martes, 19 de febrero de 2013

Capítulos XXIV y XXV




Capítulo XXIV

Boutique se sentía orgulloso de ser parte de esa exploración. En poco tiempo más podrían circular por aquellas calles como si nunca hubieran estado tapadas. Los hallazgos comenzaban a aparecer todos a la vez y los exploradores se apelotonaban en su tienda con sus novedades. Y Boutique, para ordenarlos, los hacía pasar de a uno.
Primero entró Coñac y le describió su hallazgo: un cubo de diez metros de lado, de color blanco, con una gran letra “M” despintada en sus cuatro laterales, que cuando finalmente ingresó entendió a qué hacía alusión. Era la sigla del nombre de la construcción: Edificio MINORDO.
Champignon vino con un feo corte en su pierna producido por una antena triangular que emergió de golpe en su zona, la vaciadora no la captó con el radar y produjo algunas roturas. Champaña, su compañero, le advirtió el atasco y Champignon se bajó a verificar el inconveniente cuando un pedazo de antena salió escupido por la boca trasera de la vaciadora haciéndole un profundo corte en su pata izquierda. Su compañero lo asistió y lograron destrabar la vaciadora para continuar descubriendo esa maldita antena con aspiradoras manuales, y llegaron a un sitio similar al descubierto por Coñac: habitación pequeña y oscura con motores. En el tablero eléctrico que gobernaba una de las paredes decía: ROCHDALE V. 
Procenex y Provolone hicieron contacto con una nueva edificación, más atrás de la catedral. Extrañamente no contaba con esta oscura habitación con motores pero era un edificio muy estrecho y alto con cuatro balcones, uno en cada lado y, aunque era una construcción absurda ya que no tenía espacio dentro para alojar siquiera el hogar de un humano, era imponente su construcción. Estaba toda forrada en mármol.
Boutique vio prudente hacer una reunión colectiva para organizar esta nueva etapa, sobre todo para evitar accidentes. Sonó la sirena de alarma y se sentó en el árido suelo esperando que sus exploradores se acercaran para la charla. Los capitanes fueron llegando despacio; estaban todos muy cansados. Se les notaba en el semblante. Boutique los hacía sentar en el suelo y les ofrecía agua para tomar. El coronel caminaba y los miraba pensativo; debía esperar a que llegaran todos. Bôite, Bufete, Beckenbauer, que no tenía buena cara, y Bandoneón llegaron últimos. Se acercó al piletón y echó un vistazo buscando algún rezagado pero todos estaban sentados esperando sus órdenes. Los miró un instante y comenzó a hablar.
–Muchachos, estamos haciendo un excelente trabajo, realmente estoy sorprendido con todo lo que logramos en estos últimos días. Fue muy difícil llegar hasta aquí, y parece que los frutos de nuestro sacrificio se nos van a aparecer en nuestro naso todos juntos y de golpe. Tenemos que estar atentos. Champignon y Champaña tuvieron un accidente – los señaló –. Hay antenas, antenas y cables de acero templado. Las vaciadoras no los captan; sólo captan construcción, por lo que deberán tener cuidado. Si una antena entra en la trituvaporizadora de sus naves la dañará y se pondrán ustedes en peligro. En adelante, deberán vaciar con conciencia y ser precavidos – sentenció. Bôite levantó su mano y Boutique asintió, dándole la palabra.
–¿Y cómo podemos saber semejante cosa?
–No lo sé – admitió Boutique –. Pero usen el sentido común. De ahora en adelante será más lento el trabajo – señaló –. Si encuentran una antena, como el caso de Champignon, podrán vaciar tranquilos alrededor de ella. Este tipo de antenas o pararrayos como los denominaban, no están cerca uno de otro. Una vez hecho contacto con un artefacto de estos, pueden quedarse tranquilos que no habrá otro al menos en un radio de cien metros – Bôite asintió con la cabeza mientras otro explorador levantaba la mano. Boutique lo señaló con un palo para que hable.
–¿Y qué hacemos si no advertimos este objeto y nos topamos con él por accidente?
–Deben estar atentos. El ruido que hacen sus vaciadoras es constante, siempre el mismo. Cuando hace contacto con un elemento extraño comienza a hacer un sonido distinto – explicó Boutique – En definitiva, van a tener que vaciar con atención en lugar de hacerlo como lo venían haciendo hasta ahora, hartos de la rutina de socavar sólo ceniza. Una vez escuchada la anomalía deben avisarme y buscaremos la solución entre varios. Nunca traten de solucionarlo solos – dijo, mirando feo a Champignon, que bajó la mirada, avergonzado. 
Boutique los miró con su ceja en alto intentado advertir si lo habían entendido y todos asintieron con sus cabezas. El coronel les señaló que podían retirarse y sus exploradores se levantaron del suelo, algunos con dificultad y, haciendo elongaciones diversas, fueron emprendiendo la retirada hacia el piletón en grupos. Boutique, preocupado por la cara de su amigo, se unió a Bôite y Beckenbauer y partieron rumbo a la catedral. En el trayecto trató varias veces de advertir qué le pasaba a Beckenbauer, pero no logró descifrarlo, y Beckenbauer restaba importancia con ademanes ante la mirada insistente y preocupada de su coronel. 
Cuando Boutique descendió en la catedral no daba crédito a lo que veía su ojo. Ya habían descubierto la cúpula completa, que era inconmensurable. Dio orden de iniciar una nueva perforación sobre la cúpula, para evitar que alguna vaciadora se encontrara con el inmenso túnel conseguido y cayera hiriendo a algún explorador y destruyéndose.
En poco tiempo salieron a la superficie. Ya quedaba poco espesor de techo cenizoso en aquella zona: veinte metros. Boutique salió por el nuevo orificio y observó a su alrededor. A unos trescientos metros en orientación este se podía advertir el hallazgo de Procenex y Provolone: un agudo edificio de mármol en línea casi recta con la cúpula de la catedral asomaba imponente, con cuatro balcones opuestos entre sí que tenían una estrella de ocho puntas vidriada sobre cada uno de ellos. Sobrevoló la zona e ingresó por un balcón. Un estrecho pasillo revestido por completo en mármol rodeaba el núcleo de la edificación. Sólo una puerta de hierro que denotaba extrema solidez y otra corrediza de acero espejado con un cartel que decía: “CAPACIDAD MÁXIMA – 10 PASAJEROS”. Salió nuevamente y se paró sobre la base del techo encima de la inaudita construcción. Bajo sus pies, una compuerta de hierro aparentemente corrediza señalaba un secreto ingreso – ¿Cómo puede ser que Provolone no haya advertido esta compuerta cuando descubrió el edificio? – se preguntó mientras intentaba abrirla, pero la compuerta cedió unos centímetros y se atoró. Boutique se afirmó con sus pies en el borde opuesto y, casi acostado sobre ella, utilizó toda su fuerza intentando abrirla haciendo palanca. Y lo consiguió. Y la puerta se abrió de golpe, dando paso a un oscuro y profundo túnel. Y Boutique cayó dentro como una piedra. 
En caída libre su linterna-vincha se activó en la oscuridad. Desesperado, mientras caía, enfocaba distintos planos: cables, pared, más cables. Luego de unos segundos, al notar la aceleración brusca de caída libre, sus propulsores se activaron automáticamente. Boutique entró en pánico. Nunca se había caído. Sabía que los trajes impedían las caídas pero sólo en la teoría, nunca lo había experimentado en carne propia. Estaba cayendo; se le revolvía el estómago. El traje tomó partido y en un instante lo niveló dejándolo erguido en el aire y frenando su caída con suavidad. Boutique miró hacía abajo y su linterna-vincha iluminó el fondo. A pocos metros, dos o tres a lo sumo, se encontraba el suelo, lleno de hierros soldados transversales y cables que se remontaban tensos. Podría haber muerto despedazado.
Subió por ese túnel maléfico mirando hacia arriba, una tenue luz entraba y señalaba la salida. Una vez fuera se sentó y se recuperó del susto mientras la respiración le cabalgaba en el pecho.
Volvió a ingresar por el balcón abierto e intentó abrir la pesada puerta de bronce haciendo fuerza, pero sólo estaba arrimada. Una escalera forrada por completo en el ya rutinario mármol marrón iba hacia abajo. Eso era una cripta, una oscura cripta de vaya a saber qué cosa. Sólo carteles verdes que indicaban la salida y respiradores de bronce en el techo. Nada más. Y escaleras que bajaban. Sintió miedo, estaba solo a diferencia de la vez que descubrieron el Palacio Minetti. Ya no recordaba cuántos niveles había bajado y la oscuridad era abusiva. Otra puerta, idéntica a la del ingreso y detrás, más escaleras. Boutique no lo podía creer. Siguió bajando, enojado, y bajó seis niveles más. Se sentía mareado de ver siempre el mismo mármol marrón, pero juntó coraje y aceleró el paso. Su dantesco periplo terminó en una impactante bóveda circular con una enorme estatua de un humano sentado con ajustados pantalones sobre un lado, enfrentado a una cruz religiosa. La bóveda tenía dos salidas opuestas. En una de ellas, una piedra blanca y plana decía: 

PIEDRA FUNDAMENTAL DEL MONUMENTO A LA BANDERA ARGENTINA – MUNICIPALIDAD DEL ROSARIO – 9 DE JULIO DE 1898

Todas las paredes tenían inscripciones en relieve: “Manuel Belgrano”, “A Belgrano, creador de la bandera”, “Respete el altar de la patria, no escriba sus paredes, consérvelo, demuestre su cultura”, “TATIANA SE LA MORFA”, aunque esta inscripción estaba hecha con lapicero azul, directamente sobre el mármol; “Boletos”, “¡Soldados: Esta es la primera bandera libre que se ha levantado en América! ¡Jurad sostenerla muriendo en su defensa como yo lo juro! – San Martín”, “Souvenirs – Regalos”.
Sobre un lado, la ceniza había ingresado irrespetuosa en la bóveda. Boutique se acercó y notó un gran portal abierto imposible de traspasar sin extraer el alud de ceniza, y no tenía ninguna herramienta para hacerlo. Volvió sobre sus pasos y se enfrentó nuevamente a la escalera. La miró un instante y resopló. Debería volver por donde entró y lo abrazó una sensación pavorosa por todo el cuerpo, se sentía encerrado, pero debía subir. No le quedaba otra.
Una vez fuera ordenó a sus vaciadores despejar toda la zona que se encontraba entre la catedral y aquel desconcertante edificio. Se formaron cuatro grupos que extraían la ceniza desde posiciones opuestas entre sí. Tardaron tres días en descubrir ese predio, y a medida que se revelaba, mostraba su increíble majestuosidad. Nunca habían visto semejante cosa. Y nunca más verían nada igual.
Se acercó a Bôite y caminaron rumbo a esa irracional e inmensa celda de mármol que sus amigos estaban descubriendo en la parte de atrás del Monumento. Boutique había notado una vez más a Beckenbauer incómodo, pero no había tenido tiempo de preguntarle qué le pasaba.
–¿Qué le pasa a Beckenbauer? – preguntó preocupado mientras se acercaba a sus compañeros.
–No sé, me parece que le duele el diente – atinó Bôite. Y Boutique se frenó en seco.
–¿En serio? – se alarmó. Bôite asintió con la cabeza.
–Me parece… no estoy seguro – insistió – Viste como es…–. Bôite señaló a Beckenbauer con la cabeza, prediciéndolo.
–¿Pero es boludo? – se indignó Boutique –. ¡Mirá si pierde el diente!
–Preguntále, pero me parece que es eso – dijo Bôite. Boutique aceleró el paso, enojado, y se acercó a su otro amigo.
–Escuchame, tarado, ¿cómo es eso que te duele el diente? – lo increpó iracundo. Beckenbauer miró hacia abajo, haciéndose el pelotudo – Te hice una pregunta – Boutique lo presionó, desafiante.
–Ya se me va a pasar, incluso ya me duele menos…– le restó importancia Beckenbauer.
–Vos estás en pedo – lo retó Boutique –. Ya mismo, ¡ya!, te vas para la base.
–¡Pará un poquito!, exagerado, que no es nada…
–No espero nada, te vas ahora – le ordenó Boutique mientras informaba por el comunicador para que tuvieran listo algún odontólogo, que había una emergencia.
Beckenbauer se retiró de la zona enojado y negando con la cabeza gacha. Boutique tomó su lugar y continuaron extrayendo ceniza descubriendo por completo el enorme jaulón de mármol. Al pie de cada columna unos gigantescos candelabros de bronce las custodiaban celosos. En el interior, justo en el centro, había una descomunal cacerola, muy parecida a la que utilizaban ellos para cocinar las espléndidas carótidas de jamiroquais, aunque mucho más grande. Boutique se acercó y leyó en su base: 

“AQUÍ REPOSAN LOS RESTOS DEL SOLDADO ARGENTINO MUERTO POR LA LIBERTAD DE LA PATRIA”

Levantó el ojo y miró hacia arriba. El techo estaba alto, mucho más alto de lo que ya había conocido. – ¿Por qué harían los techos tan altos? – se preguntó. Boutique debía ir a ver a Vitraux urgente. Era demasiada información; no podía seguir avanzando.



Capítulo XXV

El viejo estaba durmiendo otra siesta cuando Boutique le sacudió un pie haciendo que se despertara exaltado. Luego de entender que no estaba en aquel sueño en donde un chevalier maduro lo arrastraba por el bosque por las patas para engullírselo y que sólo era su alumno que, insolente, lo despertaba de mala manera; miró feo al coronel y le dijo:
–¿A usted le parece que es manera de despertarme?
–Disculpe, maestro, pero estoy un poco azorado con lo que acabo de descubrir – Boutique tenía el ojo abierto a punto de salírsele de su cuenca.
–¡¿Qué?! – lo increpó Vitraux – ¡¿Qué descubrió?! 
–Debería usted venir conmigo, no me animo a describirlo – lo invitó Boutique – Temo no tener la sabiduría para explicarme.
–Usted sabe que ya no tengo edad para esas exploraciones…– desestimó Vitraux –. ¿Por qué no me muestra las filmaciones? – Vitraux intentó persuadir al coronel.
–Nada de eso, créame, maestro. Me lo va a agradecer – dijo Boutique extendiendo su mano para ayudarlo a incorporarse.
Vitraux lo miró un instante, desganado, pero la mirada de Boutique era tan vendedora que no podía estar equivocado, quizás valiera la pena el esfuerzo; hasta ahora el coronel nunca le había fallado, ¿por qué lo haría ahora? Lo tomó de la mano y se incorporó con su ayuda. Y salieron de la carpa rumbo a la nave. En el camino vieron a Beckenbauer que se preparaba para volver a la base. Boutique lo señaló con prepotencia, se señaló su propio ojo, e inmediatamente volvió a señalarlo, haciéndole ver que iba a estar encima suyo con su problema dental. Beckenbauer lo mandó a cagar con un gesto desde lejos.
Al llegar al nuevo hallazgo vieron a Bôite descubriendo una enorme estatua de una humana completamente desnuda, con un escudo en una mano y una capa. Boutique aterrizó suavemente en un gran playón escalonado, entre la torre y la inmensa galería de atrás, que ya estaba completamente limpio de ceniza. Vitraux miraba por la ventana, pasmado. Había visto imágenes del Monumento a la Bandera pero verlo en persona era chocante, por un instante se sintió un perejil al lado de esa mole de mármol marrón.
Boutique saltó de la nave y la rodeó para abrir la compuerta del gran maestro y ayudarlo a descender. El viejo bajó con cuidado, esforzándose para mirar donde ponía los pies mientras su ojo, obstinado, no dejaba de mirar esa enormidad de mármol.
–Es increíble…– dijo Vitraux impresionado. 
–¿Vio? Le dije que era para verlo en persona…– le recriminó Boutique, guiñándole el ojo. Vitraux parecía drogado. No volvía a su cara normal.
–Es enorme…
–Y usted no entró por arriba – dijo Boutique, canchereándolo.
–¿Usted ingresó? – preguntó el viejo volviendo en sí, señalando la torre.
–Ajá – afirmó el coronel.
–¿Y cómo es?
–Nada de cómo es, usted mañana ingresará por sus propios medios – dijo Boutique ocultándole información – Estos exploradores que vienen a colaborar abrirán ese sector de allá y separarán la mole completa de la ceniza para que podamos recorrerla juntos – sentenció – Estuve todo el tiempo pensando en usted, maestro. No quiero que se lo pierda – le reconoció, y a Vitraux se le piantó un lagrimón.
–Mientras esperamos le puedo explicar de qué se trata esto – ofreció. Boutique asintió con la cabeza y entraron a la nave. Afuera había mucho viento para el viejo.
–El Monumento a la Bandera fue una creación de arquitectos rosarinos en agradecimiento y respeto a Manuel Belgrano, que fue el creador de la bandera hace más de trescientos años cuando la Argentina se liberó de sus cadenas con España – comenzó Vitraux, acomodándose en la butaca del control mientras Boutique servía unos fitipaldis calientes para acompañar la charla.
–¿Pero cómo? – preguntó Boutique sorprendido – ¿Usted no me dijo que hasta el fin de los días estos países habían sido dominados por Europa y Estados Unidos?
–Sí, coronel, en efecto.
–¿Y entonces?
–Es que antes era peor. Antes de Belgrano, la bandera y esos momentos fundamentales de la historia, Argentina era un país directamente gobernado por España. España tenía un virrey en cada país de Latinoamérica y los países debían respetar y acatar cada orden que estos virreyes impartían, para provecho de los intereses españoles, los intereses económicos.
–¿Un virrey?
–Un virrey. En España estaba el rey, ¿se acuerda que le conté? ¿de la sangre azul y todo eso? – preguntó Vitraux y Boutique asintió con la cabeza – Bueno, los virreyes eran empleados del rey que gobernaban países remotos y rendían cuentas al rey – Boutique se quedó perplejo.
–¿Y qué pasó?
–Los pueblos se levantaron y obligaron a estos virreyes a renunciar a sus cargos y tomaron posesión de sus gobiernos – le explicó Vitraux –. Pero duró muy poco la cosa. Inmediatamente España comenzó a ubicar personajes que le rindieran cuentas de la misma manera y que promovieran leyes que beneficiaran a España. Entonces todo quedó exactamente igual, con la diferencia de que los pueblos supusieron que eran soberanos, que los líderes que los gobernaban velaban por sus intereses y no por intereses extranjeros.
–¿Y los humanos creyeron esto por siglos?
–Sí, de esta manera se sentían dueños de sus tierras, con sus banderas, sus escudos, sus límites fronterizos, sus ejércitos, sus jueces, sus presidentes…– enumeró Vitraux –. Y era todo una farsa.
–Pero espere un poco, maestro – lo interrumpió Boutique –. Una cosa es que haya un virrey que ordena, reprime y obliga a los habitantes de una de estas naciones con su infundado derecho de gobernabilidad, y otra muy distinta es que haya un supuesto gobierno nacional que boga por el bienestar de su pueblo – se explayó Boutique –. ¿Me va a decir que los humanos no advertían que no había cambio alguno? ¿Que era todo una farsa?
–Algunos lo advertían pero no se metían, cuidaban su quintita, la mayoría directamente nunca entendió nada y pasó su vida suponiendo que vivía de una manera y lo hacía de otra. Y los humanos verdaderamente perjudicados por esta situación estaban tan apartados del resto, abandonados en las fronteras, bien lejos de las ciudades cosmopolitas, que a nadie le importaba.
–¿Nadie hacía nada por ayudarlos?
–No, antes del advenimiento de la tecnología y la globalización, en la época en que vivió Belgrano, los que sabían cómo era la cosa eran sólo los políticos. Los ciudadanos comunes no entendían nada y no se metían en esas cuestiones y, sobre el final de los días, cuando sí todos estaban enterados de lo que ocurría en las ciudades pobres y alejadas tampoco se involucraron, estaban ocupados pagando cuentas, comprando electrodomésticos en cuotas, yendo al supermercado a comprar cosas innecesarias – negó Vitraux –. Nadie tenía tiempo de plantarse y pedir una solución a esos problemas, y todos creían fervientemente que nunca les tocaría a ellos, que las cosas que les pasaban a los pobres o a los integrantes de los pueblos originarios eran cosas que nunca los rozarían siquiera.
–¿Los pueblos originarios? ¿Qué es eso?
–Cuando Cristóbal Colón descubrió América a fines del siglo quince, este lugar que estamos explorando estaba ocupado por humanos primitivos que habían nacido en esta tierra y que, por tal motivo, les pertenecía más que a nadie en el mundo. Había muchos pueblos bien constituidos y enclavados en distintas zonas de este continente que España e Inglaterra se encargaron, durante siglos, de exterminar para poder acceder a ocupar esos suelos, mucho más vastos que los propios.
–¿España e Inglaterra eran lugares pequeños?
–El continente europeo estaba integrado por más de cuarenta países, teniendo una superficie muy inferior a la de Sudamérica, en donde sólo había doce países.
–¿En serio?
–En serio – repitió Vitraux, buscando en su cuaderno de apuntes –. El continente europeo tenía una superficie de diez millones de kilómetros cuadrados, mientras que Sudamérica contaba con diecisiete millones – dijo leyendo el apunte –. Casi el doble. Imagínese entonces que estos europeos vivían un poco apretados en sus tierras, llenos de enfermedades y contaminados por el dinero. Necesitaban expandirse. Entonces aparece en escena Cristóbal Colón. Por esa época la creencia general era que el planeta era plano, no redondo, y Colón insistía con que era redondo. Nadie le creía y lo tildaron de delirante. Pero la reina de España le financió un viaje y le dio tres naves llenas de presos y esclavos, y lo mandó a investigar. Todos vaticinaban que el tipo caería al vacío allá a lo lejos, donde nada se podía avistar, pero él continuó con su creencia y se animó a cruzar el océano – le contó Vitraux –. Luego de mucho tiempo, finalmente llegó a la orilla de lo que suponía era la India, porque no tenían conocimiento de que existiera este continente, y los indios lo recibieron con afecto. Luego España vio oportuno invadir, aniquilar y robar a estos pueblos originarios todas sus riquezas, quedándose con sus tierras. Y después se generaron los países gobernados por virreyes, y luego estos países decidieron gobernarse sólos echando a los virreyes, y llegamos al final de los días, donde las empresas europeas continuaban gobernando los países por debajo de la ley, en confabulación con los presidentes democráticamente elegidos por los pueblos, que una vez que llegaban al poder, eran coimeados por las empresas y todo continuaba como siempre.
–Pero, maestro, disculpe, hay algo que no entiendo – lo frenó Boutique –. Usted me dice que un tal Manuel Belgrano y compañía decidieron refundar su patria y echar a los españoles.
–Exacto.
–¿Cómo hicieron los españoles para persuadir a los Manuel Belgrano? Porque tal como usted me dijo, la cosa siguió igual, a pesar de esa independencia…– se ofuscó Boutique.
–No los persuadieron. De manera inteligente los fueron separando de los cargos que ocupaban, chantajeándolos con extrañas exploraciones que debían hacer en lugares alejados de la capital, en el norte del país, sin apoyo logístico ni económico, y estos, al encontrar lugares que necesitaban su presencia por haber sido abandonados por años, iban perdiendo poder e iban siendo olvidados.
–¿Olvidados?
–Sí, coronel, imagine que a usted lo mandaron ahora a explorar estas tierras lejanas y que usted no vuelve más, o regresa luego de mucho tiempo, enfermo y débil, o muere en el intento.
–Supongo que mi novia removería cielo y tierra para encontrarme si no aparezco, o en mi regreso enfermo todos me atenderían y tratarían de sanar mis heridas, y si muero en el intento harían una reunión respetuosa como la que hicimos con Kunta y Kinte cuando perecieron en aquel cráter del pacífico. Nadie me olvidaría. Yo no me olvido de mis padres ni de marcianos trascendentales que han hecho cosas importantes por nuestra comunidad.
–Sí, nosotros somos así. Los humanos no – dijo Vitraux, negando con la cabeza.
–Pero, entonces, ¿para qué hicieron semejante Monumento enorme si era todo una farsa?
–Porque el humano vivía inmerso en la hipocresía, en la farsa. Ellos verdaderamente creían que eran dueños de las comarcas que habitaban y sentían orgullo de ser argentinos, bolivianos, paraguayos – le explicó Vitraux –. Mientras tanto, en la realidad cotidiana, las empresas europeas que estaban enclavadas en estos países sudamericanos se llevaban el dinero que recolectaban de la extracción de oro, de petróleo, de gas y de todos los minerales que pudieran acaparar de una tierra que no les pertenecía en absoluto. Y los humanos ingleses, estadounidenses o españoles se sentían orgullosos de dominar el mundo y de someter a países pobres. Todo era un gran disparate.
Boutique se quedó decepcionado, como siempre. Vitraux se levantó y salió de la nave a ver los adelantos de la excavación. El Monumento estaba completamente despejado: una torre de setenta metros de alto completamente forrada en mármol era la proa de una ilógica nave de piedra de trescientos metros de eslora por cien metros de manga, con una escalinata suave pero constante que lo depositaba a uno en la descomunal galería en su lado opuesto a la torre. – ¿Habrá otro Monumento así en alguna parte del mundo? – pensó Vitraux, mientras lo disfrutaba recorriéndolo con la vista. – No creo – asumió.

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