajando por el techo.
Boutique sacudió la manta, que ya estaba casi en su totalidad suelta y ésta se desprendió remontando en el aire con gracia, como en cámara lenta, levantando una importante nube de polvo y descubriendo el tesoro que venía custodiando desde hacía ya un siglo. Boutique se alejó un poco para observar la pieza en detalle, sacó del bolsillo de su morlaco un foco extra y lo depositó en el suelo, alumbrando el ejemplar. El depósito donde se encontraría el motor, tenía unas tomas de aire que miraban hacia el habitáculo. El vidrio que protegía a los conductores tenía una inscripción en la parte superior, a modo de vincha, que decía en grande: RENAULT. Sobre el costado, la puerta de ingreso a la cabina de mandos tenía un gran número “2” de color negro dentro de un círculo del mismo amarillo que estaba pintada la trompa, y cerca de una de las bisagras de apertura anunciaba:

E.R.CANEDO
J. CUPEIRO
G. PERKINS

Y otra vez una bandera argentina en forma de “V” acostada estaba pintada en la continuación del lateral, hacia la cola. Boutique se acercó y apoyó su nariz en el vidrio, espiando dentro, un espléndido volante de madera con tres rayos metálicos que se unían en un escudo circular con el mismo animal de la parrilla del frente tentaban a conducirlo desde dentro de la cabina. En el tablero, siete relojes de distintos tamaños y algunas perillas adornaban un frente de la misma madera que la del volante. Boutique se separó del vehículo y lo rodeó. Un enorme rifle de doble caño como los que había visto en las películas de cowboys salía por un costado debajo de la carrocería apuntándole las patas, amenazante. Boutique se corrió, temeroso. El cofre de la parte trasera estaba atado por una soga en forma de “V” invertida y la bandera argentina culminaba su periplo desde el frente sobre la línea de los faroles traseros. A cada lado de la bandera decía bien grande, en letras celestes: “INDUSTRIA ARGENTINA”. Siguió rodeándolo con el candil en la mano y llegó nuevamente al frente. En el costado inmediato a la trompa, con letras metálicas y en relieve, finalmente leyó:

TORINO 380 W

Boutique se quedó estupefacto, sin entender su suerte. Se acuclilló y con su mano derecha acarició las letras, como quien consuela a un angustiado. Se sentó en el suelo apoyando su espalda contra el vehículo que tenía al lado, contemplando su descubrimiento. 
Se quedó un rato largo disfrutando la pieza encontrada y luego prendió la señal de alarma para que los exploradores que estuviesen cerca lo asistieran. Se levantó y caminó hacia el otro lado. Quería entrar pero no entendía la llave de acceso: una agarradera metálica en donde entraban los cuatro dedos de su mano dejando el pulgar hacia fuera. Intentó abrirla tirando con precaución hacia su lado, pero la puerta no cedía. Luego advirtió un botón en la punta de la agarradera donde su pulgar se recostaba cómodo; parecía puesto a propósito para tener donde dejar ese dedo. Boutique presionó el botón, que se hundió con suavidad hacia dentro. Y la puerta se abrió.
Impresionado por la facilidad con que consiguió abrir el vehículo, dio un paso involuntario hacia atrás y se quedó tieso, mirando la cabina de mandos. Un olor mezcla de madera, cuero, humedad y encierro le abrazó la nariz, tironeándolo hacia dentro. El asiento resopló intolerante al recibir el peso del coronel, forzando una exhalación larga y lenta contenida por décadas. Boutique apoyó sus patas en sendos patines que había al fondo del suelo y tomó el volante con ambas manos.
Nunca jamás en toda su vida se había sentido tan cómodo.