lunes, 3 de junio de 2013

Capítulo LVII





Cuando llegaron a la carpa, Vitraux vio el Torino sin ruedas apoyado sobre unas maderas y se lo señaló al coronel, aprobándolo. Boutique lo tomó de la espalda y lo apuró a ingresar a la tienda; parecía que aquella noche iba a haber una tormenta por cómo soplaba el viento.
–¡Qué tiempo de locos! – exclamó Boutique mientras se refregaba el ojo ardido y lastimado.
–Sí, se ve que esta noche vamos a sacudirnos…– dijo Vitraux desinteresado por el clima, mientras habría uno de los bolsos que había sobre la mesa y vaciaba su contenido.
–Esto le quería preguntar…– le dijo Boutique cuando vio salir del bolso aquellos gruesos lapiceros que los humanos se enchufaban en la nariz con una sonrisa.
–¿Qué me quiere preguntar?
–¿Qué es esto? ¿Para qué sirve? ¿Los humanos se escribían secretos dentro de la nariz? – preguntó Boutique, desconcertado. Vitraux lo miró aterrado un instante y luego explotó de la risa, escupiéndole la cara.
–¡No, coronel!, ¡¿qué pelotudez está diciendo?! – le espetó a duras penas, ya que la risa le impedía hilvanar frases completas.
–¿Y para qué sirve? – se preguntó Boutique un poco sonrojado, sabía que había dicho una estupidez.
–¡Qué se yo para qué sirve! – lo retó el maestro mientras continuaba riendo como un poseído. Boutique comenzaba a avergonzarse más y Vitraux se dio cuenta que debía parar –. ¿A usted le parece lógico lo que acaba de decir? – le dijo tomándole la mano con cariño, intentando hacerlo sentir cómodo.
–Qué se yo, maestro…– se disculpó –. Estos humanos eran tan inteligentes y tan idiotas a la vez… Quizás se guardaban anotados dentro de la nariz los números de cuenta del banco, no sé…– explicó su postura, pero el maestro explotó nuevamente y Boutique ya tenía franca cara de humillado. Vitraux levantó su mano como pidiendo tiempo para reponerse, era imperioso que su alumno no hablara más del asunto. El viejo tomó una de las cajitas y la abrió, sacó el aparatito y un manual de instrucciones y lo extendió sobre la mesa. Boutique se acodó, todo doblado, a leer con el maestro lo que decía el manual.
–Es un afeitador de fosas nasales – dijo Vitraux haciendo extrañas caras con el quevedo clavado en la nariz, acercando y alejando el librito sobre su pecho, parecía que su visión no enfocaba bien. Y Boutique se agarró la nariz, aterrorizado.
–¡Por favor, maestro! ¡Con lo sensible que es esa zona! – exclamó el coronel. Vitraux estaba atónito; él tampoco lo entendía.
–Sí, estoy de acuerdo con usted…– le dijo mientras daba vuelta la caja contenedora, como intentando descubrir otra función más lógica en aquel artilugio.
El afeitador de fosas nasales tenía un capuchón. Estaba concebido de la misma forma que un lapicero, sólo que en la punta en lugar de alojar el bolígrafo tenía un casquete metálico seccionado transversalmente en seis partes. Según anunciaba el manual, aquella promoción venía con un set de pilas de energía de regalo. Vitraux dio vuelta la caja, la sacudió y las pilas cayeron sobre la mesa. Siguió leyendo el manual en busca de indicaciones sobre cómo introducírselas y era muy fácil, sólo había que desenroscarle la punta opuesta y ubicarlas teniendo en cuenta la polaridad. Se miraron con temor, como dos chicos que se están por mandar flor de cagada pero no pueden evitarlo, y le encajaron las pilas. El manual decía que ahora el aparatito estaba listo y sólo restaba prenderlo y enchufárselo en la nariz. Vitraux lo revisó pero no tenía un botón de “encendido” por ningún lado, y se lo extendió a Boutique que, con medio culo apoyado sobre la mesa, esperaba instrucciones en silencio. Lo dio vuelta y se lo puso en el ojo como si fuera un catalejo, intentando descubrir qué es lo que había dentro del casquete, pero no vio nada. Sobre un costado tenía una plaqueta insertada con una elevación en el borde en donde se podía apoyar el dedo pulgar; es más, si uno apoyaba el dedo pulgar ahí entraba justo. Boutique recordó la manija del Torino y presionó sobre la plaqueta, que se deslizó hacia delante y el aparatito se prendió. Ambos se miraron pasmados mientras escuchaban el “Bzzzzzzz” que hacía el afeitador vibrando en la mano del coronel.
–Déle, póngaselo – le ordenó Vitraux, y Boutique lo miró con el ojo que se le salía de la cuenca.
–¡Ni loco! – le dijo extendiéndole el aparatito, que seguía con su “BZzzzzzz” amenazador.
El viejo lo tomó, haciendo una cara de superado que sólo él se creía y, mientras Boutique lo desafiaba con la mirada, se lo acercó a la nariz. El “BZzzzz” se hacía cada vez más estremecedor, pero no podía flaquear delante del coronel; ya estaba condenado a probarlo. No le quedaba otra. Al fin y al cabo no se veían cuchillas, ¿qué daño podría hacerle? Miró al coronel con valentía y, tomando aire, se zampó el afeitador dentro de la nariz.
El “Bzzzzz” cambió de golpe por un intimidante “BZzz ¡CHAC! ¡CRAC! BZzz ¡CRICH! BZzzz”. Boutique se alarmó y tomó del hombro al maestro, preguntándole con la mirada si se encontraba bien. Vitraux levantó su otra mano dando a entender al coronel que no había problemas, aunque no lo demostraba con su ojo, que le lloraba bastante e intentaba cerrársele con movimientos espasmódicos. El ruido que hacía ese aparato desesperante era inconcebible; parecía una pequeña cortadora de pasto. El viejo lo extrajo de su fosa y, poniendo cara de indiferencia, lo metió en la otra. El aparato volvió a zumbar normalmente, pero sólo hasta que ingresó en la fosa “dos”, donde comenzó nuevamente con sus “Bzzz ¡CHAC! ¡CRICH! Bzz ¡TRACK!”. Un instante después Vitraux dejó el afeitador y extrajo del bolsillo de su bata un pañuelo, se cubrió el naso y resopló fuerte para luego extender el trofeo sobre la mesa ante el desagrado del coronel, que miraba su contenido de reojo, lleno de mocos frescos y un sin fin de gruesos pelos cortados, luego lo volvió a doblar en cuatro y lo guardó nuevamente en su bata.
–¿Y? – preguntó Boutique, ávido de información. El viejo tenía un semblante distinto y movía sus fosas nasales, incrédulo. Y no le contestaba – ¡¿Y?! – repitió a los gritos.
–…¡Puedo respirar! – exclamó finalmente, se lo notaba contento.
–¿Antes no podía? – le preguntó Boutique, confundido.
–Sí, coronel. Si no hubiera podido estaría muerto. No sea pelotudo – lo retó –; sólo que es distinto… me entra más aire, no sé… ¡Es distinto! – exclamó victorioso con ambas manos elevadas a cada lado de su cabeza, como agradeciéndole al cielo. Estaba eufórico con su nuevo respirar, y miró al coronel y le extendió el afeitador – Debe probarlo – le ordenó. Boutique se hechó para atrás, negando con todo el cuerpo.
–No, maestro, gracias; déjeme así que estoy bien…–. El viejo lo miró indignado.
–¿Me va a decir que nunca pero nunca le picó la nariz por culpa de esos pelos desatinados que crecen de golpe y comienzan a acariciarle a uno el interior del naso como si se tratara de un mal nacido enanito que con una pequeña plumita nos hace cosquillas ahí dentro? – le espetó Vitraux, iracundo.
Boutique desestimó la pregunta como si nunca le hubiese pasado aunque, paradójicamente, comenzaba a sentir inoportunas cosquillas en la nariz. Parecía a propósito, como cuando uno no puede rascarse porque tiene ambas manos ocupadas o sucias y la nariz o el ojo deciden que es el momento adecuado para romper las pelotas. Ahora debía evitar hacerlo, para no demostrar picazón delante del maestro, pero su nariz, muy descortés, comenzaba lentamente a acrecentar la picazón y a advertirle que si no se la tocaba y acomodaba aquel pelo hijo de puta terminaría gritando de la desesperación, refregándose el naso como un loquito contra una pared, delante de la mirada seguramente pasmada del viejo. Volvió a negar con la cabeza y miró hacia donde se encontraba el bolso, haciéndole ver que el tema había terminado y que continuarían hablando del siguiente objeto recolectado. La nariz le seguía picando. Hundió su cara en el bolso como si se le hubiera perdido algo dentro y, oculto de la vista del viejo, movió sus labios para ambos lados frunciendo la nariz, intentando rascarse sin manos, y no lo consiguió. El maestro bajó con su mano el bolso para poder verle la cara pero no se dio cuenta, Boutique justo había dejado de arrugar el gesto. La nariz le seguía picando. No iba a poder solucionarlo con un simple movimiento de cara, la picazón a esa altura era tal que la única solución era ponerse la palma de la mano abierta apoyada en la nariz y, apretando fuerte contra el rostro, comenzar a hacer rápidos movimientos circulares durante un largo rato. No había otra. Para colmo el viejo no le sacaba el ojo de encima, como si supiera que estaba intentando no rascarse; y lo miraba, y lo miraba, y lo miraba; y la nariz le picaba cada vez más. Otro que se había complotado en su contra conformando una deplorable asociación ilícita con la nariz traidora era el ojo que, al no soportar más la picazón, comenzó a lagrimearle. Y el viejo lo miró con gesto preocupado.
–Coronel… ¿está llorando? – le preguntó poniéndole una mano en el hombro, intranquilo. Boutique miró para abajo, nervioso.
–No, maestro, debe ser un granito de ceniza que me entró en el ojo…– desestimó, mientras metía una mano en el bolso y sacaba uno de los aparatos reproductores que había recolectado – ¿Para qué sirve esto? – Boutique continuaba intentando cambiar el tema de conversación, aunque esta vez lo hizo de manera abrupta, con la voz tensa y finita. La nariz ya no sólo le picaba, lo estaba volviendo loco, y el viejo seguía mirándolo, preocupado.
–Está llorando – señaló el maestro con seguridad.
Boutique, enajenado, mantenía la mirada en el nuevo aparato intentando descifrar qué era, implorando recuperar su cotidiana cara de nada. Quería arrancarse la nariz, tirarla al piso y saltarle repetidas veces encima a los gritos. Ya no le alcanzaba con refregársela violentamente, no; aquella picazón era inaudita, nunca jamás en todos sus años había sentido tantas cosquillas ahí dentro. Miró al maestro con el ojo rojo e inundado por una viscosa capa de lágrimas que no se animaba a rebalsarlo y pestañó, salpicándolo todo; incluso su nariz, que lo menos que necesitaba era que una lágrima le caminara despacito por el costado externo de la fosa que se había encendido en una cruzada por hacerle explotar la cabeza. Y ya no pudo más.
Soltó lo que tenía en la mano, lo revoleó por el aire. Levantó el culo de la mesa de un salto agarrándose la nariz con ambas manos, amasándola, apretándola, girándola para un lado y para el otro; todo a la vez y a una velocidad absurda mientras hacía sonidos guturales de placer orgásmico. El viejo se quedó helado. Parecía que el coronel se estaba masturbando por la nariz. Fue una escena muy desagradable de ver, y muy larga, parecía que no terminaría nunca más de toqueteársela inmerso en esos jadeos desagradables. Pero finalmente se detuvo, en el momento preciso en que el viejo había decidido tomar cartas en el asunto e irse y dejarlo sólo. No soportaba más ser testigo de ese desagradable momento. Ya repuesto, Boutique miró de reojo al viejo, que volvía a acomodarse en su silla viendo que todo había terminado y, avergonzado, le confesó.
–Es que me picaba la nariz…– le dijo, intentando disculparse.
El maestro lo miró con temor y el ojo muy abierto y le extendió el afeitador nasal en silencio. Boutique lo tomó con sus manos, lo prendió y se lo encajó dentro del naso sin pestañar como si hubiera usado ese aparato toda su vida, mientras continuaba rascándose, ahora por dentro, con el casquete que impedía que las cuchilllas entraran en contacto directo con las cavidades nasales.
Con el gesto adusto, el viejo tomó otro aparato del bolso, parecido al que el coronel recién había lanzado por el aire antes del ataque psicótico y lo contempló, pero Boutique estaba en otra, con el ojo en blanco de placer refregándose el interior de su nariz con ese mágico afeitador. Todavía gemía, pero mucho menos que antes.

Capítulo LIV y LIV



Capítulo LIV

Boutique tenía que encontrar cuatro cubiertas para el Torino, y para eso se había levantado aquella mañana. Ya había pasado media jornada y todavía no había siquiera comenzado la búsqueda. Subió a su carpa con el bolso cargado por la mitad, lo dejó sobre la mesa y salió a caminar por el borde del piletón para tener un panorama visual más completo. Quizás desde lo alto podría ver una tienda de cubiertas para vehículos, aunque ya conocía la peatonal como la palma de su mano y de cubiertas no había visto nada. Probablemente encontraría alguna hacia el otro lado, hacia el norte. Nunca había ido para aquella zona y debía intentarlo.
Bajó en la última calle descubierta, denominada “Pueyrredón”, y llamó a Bôite por el comunicador solicitándole ayuda. Bôite arribó enseguida, como era su costumbre, con sus compañeros.
–¿Qué pasa ahora? – le preguntó haciéndose el molesto antes de apoyar ambos pies en tierra firme.
–Tenemos que encontrar una tienda de cubiertas para el Torino – comenzó dándole órdenes como un poseído, muy ansioso –. Vamos a barrer esta zona. Vos y Bufete van a ir de norte a sur y yo me quedó con Beckenbauer y Bandoneón y hacemos este-oeste ¿Te parece?
–¿Y si no me parece? – lo desafió.
–Dale, no seas gil… Dame una mano con esto…– le imploró volviendo al trato habitual que le daba a su amigo. Bôite lo miró resignado y comenzaron a caminar.
Por Pueyrredón, y a pocos metros de Córdoba, encontraron una edificación derrumbada que parecía haber sido víctima de un avasallante bombardeo. Era una tienda enorme, mucho más grande que cualquiera que hubieran visto. Tenía un cartel roto muy grande que anunciaba: “…RREFOUR”.
Bufete se arrimó hasta donde los escombros se lo permitieron y se subió a un gran bloque de cemento que parecía ser una pared tumbada, y lo que vio era tenebroso: cientos de humanos apilados unos encima de otros con bolsas plásticas aferradas a sus manos. Aquellos terrícolas habían encontrado la muerte ahí dentro, pero no por asfixia por respiración de ceniza volcánica; parecían haber muerto aplastados por ellos mismos. Bôite se acercó a su amigo y vio lo que él veía, y se miraron aterrados. Ese escenario tenía aire de saqueo desesperado y de muerte por amontonamiento. Bufete quiso entrar pero Bôite lo tomó de un brazo. Se soltó enérgico y saltó detrás de la pared tumbada rumbo al interior. Bôite negó con la cabeza y lo siguió dando saltitos entre los bloques de cemento como si estuviera cruzando un arroyo y quisiera evitar mojarse. Bufete llegó a donde estaba la pila de humanos. Eran cientos, aplastados y con los ojos chorreados y secos salidos de sus cuencas. En algunos casos los cráneos estaban triturados, como cuando Bandoneón rompía cubitos de hielo dentro de un repasador contra el suelo para preparar alguna bebida alcohólica en las noches que se quedaban hablando al pedo hasta la madrugada. Bôite logró alcanzarlo y volvió a tomarlo del brazo, implorándole que regresara; no había nada ahí dentro que estuviera en condiciones de ser recolectado y el lugar aterrorizaba. Bufete insistió y se subió a una especie de canasto grande con ruedas que estaba boca abajo para contemplar el lugar en puntas de pie. Desde esa altura y estirándose al máximo, podía traspasar con la vista la montaña humana y ver el interior, y lo que vio lo hizo desestabilizar y caer del canasto al suelo, muy cerca de uno de los humanos que estaba debajo de todo de la pila, con sus brazos extendidos y su cabeza ladeada y aplastada a tal punto que parecía un panqueque. Detrás de la montaña de humanos que impedía el acceso al recinto pudo ver el interior de la tienda; enorme, llena de estanterías derribadas con cientos de humanos apilados encima de ellas. Nunca había visto tantos cadáveres juntos. Aquel lugar había estado atiborrado de terrícolas el día final. Bufete se sintió descompuesto de golpe y tuvo ganas de vomitar. Se levantó limpiando sus manos en el morlaco y salió raudamente hacia la calle.
Llegaron a San Lorenzo y nada, ninguna tienda de cubiertas disponible. En aquella zona sólo había residencias. Cuanto más se alejaban de calle Córdoba y de la peatonal menos tiendas encontraban. No le parecía lógico seguir alejándose, pero Boutique le había dicho que peinara el lugar cuadra por cuadra y sólo le faltaba una. No iba a abandonar. Al llegar a la esquina siguiente la tomaría en dirección este y volvería por la paralela, y así sería su mañana, paseando por las cercanías de la peatonal sin apuros.
Boutique, por su parte, llegaba a una doble calle con un camino en el medio lleno de extraños árboles que, sin hojas ni ramas, no dejaban acertar qué eran, transformádose en enormes postes enclavados en el suelo. La ancha calle cruzaba Córdoba y decidió tomarla hacia el lado de Santa Fe. El paseo se llamaba “Bv. Oroño”, pero nada de tiendas de cubiertas para vehículos en esa calle arbolada. Boutique sintió impotencia, se notaba que ese era un lugar sólo de mansiones y grandes edificios. Siguió caminando y cruzó Santa Fe pero tampoco se veía nada por esa zona. De pronto, el comunicador le vibró en la cintura de su morlaco y lo sacó rápido del bolsillo.
–¿Dónde estás? – le preguntó Bôite desde el parlante del aparatito.
–En Bv. Oroño y…– dudó un instante –…San Lorenzo – le contestó Boutique bailoteando en la esquina, parecía un extraviado buscando con la vista los carteles de las calles.
–Sería mejor que vayas arriba y tomes nota de la marca y la medida de cubiertas que necesitás…– le indicó Bôite, dándose aires de consejero.
–¿¡Encontraste!? – le preguntó Boutique, incrédulo.
–Vos traeme esos datos – lo persuadió.
–Dale, boludo… ¡No me jodas! – lo retó Boutique. Beckenbauer miraba atento.
–Sí. La encontré – le dijo finalmente y Boutique dio un salto de alegría con un puño cerrado apuntando al cielo.
–¡Vamos, todavía! – lo alentó – ¿Dónde estás?
–En Urquiza y Pueyrredón. Andá a buscar esos datos porque son todas distintas – subrayó.
–¿Urquiza y Pueyrredón? ¿Dónde es eso? – le preguntó Boutique.
–Es la calle donde nos separamos, sobre el final de la excavación, en la última cuadra descubierta – le ilustró Bôite, cortando la comunicación.
Boutique salió disparado hacia fuera del piletón sin dar ninguna directiva a sus amigos que acompañaban su búsqueda, estaba con la cabeza en otro lado. Beckenbauer y Bandoneón lo siguieron, pero Boutique iba rápido. No lo podían alcanzar. Parecía un chico cuando se ponía así de ansioso. Al salir fuera del piletón lo vieron, estaba tirado en el suelo en cuatro patas anotando vaya uno a saber qué cosa en un papelito mientras leía supuestamente algo en las cubiertas del Torino. Al terminar se levantó enérgico y, dando un rápido giro sobre sus pies, se dispuso a remontar vuelo hacia donde Bôite se encontraba, sólo que el cuerpo de Bandoneón que estaba justo detrás suyo se lo impidió y cayeron ambos al suelo, bastante doloridos; se habían pegado flor de cocazo. Beckenbauer estalló en carcajadas y se tuvo que tirar al piso del dolor de panza que le dio. Bandoneón se agarraba el pómulo, enojado, y Boutique se hacía el pelotudo mientras se ponía de pie y se limpiaba el polvo de ceniza del morlaco mirando para abajo.
–¿Me hacés un favor? – le pidió a Beckenbauer mientras ayudaba a Bandoneón a levantarse del suelo. Estaba tan ansioso y concentrado que no se había dado cuenta de lo que había ocurrido.
–Sí, decime…– dijo Beckenbauer tratando de componer la postura.
–¿Te vas a la base y pedís provisiones? Queda poca agua – le ordenó.
–Bueno, ¿y qué más? – preguntó Beckenbauer sacando un anotador de su morlaco, adrede; sabía que Boutique no quería demorarse más y le encantaba agarrarlo para la joda cuando su amigo estaba en ese estado.
–¡Fijate vos! ¡Lo que haga falta traelo! – le dijo a los gritos mientras se alejaba por el aire. Beckenbauer le hizo una venia respetuosa pero Boutique no lo vio, ya tenía el ojo enfocado hacia la zona donde se encontraba Bôite. Bandoneón seguía masajeándose el pómulo izquierdo, muy adolorido.


Capítulo LV

Boutique bajó donde le indicó Bôite buscándolo un tanto desesperado, y lo vio en la entrada de un gran depósito de color azul oscuro. Sus compañeros habían violentado una puerta de ingreso que tenía el galpón en la esquina y luego habían recogido una enorme persiana enrollable muy parecida a las que tenían en los depósitos de la nave nodriza. Bôite lo esperaba sentado en una especie de cono de cemento de color amarillo que había a cada lado de la entrada al lugar. Bufete estaba sentado en el otro.
Con la cara que le explotaba de alegría, Boutique le dio un largo abrazo a su amigo y Bôite lo apretó fuerte contra su pecho mientras Bufete negaba con la cabeza sin entender el por qué de tanta ebullición emotiva.
–¿Trajiste las medidas? – le preguntó mientras entraban al lugar entusiasmados como dos chicos que están por ingresar en un parque de juegos para pasar el día entero divirtiéndose.
–Acá están – aseveró, extendiéndole un papelito que decía: Dunlop Racing - 7,35’ x 15’ y 7,75’ x 15’.
El lugar tenía sofisticadas máquinas hidráulicas para elevar vehículos, o al menos eso supusieron ya que una de ellas aún sostenía, insobornable, un “Chevy 2” color naranja fuerte a dos metros de altura. Sobre la pared opuesta al ingreso había unas estanterías organizadas de manera muy expeditiva con dos caños redondos puestos paralelos a una distancia estratégica para que los neumáticos que estibaran dentro no se cayeran por el hueco. Para algunas cosas los humanos eran muy superiores. Boutique aprendía cada vez más.
Se pusieron debajo de la fila de neumáticos y Bufete, que había trepado por un costado, comenzó a tirarles cubiertas de distintos tamaños. Ninguna decía en el costado lo que Boutique había traído escrito en el papel. Revisaron por completo el depósito por horas y no hubo caso, no encontraron lo que buscaban y, a medida que pasaba el día, Boutique se iba poniendo cada vez más gris y más malhumorado. Bôite, conociéndolo, guardaba silencio y lo ayudaba a seguir buscando mientras a lo lejos se escuchaba el zumbido de las vaciadoras. Ya era de tarde y la noche no tardaría en llegar.
–¿No querés que traigamos las ruedas acá y las comparamos? Quizás sea un problema de marcas o de modelos…– lo consoló Bôite. Boutique estaba visiblemente derrotado.
–¿Y cómo vamos a hacer eso…? – le dijo con la mirada perdida en la montaña de neumáticos que habían bajado de la estantería.
–Mirá, estamos en una tienda de cubiertas… Nos llevamos las herramientas para extraer los neumáticos y mañana venimos con una pastilla de energía, conectamos estas máquinas y armamos cuatro ruedas mejor que cualquier operario que hubiera trabajado en este depósito…– lo animó. Boutique comenzó a brillar un poco.
–¿Y qué herramientas nos llevamos? – le preguntó, como si esperara que su amigo supiera cuál era la indicada. Bôite se tomó el mentón, pensativo.
–¿Esta? – señaló indeciso un extraño aparato retacón con ruedas metálicas y un brazo en forma de “T” que le salía de una punta.
–¿Y cómo sabés para qué sirve? – le preguntó, incrédulo. Bôite le señaló una foto enorme que había detrás de Boutique en donde un humano con morlaco azul levantaba vehículos con ese aparato.
Boutique se dio vuelta y contempló la foto. Parecía fácil de manejar y la idea de Bôite no estaba errada, se llevarían herramientas fuera del piletón y le sacarían las cubiertas al Torino para luego llevarlas al depósito. No estaba mal. Nada mal. Se acercó a la grotesca máquina y apoyó su peso en el caño en forma de “T” que le salía por una punta, pensativo, pero el caño no lo soportó y cedió hacia abajo, haciéndolo caer al suelo. Por suerte Bufete estaba mirando el aparato y notó que un grueso plato que tenía en la base del lado opuesto se elevó, casi imperceptible, en el momento preciso en que el brazo bajó de golpe ante la caída del coronel. Bôite se agachó a ayudar a su amigo a levantarse y Bufete persiguió a la máquina, que había salido disparada hacia un costado, asustada. Mientras Bôite palmeaba a Boutique verificando que no se hubiera hecho daño, Bufete comenzó a mover de arriba abajo el brazo de acero y pudo ver claramente cómo se elevaba ese disco en la punta opuesta. Llamó a su compañero y le pidió que se parara sobre el disco metálico, Bôite acató la orden apoyando su mano para mantener el equilibrio en el hombro de Boutique, que miraba atónito la escena. Bufete comenzó a subir y bajar el brazo metálico y Bôite se elevaba, despacio, ante la sorpresa de los tres hasta completar un ascenso de al menos cincuenta centímetros. A Bôite le costaba mantener el equilibrio allá arriba, quedándole el hombro de su amigo cada vez más abajo, pero el aparato no subía más. Se quedaron un instante sin saber qué hacer y Bufete descubrió debajo de uno de los lados de la manivela una especie de gatillo. Lo accionó y Bôite descendió todo lo que había ascendido junto con un soplido que hizo el simpático aparato, como si hubiera estado conteniendo la respiración mientras sostenía el peso del extraño ser que se le había subido encima.
–Ahora sabemos cómo levantar el Torino…– señaló Boutique, exaltado.
–¿Y cómo le sacamos las ruedas? – preguntó Bufete y los tres se pusieron de inmediato a buscar más fotos en las paredes.
El lugar estaba plagado de gigantescas fotos de humanas en pelotas que promocionaban todo tipo de accesorios para vehículos: “Amortiguadores”, “Neumáticos”, “Pastillas de freno”; pero por algún motivo extraño, en lugar de exponer el objeto que en realidad ofrecían, mostraban voluptuosas humanas en tetas o directamente en pelotas tapándose la casatta con el adminículo en cuestión. Una, toda aceitada, manchada de grasa y con el gesto duro como si se estuviera cagando, se aferraba a una especie de pistón flaco y largo como si sostuviera con dolor un tremebundo pito erecto que le salía de la entrepierna. En otra foto, otra humana tenía franca cara de sorpresa haciendo un circulito con sus labios enarcando al máximo sus cejas mientras se tapaba el pubis con una pastilla de freno, como si la hubieran agarrado en pelotas contra su voluntad y lo único que hubiera encontrado para taparse fuera aquella pastilla de frenos; una escena delirante por donde se la mire. Se quedaron un rato observando las fotos de las humanas. Ya les empezaban a atraer; al fin y al cabo las razas eran bastante parecidas, sólo el color de piel, el dedo índice que les salía del pecho y la cantidad de ojos y dientes eran disímiles. Y ellos no eran de piedra.
En un rincón del lugar había una máquina con forma rectangular que tenía en la parte posterior un plato metálico con tres pinzas que miraban hacia dentro. Debajo contenía dos cajones y Bôite los abrió para investigar descubriendo un sinnúmero de piecitas pequeñas de plomo con distintos tamaños que aplastaban una especie de manual de instrucciones. Se notaba que era una máquina nueva ya que no estaba rayada y sucia como las demás. Bôite abrió el manual, que era muy austero, tenía sólo dos carillas, pero recreaba en cuatro pasos cómo utilizarla. En el paso uno mostraba la figura de un humano con una cruz grande en su mano introduciéndola en el frente de la cubierta, aún en el vehículo. Bôite miró alrededor y contó al menos ocho de esas cruces metálicas tiradas por el piso y las juntó con el pie mientras seguía leyendo. Boutique y Bufete lo seguían e imitaban sus movimientos. En el paso dos, la figura humana extraía el neumático del vehículo y lo colocaba parado a nivel del suelo sobre un costado de la sofisticada máquina y luego apretaba un pedal que le hacía algo al neumático, despegando los bordes de la llanta. En el paso tres, el humano ponía la cubierta sobre la mesa de la máquina y hacía algo extraño con un hierro fino y largo, pero no se entendía bien qué, mientras el aparato giraba la cubierta sobre el plato contenedor. En el paso cuatro, el humano, con una sonrisa de oreja a oreja, mostraba la cubierta fuera de la llanta.
–Vamos a tener que utilizar este coso para extraer las cubiertas viejas de las llantas. No parece que se puedan sacar de otra manera – señaló Bôite.
–¿Y cómo hacemos con el Torino? – preguntó Boutique preocupado. Sus compañeros lo miraron con cara de incomprensión –. ¿Cómo lo dejamos sin ruedas? – aclaró un poco su pregunta.
–Le ponemos unos tacos de madera debajo – aportó Bufete señalando hacia el fondo del depósito donde se podía observar la escena que él pintaba en vivo y en directo: un vehículo estaba en esas precisas condiciones, sin ruedas y sostenido por cuatro tacos de madera, de los que había decenas diseminados por el lugar.
Salieron del depósito en busca de la nave para llevarse las herramientas. Eran muy pesadas y no podrían cargarlas en los bolsos recolectores. Llegaron arriba, pusieron en marcha la nave de Bôite y volaron de regreso a la gomería, que era su verdadero nombre según anunciaba en un gran letrero sobre las persianas enrollables: “Gomería Raulito”. Bufete bajó primero y abrió las compuertas de los costados para ubicar dentro las piezas que se llevarían prestadas: cuatro levantadores, ocho llaves cruz y doce tacos de madera grandes, y volvieron a la zona de aparque fuera del piletón.
Boutique saltó de la nave de Bôite mientras ésta aún estaba en movimiento y abrió las compuertas. Sacó varias llaves cruz y se acercó al Torino, se sentó en canastita delante de una rueda delantera y comenzó a probar las puntas de la llave. Ninguna coincidía. Tomó otra y tampoco. Y otra. Y otra. Finalmente, y en el momento preciso en que iba a empezar a putear muy enojado, la quinta llave tenía un extremo coincidente con la tuerca de la llanta del Torino. Trató de aflojarla pero la tuerca no se movió ni un milímetro. Bufete se acercó y lo corrió respetuoso. Se paró con todo su peso sobre uno de los lados de la llave y comenzó a saltarle encima. Un ruido horripilante - ÑIC-ÑIC-ÑIC - que hacía mucho daño a los oídos señalaba que la tuerca estaba cediendo hasta aflojarse del todo, haciéndolo caer de golpe al nivel del suelo. Una vez despegadas del óxido y destrabadas las dieciséis tuercas, sacaron de la nave los levantadores, los ubicaron detrás de las ruedas y comenzaron a agitar el brazo metálico mientras, agachados y con la cabeza metida debajo del Torino, corroboraban que el disco elevador no apoyara mal en algún sector débil del chasis. Bufete y Bôite habían colocado uno detrás de cada rueda delantera y Boutique había ubicado el suyo en el centro del Torino, en la parte de atrás. Los tres subían y bajaban el brazo de cada levantador a la vez y el Torino comenzó a elevarse despacio, como un viejo al que le cuesta levantarse de la cama. Boutique se sonreía divertido al verlo despertar.
Ya alzado al punto en que las ruedas no hacían más contacto con el suelo y con las tuercas flojas, retiraron una por una las cubiertas reemplazándolas por tacos de madera, metieron las cubiertas en el depósito de la nave y volvieron para apretar los gatillos de los levantadores, los tres a la vez; y el Torino se apoyó sobre los tacos suavemente. De pronto, como si un rayo lo hubiera sacudido, Boutique recordó que el maestro lo esperaba en la tienda de libros. Se le había hecho muy tarde y el viejo lo iba a matar. Se abrazó con sus amigos y les pidió que a la mañana siguiente estuvieran listos para ir temprano directo a la gomería. Y se fue hacia la peatonal.

Capítulo LI y LII



Capítulo LI

Boutique pensó en ir en ese mismo momento a buscar cubiertas nuevas, pero ya era tarde y se acercaban dos exploradores a lo lejos haciéndole señas. Eran Bacán y Babieca. Desilusionado, se metió en la carpa y sacó de la alacena unos quilombos para agasajarlos como tentempié.
–¿Qué me traen, muchachos? – les preguntó complicado, con la boca llena de quilombos.
–No lo va a poder creer, coronel – dijo Babieca entusiasmado, extendiéndole el bolso recolector. Boutique se levantó para poder abrirlo y les extendió el plato.
–¿Quieren quilombos? – ofreció, mientras abría el bolso. Babieca se mandó uno.
Boutique extrajo del bolso uno de los objetos que habían recolectado y lo puso cerca de su cara, sin comprenderlo. Era un pituto enorme de color rojo oscuro con un montón de compartimentos metálicos, como lonjas metálicas ensanguchadas entre las dos tapas coloradas que tenían una cruz cuadrada blanca dibujada en uno de los lados. Bacán le pidió permiso para mostrarle lo que hacía el adminículo encontrado y Boutique se lo concedió. El capitán, con algo de dificultad y cerrando fuertemente su ojo, desplegó de una de las lonjas metálicas una espléndida lima. Boutique enloqueció, enarcando su ceja; luego eligió otra lonja y sacó una tijera pequeña, y luego una diminuta lupa, y luego un saca-corchos, y un palito, y una pinza de depilar; aquel coso era una caja de sorpresas. El coronel lo agarró con ambas manos y lo giró delante de su ojo, desorientado.
–¿Qué es esto? – preguntó a sus capitanes.
–Una Victorinox – le respondió Babieca con respeto y las manos entrelazadas en su espalda dando saltitos ansiosos con sus talones, de pie delante del coronel.
–¿Una Victo qué? – preguntó sin entender. Bacán le extendió el listado, Boutique lo agarró y leyó aquel ítem. Se lo había olvidado, y la foto que mostraban era de muy baja calidad y no se entendía bien. Aquel aparatito en persona era mucho más tentador.
–Ahora recuerdo… Es ese práctico aparatito lleno de herramientas – recordó –. El maestro me había solicitado uno, el más completo, pero le propuse llevarnos todos los que encontremos, ya que parecen muy útiles – Babieca abrió su bolso y lo vació sobre la mesa. Decenas de Victorinox de todos los modelos y colores cayeron haciendo mucho ruido.
Boutique se sobresaltó y se levantó para desparramarlas mejor sobre la mesa. Algunas eran rojas, otras negras, otras amarillas; unas tenían sólo dos estiletes de distinto tamaño; otras eran tan gordas y con tantas secciones que parecía que nunca jamás necesitarían utilizar todas las opciones que ofrecía. Boutique eligió dos, una completa y una de las pequeñas y se las metió en el bolsillo del morlaco. Les ofreció a los exploradores que eligieran un par a gusto y el resto las dejó en uno de los cajones que luego partirían a estibarse en los depósitos de la base.
–¿Dónde las encontraron? – preguntó interesado.
–En la calle del Palacio Minetti, señor – indicó Bacán –. En una pequeña tienda denominada “El Clásico”.
–Bien, bien…– dijo Boutique, pensativo, con una mano en su mentón – Mañana continuaremos extrayendo más de estas fantásticas herramientas, por hoy es suficiente – les dijo señalando la puerta, indicándoles amablemente que era hora de dormir.
Ambos exploradores agarraron un par de Victorinox y se fueron rumbo a su nave. Boutique los saludó con una mano desde la puerta mientras contemplaba cómo brillaba su gran hallazgo estacionado frente a la carpa con los últimos rayos de sol de la tarde. El frío comenzaba a hacerse presente. Se acercó al Torino y le dio un beso en la trompa y unas palmaditas cariñosas –. Ya vamos a tener tiempo de disfrutarnos – le dijo, como compartiendo un secreto. Y se metió en la tienda.
El maestro salía del baño recién duchado con las llaves del Torino tintineando colgadas del cuello en una soguita. Boutique hizo la vista gorda, demostrándole que no había prestado atención al detalle de la soguita, aunque ya había calculado en un primer vistazo que aquel collar no le pasaba por la cabeza por muy poco, y no podría arrebatárselas durante alguna de las siestas que el viejo tomaba a diario. Se recostó en su cama para abrir cada compartimento de aquellas formidables herramientas que habían encontrado sus exploradores. Agarró un disco de los Beatles, Let it be. Había una canción que lo había impactado, “Across the universe”, y la puso bien fuerte dentro de sus auriculares, en modo “Repeat track”. Necesitaba festejar. Al menos lo iba a hacer con buena música.



Capítulo LII

Vitraux se sentía incómodo. Había estado un poco recio con el coronel. Al fin y al cabo no se merecía la reprimenda. ¿Quién era él para retarlo después de todo? Si no hubiera sido por Boutique no habrían encontrado nada, seguirían buscando en cualquier lado, muy retrasados; incluso puede que aún no hubieran hecho contacto con Argentina. Se atemorizó de sólo pensarlo. Pero Boutique se había encaprichado de manera peligrosa con el Torino. Debía tener cuidado, un paso en falso, un intento de ponerlo en marcha sin los recaudos pertinentes podían causar la muerte de aquel vehículo, ya maltrecho de por sí por el sólo paso de los años. Se acercó al coronel y le quitó con suavidad los auriculares para que se fuera despertando, luego se alejó hasta la mesada y comenzó a hacer el desayuno.
–Vaya levantándose, coronel, que hoy tiene un día bravo…– le dijo en voz baja y Boutique abrió el ojo, automático, como una computadora a la que alguien prende.
–¿Ya es la hora? – preguntó buscando el despertador con la mirada.
–No, falta todavía, pero me gustaría que desayunemos juntos, ya que esta vez quiero acompañarlo – le dijo de espaldas mientras preparaba unos zodapes bien carnosos. Boutique ya sentía el olor y el estómago le rugió con furia. Había comido muy poco la noche anterior.
Se levantó en silencio y se metió en el baño. Necesitaba bañarse otra vez. La ansiedad lo había hecho transpirar y tenía la sensación de estar sucio. El agua salió con menos presión que la habitual; debería estar escaseando. Hacía mucho que no iba por la base en busca de provisiones y ahora ya no podría. Le diría a Beckenbauer que hiciera el pedido. Salió del baño y sacó los auriculares del equipo. Across the universe insistía, ya muy repetitivo, por las cajas sonoras y se había hinchado las pelotas de escucharlo. No debía poner más “repeat track”, era un plomazo. La próxima vez pondría un disco entero, le guste o no. Sacó el disco y puso The Final Cut, de Pink Floyd, una obra más amena para un desayuno con el maestro.
–Escúcheme, coronel – comenzó Vitraux acercándose con el plato de zodapes a la mesa –, quiero pedirle disculpas por mi insolencia ayer a la tarde.
–No sé a qué se refiere – desconoció Boutique.
–A la manera en que lo traté… Estuve mal, perdóneme.
–¿Por lo de las llaves? – preguntó Boutique, arrugando su gesto, extrañado.
–Por lo de las llaves – confirmó el maestro mientras sorbía su té de milonga con cautela. Estaba muy caliente.
–No se preocupe, maestro – Boutique le restó importancia al asunto con falsedad, en realidad se había ofendido bastante.
–Sí, me preocupo. Usted fue muy importante para esta misión y no me parece adecuado tratarlo como un chico, retándolo y prohibiéndole que toque unas llaves – se confesó el maestro arrancándose la soguita del cuello –. Tome, guárdelas usted – le dijo, extendiéndoselas. Boutique las miró con sorpresa, las llaves reflejaban la luz del sol que ya se filtraba por el ingreso a la tienda, encandilándole el ojo.
–Gracias, maestro, pero debe tenerlas usted – le dijo conmovido mientras las empujaba nuevamente hacia el lugar en donde se encontraba sentado el viejo.
–Quiero que usted las tenga, coronel.
–No, maestro, es muy peligroso. Puedo perderlas en la exploración. Guárdelas usted en el baúl ese que tiene, o cuélgueselas del cuello como lo hizo anoche. Confío más en su cuello que en el mío – le señaló.
–Como prefiera, sólo quería que usted me disculpara por el arrebato de ayer. Temí que fuera a intentar encender el Torino, hubiera sido muy peligroso…
–Hizo bien, maestro. Anoche no lo entendía, pero hoy sí – Boutique lo miraba al ojo con firmeza, transmitiéndole calma. Vitraux tomó las llaves y suspiró sin saber qué más decir.
–Bueno, solucionado el problema, cambiemos de tema – le dijo con una sonrisa mientras se ataba la soguita nuevamente en el cuello –. Lo quiero acompañar hoy, si usted me permite. Quisiera que me deje en la tienda de libros, quiero revisarla mientras usted afronta sus quehaceres cotidianos.
–Me parece fantástico, maestro. Es un honor para mí que venga a las jornadas de exploración – se alegró Boutique, no le gustaba que el viejo tuviera esa vida sedentaria que tenía, y el sólo hecho de que hubiera salido de él la oferta era todo un acontecimiento.
Desayunaron charlando sobre el Torino. Boutique continuaba haciéndole preguntas sobre la carrera de las ochenta y cuatro horas, estaba obnubilado por aquella historia y Vitraux le contestaba cada pregunta hasta donde podía; tampoco era un experto conocedor de la proeza. Boutique llevó al maestro tomado de las axilas y lo depositó en la peatonal con mucho cuidado. Vitraux dio unos pasitos aligerados manteniendo el equilibrio en el aterrizaje y se tomó de un poste para recuperarse. Caminaron rumbo a Ross-Librero y Boutique limpió con el pie, como barriendo, los vidrios rotos de la puerta de ingreso para que el maestro pudiera entrar sin peligrosos obstáculos. El viejo se aferró a una mano del coronel y se agachó un poco, entrando con cautela.
–¿Ve lo que le contaba? ¡Está intacta! – Boutique le señaló la tienda, anonadado.
–¿Y qué pretende, coronel? Son libros, no celulares – se quejó Vitraux.
–Me refiero a que no fue saqueada…– Boutique no había interpretado lo que le había querido decir el maestro.
–Por eso, si a usted le tocara vivir los últimos días de vida de un planeta, seguramente se lo pasaría inundando su ojo de imágenes constructivas, escucharía hasta reventar aquellas canciones que tanto le gustaron, leería de vuelta algún libro que marcó una etapa importante de su vida, estaría aferrado a los suyos, intentando disfrutarlos – le dijo Vitraux, suponiendo perfectamente.
–Tal cual.
–Bueno, los humanos no. Los humanos se despellejaron vivos con tal de robarse el televisor más caro, el celular más moderno, los calzados deportivos que no se podían comprar por lo elevado de su costo – detalló Vitraux ante la mirada iracunda de Boutique –. Ni libros, ni música, ni reuniones familiares. Había que aprovechar para llevarse todo tipo de aparatos electrónicos; lo demás, poco importaba.
–Pero, maestro… ¿para qué mierda querían esas cosas si no las podrían hacer funcionar? ¡Ni siquiera servían para salvarles la vida! – exclamó Boutique, con los brazos abiertos.
–Ya le dije varias veces que no debe pensar como marciano sino como humano. La humanidad estaba muy enferma y suponía que esas cosas que vendían en las tiendas más saqueadas que usted exploró eran indispensables para ser felices. Hacía rato que habían perdido interés por las cuestiones realmente importantes – le dijo intentando calmarlo. Boutique se ponía muy mal con la actitud humana ante la vida.
–Lo sé, maestro, sólo que me cuesta creerlo, sobre todo viendo las maravillosas cosas que lograron.
–Eso era antes. Hacia fines de la década del ‘70 se acabó; y los años que siguieron sólo los volverían más y más idiotas, convirtiéndolos en lo que terminaron siendo: animales de granja sin criterio manejados inescrupulosamente por dos o tres humanos que eran los dueños de la máquina de hacer dinero.
Vitraux le dio la espalda y prosiguió con su paseo por la tienda de libros acercándose a la góndola de deportes. Boutique lo seguía de atrás. El viejo se quedó contemplando los lomos de los libros con el ojo entrecerrado como buscando algo en especial. Boutique lo miraba de costado y miraba la góndola, intrigado. Luego de un momento, el maestro encontró lo que buscaba y se lo extendió con cuidado al coronel.
–Ahí tiene para entretenerse – le dijo con el libro en la mano: “84 HORAS DE NÜRBURGRING, LA MISIÓN ARGENTINA” decía en la tapa y tenía la foto esfumada de un Torino. Boutique lo agarró, lo envolvió en film protector con alegría, y lo hundió en el bolso. El viejo siguió buscando y encontró otro –. Este también – le dijo sin mirarlo, entregándole un libro con un humano sonriente y transpirado en la tapa que se besaba la ropa: “Yo soy el Diego de la gente” “Diego Armando Maradona”.
–¿Y este quién es? – preguntó desconcertado.
–El futbolista más grande de todos los tiempos. También argentino, por supuesto…– le respondió escueto y siguió buscando. Boutique lo envolvió y lo metió en el bolso.
–Acá tiene otro, y creo que ya está – le dijo dándole otro libro y yéndose hacia otra góndola. Boutique lo tomó y leyó “Juan Manuel Fangio PHOTO ALBUM”
–Parece un libro de fotos…– le aclaró Boutique, frenando al viejo, que volvió sobre sus pies a la góndola de deportes.
–Sí, no sé si es la mejor opción, pero no veo otra…– reconoció cuando finalmente encontró lo que buscaba: “Fangio – Cuando el hombre es más que el mito” –. Este me parece mejor, pero lleve los dos – Boutique lo tomó y lo metió en el bolso. Parecía que el viejo iba a tener para largo y él no podía seguir a su lado si pretendía aprovechar el día.
–Maestro, lo dejo con el bolso y con el film. Usted busque tranquilo. Yo me voy a inspeccionar afuera, cualquier cosa me avisa…– le dijo intentando hacerle ver que debía irse.
–Vaya, coronel, despreocúpese. Yo le aviso – le dijo el viejo saludándolo con la mano. Ya podía dejarlo solo.