martes, 7 de mayo de 2013

Capítulo XLXI







A la mañana siguiente, cuando despertó, los auriculares que tenía en sus oídos tocaban “Confortably Numb” por enésima vez con ese solo de guitarra increíble. Se levantó y salió hacia el piletón a continuar con la exploración. El sol rajaba la ceniza del suelo alrededor de la carpa y la blancura del terreno le enceguecía el ojo, ya maltrecho de tanto resplandor.
Bajó a la peatonal y enfiló rumbo a La Favorita. En el camino se cruzó con varios exploradores que iban en sentido contrario con sus bolsos recolectores flacos de trofeos a encarar el nuevo día. En Sarmiento, el Palacio Fuentes ya estaba todo destapado y confirmaba la corazonada de Boutique: seguía por Santa Fe media cuadra más. En frente, un bar bastante pomposo pregonaba “El Cairo”, con grandes escaparates que mostraban un interior inmenso y lleno de mesas, demasiado plástico, poco acogedor. Siguió caminando por Sarmiento y llegó a una nueva calle denominada “San Lorenzo”, la cruzó. El paredón de ceniza estaba a cincuenta metros y subía deforme hasta la superficie. A la izquierda una imponente mansión de color blanco, bastante desmejorada y a la derecha un extraño edificio sin ventanas pero con un frente reticulado de hormigón eran las últimas edificaciones descubiertas. Le llamó la atención ese edificio sin ventanas. Se acercó hasta el ingreso y prendió su linterna-vincha. La luz iluminó en el fondo una estatua de un humano muy bien formado en pose francamente homosexual, desnudo y con una hoja de árbol tapando justo sus partes pudendas. Entró unos pasos y alumbró el costado izquierdo de la entrada: “Garaje APOLO” decía. La oscuridad comenzaba a abrazarlo y le recordaba a la galería de los discos, aunque imaginó que esta vez iba a ser peor.
Caminó hasta llegar a la estatua. Un largo camino. Sobre la otra pared había un pequeño habitáculo vidriado, con una mesa diminuta que atesoraba un extraño aparato de color amarillo con una botonera. Un cadáver sentado en una silla, al que la muerte lo encontró ahí dentro sin darle espacio para caerse al suelo, quedó sentado para siempre con la cabeza ladeada hacia atrás y la boca abierta hasta límites insospechados, custodiando la entrada al edificio. Boutique se tocó las coyunturas de su mandíbula. Sintió dolor ajeno.
Al fondo, el camino se bifurcaba hacia ambos lados y un cartel en lo alto alertaba: “Circule a paso de hombre”, pero Boutique ni lo intentaría, jamás había podido medir la velocidad que los humanos tomaban al caminar. Eligió el camino a la derecha y se perdió en la oscuridad. El sendero comenzó a elevarse en una subida sin fin. Con dificultad, e inclinando su cuerpo para mantener el equilibrio, llegó al primer nivel. Iluminó un gran pasillo escoltado por una doble fila de vehículos que, sepultados en esa cripta, no verían nunca más la luz del sol. Boutique se acercó a uno y le buscó la marca: “VW Senda”, decía sobre una especie de farol cuadrado; “Fiat Regatta Weekend” anunciaba el automóvil de al lado; “Ford Escort”, se presentaba el siguiente; “VW Polo”, decía otro. Siguió buscando hasta que se terminó el pasillo y se encontró nuevamente con una rampa en espiral que lo invitaba a subir al siguiente nivel. Volvió a inclinar el cuerpo para acostumbrarlo a la incómoda escalada y llegó al nivel 2. Otra vez un pasillo enorme mostraba de manera ostentosa sus trofeos a los costados: decenas de vehículos aparcados esperaban ansiosos que alguien los encendiera y se los llevara de esa opresora cárcel. Había todo tipo de marcas y modelos, pero nada como lo que solicitaban en el listado.
Subió un nivel más, y otro. Y otro. En el nivel 5 la luz del sol entraba por las reticulaciones de hormigón de la pared que daba a la calle, haciendo que cientos de destellos atravesaran el playón lastimando el ojo de Boutique, ya acostumbrado a la tenebrosa oscuridad que reinaba en el lugar. Se tapó con la palma de la mano intentando protegerse y, girando la cabeza hacia el lado opuesto a la pared, vio algo extraño, o al menos inquietante. – ¿Un vehículo tapado? – se preguntó –. ¿Para qué taparían un vehículo con una manta? – se dijo mientras caminaba hacia aquel ridículo envoltorio. Una vez parado en frente del auto-sorpresa se acuclilló para mirar debajo. La linterna-vincha le alumbró unas gruesísimas ruedas desinfladas que el tímido vehículo portaba en sus puntos de apoyo con el suelo. Boutique se acercó y tomó la manta con la punta de los dedos para intentar retirarla, pero estaba cocida a un largo elástico que se escondía dentro de las partes internas de la carrocería, impidiendo sacarla con facilidad. Tomó la tela con ambas manos extendidas al máximo y la destrabó de los pliegues de chapa en donde se había atorado.
Lo primero que vio fueron dos tomas de aire pequeñas, una en cada punta de un faldón de chapa de color amarillo. A los costados, inmediatamente arriba de las tomas de aire, dos suculentos faroles colgaban amenazadores del faldón. El vehículo no contaba con paragolpes, era la primera vez que Boutique veía uno sin protección frontal, y no entendía por qué razón se mantenía en tan perfecto estado. Siguió levantando la manta y una rejilla metálica con más faroles le mostraba los dientes en un gesto furioso. En el centro, un escudo con un animal cuadrúpedo se erigía en sus dos patas traseras, envalentonado, con una corona de tres picos que lo custodiaba desde la parte superior del escudo. A los costados de la rejilla, más faroles. Destapó todo el frente del ejemplar, que tenía pintada la bandera argentina en el medio del cofre que resguardaba el motor. Sólo el frente del automóvil era de color amarillo, como si lo hubieran sumergido de punta unos centímetros en pintura fresca para luego retirarlo. El resto era de color blanco grisáceo, con la bandera argentina partiéndolo al medio desde adelante hacia atrás, viajando por el techo.
Boutique sacudió la manta, que ya estaba casi en su totalidad suelta y ésta se desprendió remontando en el aire con gracia, como en cámara lenta, levantando una importante nube de polvo y descubriendo el tesoro que venía custodiando desde hacía ya un siglo. Boutique se alejó un poco para observar la pieza en detalle, sacó del bolsillo de su morlaco un foco extra y lo depositó en el suelo, alumbrando el ejemplar. El depósito donde se encontraría el motor, tenía unas tomas de aire que miraban hacia el habitáculo. El vidrio que protegía a los conductores tenía una inscripción en la parte superior, a modo de vincha, que decía en grande: RENAULT. Sobre el costado, la puerta de ingreso a la cabina de mandos tenía un gran número “2” de color negro dentro de un círculo del mismo amarillo que estaba pintada la trompa, y cerca de una de las bisagras de apertura anunciaba:

E.R.CANEDO
J. CUPEIRO
G. PERKINS

Y otra vez una bandera argentina en forma de “V” acostada estaba pintada en la continuación del lateral, hacia la cola. Boutique se acercó y apoyó su nariz en el vidrio, espiando dentro, un espléndido volante de madera con tres rayos metálicos que se unían en un escudo circular con el mismo animal de la parrilla del frente tentaban a conducirlo desde dentro de la cabina. En el tablero, siete relojes de distintos tamaños y algunas perillas adornaban un frente de la misma madera que la del volante. Boutique se separó del vehículo y lo rodeó. Un enorme rifle de doble caño como los que había visto en las películas de cowboys salía por un costado debajo de la carrocería apuntándole las patas, amenazante. Boutique se corrió, temeroso. El cofre de la parte trasera estaba atado por una soga en forma de “V” invertida y la bandera argentina culminaba su periplo desde el frente sobre la línea de los faroles traseros. A cada lado de la bandera decía bien grande, en letras celestes: “INDUSTRIA ARGENTINA”. Siguió rodeándolo con el candil en la mano y llegó nuevamente al frente. En el costado inmediato a la trompa, con letras metálicas y en relieve, finalmente leyó:

TORINO 380 W

Boutique se quedó estupefacto, sin entender su suerte. Se acuclilló y con su mano derecha acarició las letras, como quien consuela a un angustiado. Se sentó en el suelo apoyando su espalda contra el vehículo que tenía al lado, contemplando su descubrimiento. 
Se quedó un rato largo disfrutando la pieza encontrada y luego prendió la señal de alarma para que los exploradores que estuviesen cerca lo asistieran. Se levantó y caminó hacia el otro lado. Quería entrar pero no entendía la llave de acceso: una agarradera metálica en donde entraban los cuatro dedos de su mano dejando el pulgar hacia fuera. Intentó abrirla tirando con precaución hacia su lado, pero la puerta no cedía. Luego advirtió un botón en la punta de la agarradera donde su pulgar se recostaba cómodo; parecía puesto a propósito para tener donde dejar ese dedo. Boutique presionó el botón, que se hundió con suavidad hacia dentro. Y la puerta se abrió.
Impresionado por la facilidad con que consiguió abrir el vehículo, dio un paso involuntario hacia atrás y se quedó tieso, mirando la cabina de mandos. Un olor mezcla de madera, cuero, humedad y encierro le abrazó la nariz, tironeándolo hacia dentro. El asiento resopló intolerante al recibir el peso del coronel, forzando una exhalación larga y lenta contenida por décadas. Boutique apoyó sus patas en sendos patines que había al fondo del suelo y tomó el volante con ambas manos.
Nunca jamás en toda su vida se había sentido tan cómodo.

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