Capítulo L
El comunicador personal de Boutique comenzó a vibrar en su cintura,
sacudiéndolo de un susto. Se había entre dormido y los refuerzos estaban en la
entrada del garage esperando directivas. Boutique les indicó cómo ingresar y
por dónde subir hasta el nivel 5 y los esperó, sentado dentro del Torino 380 W.
–Coronel,
nos mandó a llamar.
–Sí,
capitán, necesitamos sacar este vehículo de aquí – dijo Boutique saliendo de
adentro de la cabina.
–¿Señor?
–Señor
¿qué? – se agitó Boutique –. Este vehículo, este vehículo debemos llevarlo
arriba – Boutique señaló primero el vehículo y luego el cielo, impaciente; no
entendía qué era tan difícil de interpretar de lo que les había ordenado. Ambos
exploradores se miraron intrigados.
–Perdón,
señor, pero ¿cómo pretende que saquemos esto de acá? – insistió su subordinado señalando
en todas direcciones, incrédulo.
–No
lo sé, pero debemos encontrar la manera – ordenó Boutique cerrando la puerta
del Torino.
Caminó
hacia el pasillo y miró a ambos lados. Intentar retirarlo por las rampas de
acceso era imposible, lo destruirían. Lo más práctico era hacer un hueco en la
pared reticulada por donde ingresaban esos alfileres punzantes de luz y
extraerlo colgando de alguna nave. El Torino estaba en el lado opuesto al
frente del edificio, pero con retirar el vehículo que obstaculizaba el paso
hacia la pared era suficiente. Se acercó al automóvil en cuestión y lo
contempló un instante mientras llegaban más exploradores trazando zarpazos de
luz con sus linternas-vincha como espadachines alcoholizados. El vehículo
enfrentado al Torino era un Logan, de
color rojo oscuro, bastante horripilante; daba asco de sólo verlo. Boutique se
acercó a la pared y la palpó con sus manos. Se dio vuelta y ordenó a sus
exploradores hacer un hueco del piso al techo, de cinco metros de ancho y llamó
por el comunicador a Bôite para que preparara su nave y traiga sogas
resistentes.
Los exploradores comenzaron a derribar la pared mientras Boutique
convocaba más operarios. Quería retirar el Torino ese mismo día. Se formaron
cuatro grupos “demoledores” mientras en la calle se aseguraba el perímetro para
que nadie saliera lastimado por la imprevista caída de material de
construcción. En una hora lograron abrir el boquete. Boutique salió al aire
libre dando órdenes estrictas de no tocar el vehículo seleccionado y voló fuera
del piletón en busca de Bôite, que no daba señales de vida. Desde el aire vio a
su amigo recogiendo todo tipo de sogas junto con Beckenbauer, que lo ayudaba
con la nave en marcha, ya estaba saliendo. Se sumó a ellos y volaron el
estrecho tramo que los distanciaba del garaje Apolo. Bôite aterrizó sobre el
techo del edificio y se dispusieron a anudar las sogas a las patas de la nave
soltándolas por el frente del garage; como autómatas, ingresaron por el boquete
y anudaron el Logan pasando las correas entre las ruedas. Los demás operarios
miraban atónitos la expeditiva manera de trabajar del coronel y entendieron de
inmediato el porqué de su rango.
Una vez afirmado el vehículo, Bôite volvió a su nave y la elevó con
cuidado ubicándola sobre la calle, intentando mantener su posición, y comenzó a
ascender despacio. Las sogas pasaron de estar flojas y recostadas en el suelo a
elevarse, señalando ofuscadas el boquete por donde ingresaba la luz del sol e
invitando al Logan a partir, finalmente, de aquel sarcófago. Y el Logan comenzó
a moverse con lentitud hacia la luz. A medida que se acercaba al agujero dejaba
ver su diseño: era una bazofia absurda de muy mal gusto; distaba mucho de la
personalidad avasallante que tenía el Torino. Sus ruedas traseras quedaron
suspendidas en el aire cuando todo su feo culo cuadrado salió del edificio.
Abajo, varios exploradores observaban expectantes lo que sucedía en el nivel 5
de la construcción. Bôite continuó ascendiendo con gran prudencia para extraer
el vehículo ya que, una vez que lograra retirarlo completo, se iba a zarandear
peligrosamente debajo suyo haciéndolo desestabilizar.
El Logan ya tenía casi todo el cuerpo fuera del edificio. Sólo faltaban
las ruedas delanteras, que continuaban luchando en vano por aferrarse al piso
como si se tratase de las manos de alguien que es tironeado de las patas hacia
un lugar al que no quiere ir. Una vez liberado, el horrible ejemplar se hamacó
suspendido en el aire con gran destreza hacia la vereda de enfrente y, mientras
todos disfrutaban su danza con entusiasmo, una de las sogas cedió, mal atada, y
la bazofia se descolgó y cayó a la calle dando por terminada su danza
majestuosa. Y haciéndose pedazos en el suelo.
Boutique decidió sacar más vehículos hasta tener claro cuál era la
mejor manera de extraerlo. No debía ocurrir eso con el Torino. No se lo
permitiría.
Extrajeron varios ejemplares más y ninguno calló al vacío. Bôite los
descolgaba del edificio con gran osadía y cada vehículo que sacaba lo instruía
más en la labor. Ya era un experto y estaba listo para dar el gran paso.
Boutique seleccionó el triple de sogas y cosió el Torino por todos lados. Luego
unió todas las puntas sobre el techo y, una vez asegurado, le dio la orden a su
amigo para que lo extrajera. Bôite, bastante nervioso, comenzó a elevarse con
mucho cuidado, como quien debe levantarse de una silla sin despertar a un
temible y gigantesco monstruo come-marcianos que duerme a escasos metros un
sueño muy liviano. El Torino comenzó su lento caminó hacia la luz mientras sus
cuatro ruedas desinfladas giraban toscas y en silencio hacia la libertad.
Boutique controlaba todo caminando a un costado del automóvil. Las ruedas
traseras ya amenazaban con lanzarse al vacío y Boutique apoyó su mano en el
techo del Torino, como pidiéndole cautela en su loco salto. Miró hacia arriba y
encontró la mirada de Bôite por la ventana de la nave. – Dale – le dijo por el
comunicador con un vaivén de cabeza; y Bôite comenzó a elevarse muy despacio
con un temor nunca antes experimentado. El Torino se alzó unos centímetros
haciendo que sus ruedas traseras se despegaran del suelo y salió escupido hacia
fuera antes de lo previsto, como enjabonado, llevándose de regalo a Boutique
que había quedado aferrado a una de las sogas y que no alcanzó a soltar.
Lo que menos necesitaba Bôite era ver cómo su amigo salía despedido por
el boquete hacia el vacío a un costado de un vehículo de carreras terrestre,
pero logró mantener la calma y se elevó raudo rumbo a la zona de aparque fuera
del piletón; no podía detenerse. El traje de Boutique advirtió la caída una vez
más y encendió sus propulsores para nivelarlo y sostenerlo cuando aún faltaban
cuatro metros para el impacto. Todos los exploradores vieron con qué velocidad
logró estabilizarse y seguir a la nave de su amigo. Y volvieron a entender el
porqué de su rango.
Bôite depositó con exagerada cautela el Torino a unos metros de la
tienda de su amigo y luego aterrizó su nave lo más lejos que le permitieron las
sogas atadas a sus pies. Esperó a Boutique que ya se acercaba y lo desataron,
mientras el Torino brillaba a la luz del sol, presentándose en sociedad. Ya
liberado, Boutique le pasó un trapo y se metió en la carpa con una sonrisa tan
grande que le hacía doler las comisuras de los labios, resecas por el
exasperante clima del planeta.
–Maestro,
tiene que salir un segundo; quiero mostrarle algo…– le dijo Boutique con
suavidad parado a los pies de la cama.
–¿Qué
encontró ahora? – preguntó el viejo, entusiasmado.
–Tiene
que venir conmigo – insistió extendiéndole la mano para ayudarlo a
incorporarse.
Vitraux se aferró al coronel con interés y se levantó. Boutique no lo
soltó y lo sacó de la carpa de la mano presentándole el hallazgo, que reflejaba
la luz del sol encegueciendo al maestro. Boutique lo tomó del brazo y lo acercó
al vehículo mientras el maestro asimilaba con gran confusión lo que estaba
contemplando su ojo. Y miraba a Boutique, y miraba el vehículo. Y miraba a
Boutique, y miraba el vehículo. Sin parar.
–Me
está jodiendo, coronel…– atinó a decir, pasmado.
–No
– le respondió Boutique, escueto.
–¿De
donde sacó esto? – preguntó estupefacto. A Boutique le dieron ganas de
gritarle: ¡De la farmacia! ¡De Mr Otto –
Collection!, pero se contuvo.
–De
un gran garaje con cientos de automóviles guardados.
–No
lo puedo creer…– reconoció Vitraux, sin encontrar palabras.
–Estaba
tapado por una manta – le explicó Boutique –. Diga usted que se me ocurrió
destaparlo, por simple curiosidad. No entendía por qué razón iba a haber un
vehículo tapado con una manta – continuó recreando la escena –, porque de lo
contrario no lo hubiera advertido.
–Usted
no tiene idea que es esto…– señaló Vitraux con el ojo humedecido por la
emoción.
–Un
Torino 380 W – dijo Boutique señalando el vehículo y mostrándole la foto en el
listado que tenía en la mano.
–No,
querido…– lo disculpó. Boutique lo miró estupefacto –. Es “el” Torino – enfatizó Vitraux.
–¿Cómo
“el” Torino? – preguntó Boutique
dejando caer sus brazos a ambos lados de la cintura, desconcertado.
–¡Es
uno de los Torino que compitieron en 1969 en Nürburgring en “Le Marathon de le Route”! – exclamó
emocionado.
–¿Y
eso qué es? – Boutique comenzaba con sus estúpidas preguntas.
–¡Las
84 horas de Nürburgring! – gritó el maestro, rodeando el ejemplar. Boutique se
encogió de hombros sin entender mientras el viejo caminaba alrededor del
vehículo, contemplándolo con regocijo. Boutique le abrió la puerta del
acompañate y lo hizo sentar para seguir dialogando dentro.
–¿Dónde
lo encontró? – volvió a preguntar Vitraux, hipnotizado por el volante y el
tablero del automóvil.
–Ya
le dije, maestro, en un garaje…– resopló Boutique, cansado de repetir lo mismo.
Parecía que el viejo se había vuelto loco.
–Usted
no tiene idea lo que encontró…– continuó repitiendo el libreto como un poseso.
–La
verdad que no – insistió Boutique –. Es más, mire lo que me atrevo a decirle –
señaló y el maestro lo miró con atención por primera vez en el día –, lo más
probable es que si no me cuenta de una vez por todas qué es lo que encontré, es altamente posible que nunca lo sepa –
terminó, con gran ironía, haciendo que el maestro despertase de su estúpida
enajenación.
–Tiene
razón, coronel, perdóneme…– se disculpó Vitraux, apoyándole una mano en la
rodilla –. Es que es un gran hallazgo, quizás sea el mayor hallazgo que usted
haya hecho – señaló –. Realmente no creo que lo supere – desafió –. No creo que
nadie encuentre nada más importante – aseveró.
–Soy
todo oídos – insistió Boutique con gran ansiedad.
–El
Torino es un vehículo argentino…– comenzó el maestro.
–Como
tantos otros – lo interrumpió el coronel.
–Error
– lo frenó Vitraux –. El Torino es un vehículo diseñado en Argentina, inventado
por argentinos, fue creado por argentinos. Los
otros vehículos que se fabricaban en el país eran copias de diseños de otras
partes del mundo. El Torino no, el Torino fue concebido acá – le explicó,
presionándose la rodilla con el dedo índice.
–Comprendo.
–En
1969 se corrió una carrera muy difícil en Europa en donde competían todas las
marcas más importantes del mundo.
–¿Por
ejemplo?
–Mercedes
Benz, BMW, Porsche, Ford – enumeró Vitraux –, todos autos de alta gama, en su
mayoría europeos, extremadamente costosos, marcas con muchísimos años de
experiencia, vehículos que marcaron época en ese deporte tan atrapante que era
el automovilismo – lo interiorizó el maestro.
–Entiendo
– dijo Boutique con la mirada perdida en el vidrio del Torino, imaginando el
escenario que le pintaba el maestro.
–Un
grupo de mecánicos argentinos que tenía acceso a aquellos inalcanzables autos
europeos se dieron cuenta de que el Torino no tenía nada que envidiarle en
cuanto a mecánica a aquellos pedantes y poderosos autos alemanes.
–Ajá.
–Entonces
de la mano de Juan Manuel Fangio y Oreste Berta se encaminaron a participar en
esa sacrificada carrera con tres Torino, dirigidos por Fangio y preparados por
Berta.
–¿Y
quién es Fangio y quién es Berta? Empecemos por ahí…– lo frenó Boutique tratando
de que el viejo le explicara todo con lujo de detalles.
–Tiene
razón – se disculpó Vitraux –. Fangio fue el más grande piloto de automovilismo
de todos los tiempos, reconocido mundialmente y nacido acá, en Argentina – le
aclaró volviéndo a los golpecitos iracundos en la rodilla –. Y Berta fue uno de
los mecánicos más importantes de vehículos de competición que vio este mundo,
también argentino.
–Comprendo.
–Entonces
se juntaron y prepararon una presentación en aquella carrera con tres Torino y
diez pilotos.
–¿Y
para qué tantos pilotos?
–Porque
la prueba era sin parar, en el circuito de carreras más difícil del mundo;
ochenta y cuatro horas sin detenerse. Entonces los pilotos debían reemplazarse,
para poder descansar e ir al baño.
–¿Sin
parar para nada? – se asombró Boutique.
–Sólo
para abastecerse de combustible.
–¡Qué
bárbaro!
–Entonces
“La misión argentina”, como se la
denominó, viajó a aquellas lejanas tierras a competir en un circuito
desconocido tanto por los pilotos como por las máquinas; en una carrera
extenuante, tanto para los pilotos como para las máquinas; luchando contra
máquinas y pilotos en teoría muy superiores, con muchísima más experiencia, que
conocían ese circuito como si fuese su propia casa.
–Unos
ilusos…– aportó Boutique, ya inmerso en la historia.
–Unos
ilusos – repitió el maestro aprobando la frase del coronel.
–¿Y
cómo les fue?
–Al
principio, cuando llegaron, los demás concursantes se burlaban de ellos,
señalando que con esas máquinas no iban a conseguir siquiera llegar últimos, que
abandonarían, que no podrían tomar las curvas a gran velocidad, que eran
máquinas muy pesadas en comparación con las europeas – continuó Vitraux.
–Y
los Torino estaban en franca desventaja – aportó Butique asimilando la brecha
entre los argentinos y los europeos en aquella competencia.
–Exacto,
pero para sorpresa del mundo entero, comenzó la carrera y los tres Torino
inmediatamente la lideraron.
–¿En
serio? – preguntó Boutique, descreído.
–En
serio. Durante más de la mitad de la competencia, los Torino no podían ser
superados – aseveró el maestro –, y entonces los europeos comenzaron a mirarlos
con respeto, entendiendo que habían subestimado a los argentinos inexpertos.
–¿Y
qué ocurrió?
–Uno
de los Torino, en plena noche, tuvo un desperfecto en sus faros dejando al
piloto ciego sin señalarle el camino, en un circuito de una longitud superior a
los veinte kilómetros con más de ciento ochenta curvas y contra curvas.
–Y
tuvo que abandonar…– lo interrumpió Boutique.
–Sí,
pero no inmediatamente…– le aclaró Vitraux –. Intentó conducir el tramo que le
quedaba hasta el taller para arreglar el problema, manejando de memoria en una
oscuridad total, a gran velocidad. Por un momento lo consiguió, para su propia
sorpresa, pero luego entró en una curva un poco pasado y destruyó la parte de
debajo de la máquina dejándola sin chances de continuar – Vitraux describió la
escena –. Era el Torino número 1.
–Increíble…
¿Condujo sin ver?– descreyó Boutique.
–Así
es – confirmó el maestro –. Luego la máquina número 2 – dijo señalando el
tablero del Torino en el que estaban sentados – también se despistó, por una
fuerte tormenta que se desató en el circuito a mitad de la carrera, quedando
enterrada en una zanja para siempre; y quedó sólo la 3, que en un primer
momento la habían llevado como repuesto y que al final decidieron hacerla
competir.
–¿Y
entonces? – Boutique estaba ansioso.
–La
número 3 arrancó con algunos problemas en el escape de emisión de gases, la
temperatura elevada lo rajó y comenzó a hacer un poco más de ruido que el
permitido por los directores del certamen.
–¿Y
lo descalificaron? – se alarmó Boutique.
–No,
el piloto se detuvo en el taller para recarga de combustible y se llevó de
incógnito algo de alambre y una manta de amianto; luego se detuvo en un lugar
alejado y cubrió el escape con ese material para impedir que sobrepase los
decibeles permitidos – le explicó Vitraux –. Finalmente no lo consiguió y
entonces lo penalizaron descontándole como veinte vueltas al finalizar la
competencia y relegándolo al cuarto puesto, cuando no sólo hacía rato que venía
primero sino que ya le había sacado más de cuatro vueltas al segundo – culminó
la historia el maestro –. Aunque más allá de las penalizaciones y esas cosas,
los demás competidores y el público que había asistido, en el fondo, sabían
quiénes habían ganado la competencia.
–Los
Torino – dijo Boutique.
–Los
Torino – repitió el viejo con nostalgia y orgullo.
–Sin
la experiencia con que contaban los demás – reconoció Boutique, animado.
–Sin
la experiencia, lejos de casa, sin el respaldo económico que tenía el resto de
los competidores…– enumeró el maestro –. Fue una proeza nunca más igualada por
nadie en el mundo – Boutique se quedó en silencio un instante.
–Quiero
encenderlo – dijo mirando al maestro, entusiasmado.
–Es
imposible, coronel – desestimó Vitraux –. Debemos llevarlo a casa, desarmarlo
completo y volverlo a armar, lubricarlo, ponerle nafta…– la desilusión dominaba
a Boutique –, las cubiertas…– el maestro siguió enumerando miles de detalles
incuestionables que debían estar preparados a la hora de poner en marcha el
motor. Y Boutique lo sabía.
–Un
cachito…– imploró como un niño desencantado.
–No
– dijo Vitraux con un tono de voz que no daba lugar a dudas, mientras se
estiraba y habría una compuerta que había delante de Boutique, en el tablero, y
extraía de adentro unas pequeñas piezas de metal, de poco espesor, anilladas
sobre la parte gruesa.
–¿Y
eso? – preguntó señalando desconcertado lo que el maestro había sacado de la
puertita del tablero con gran naturalidad, como si hubiera sabido desde siempre
que aquello estaba ahí dentro.
–Las
llaves, coronel – informó escueto –. Con esto se prende el auto – dijo
metiéndolas en el bolsillo de su bata y saliendo raudo hacia su carpa. Boutique
se sobresaltó y salió también del Torino detrás del maestro.
–Déle,
¿qué le cuesta? ¡Un cachito! – le suplicó Boutique, pero el maestro ni le
contestó.
Boutique se quedó mirando colérico como el viejo se metía en la carpa.
Era la primera vez que veía al maestro empacarse de esa forma. Se dio vuelta y
se sentó en el suelo mirando cómo el sol del atardecer le daba un color dorado
a la pintura del Torino, que no demostraba para nada la edad que tenía.
Boutique sabía dentro suyo que la espera era innecesaria. Ese Torino no
necesitaba de ningún service. Seguro arrancaba al primer intento, pero las
cubiertas… eso sería difícil, estaban muy maltrechas y cuarteadas por la
sequedad del paso del tiempo. Si quería convencer al maestro primero debía
conseguir nuevos neumáticos ¡Y nafta!
No hay comentarios:
Publicar un comentario