lunes, 3 de junio de 2013

Capítulo LI y LII



Capítulo LI

Boutique pensó en ir en ese mismo momento a buscar cubiertas nuevas, pero ya era tarde y se acercaban dos exploradores a lo lejos haciéndole señas. Eran Bacán y Babieca. Desilusionado, se metió en la carpa y sacó de la alacena unos quilombos para agasajarlos como tentempié.
–¿Qué me traen, muchachos? – les preguntó complicado, con la boca llena de quilombos.
–No lo va a poder creer, coronel – dijo Babieca entusiasmado, extendiéndole el bolso recolector. Boutique se levantó para poder abrirlo y les extendió el plato.
–¿Quieren quilombos? – ofreció, mientras abría el bolso. Babieca se mandó uno.
Boutique extrajo del bolso uno de los objetos que habían recolectado y lo puso cerca de su cara, sin comprenderlo. Era un pituto enorme de color rojo oscuro con un montón de compartimentos metálicos, como lonjas metálicas ensanguchadas entre las dos tapas coloradas que tenían una cruz cuadrada blanca dibujada en uno de los lados. Bacán le pidió permiso para mostrarle lo que hacía el adminículo encontrado y Boutique se lo concedió. El capitán, con algo de dificultad y cerrando fuertemente su ojo, desplegó de una de las lonjas metálicas una espléndida lima. Boutique enloqueció, enarcando su ceja; luego eligió otra lonja y sacó una tijera pequeña, y luego una diminuta lupa, y luego un saca-corchos, y un palito, y una pinza de depilar; aquel coso era una caja de sorpresas. El coronel lo agarró con ambas manos y lo giró delante de su ojo, desorientado.
–¿Qué es esto? – preguntó a sus capitanes.
–Una Victorinox – le respondió Babieca con respeto y las manos entrelazadas en su espalda dando saltitos ansiosos con sus talones, de pie delante del coronel.
–¿Una Victo qué? – preguntó sin entender. Bacán le extendió el listado, Boutique lo agarró y leyó aquel ítem. Se lo había olvidado, y la foto que mostraban era de muy baja calidad y no se entendía bien. Aquel aparatito en persona era mucho más tentador.
–Ahora recuerdo… Es ese práctico aparatito lleno de herramientas – recordó –. El maestro me había solicitado uno, el más completo, pero le propuse llevarnos todos los que encontremos, ya que parecen muy útiles – Babieca abrió su bolso y lo vació sobre la mesa. Decenas de Victorinox de todos los modelos y colores cayeron haciendo mucho ruido.
Boutique se sobresaltó y se levantó para desparramarlas mejor sobre la mesa. Algunas eran rojas, otras negras, otras amarillas; unas tenían sólo dos estiletes de distinto tamaño; otras eran tan gordas y con tantas secciones que parecía que nunca jamás necesitarían utilizar todas las opciones que ofrecía. Boutique eligió dos, una completa y una de las pequeñas y se las metió en el bolsillo del morlaco. Les ofreció a los exploradores que eligieran un par a gusto y el resto las dejó en uno de los cajones que luego partirían a estibarse en los depósitos de la base.
–¿Dónde las encontraron? – preguntó interesado.
–En la calle del Palacio Minetti, señor – indicó Bacán –. En una pequeña tienda denominada “El Clásico”.
–Bien, bien…– dijo Boutique, pensativo, con una mano en su mentón – Mañana continuaremos extrayendo más de estas fantásticas herramientas, por hoy es suficiente – les dijo señalando la puerta, indicándoles amablemente que era hora de dormir.
Ambos exploradores agarraron un par de Victorinox y se fueron rumbo a su nave. Boutique los saludó con una mano desde la puerta mientras contemplaba cómo brillaba su gran hallazgo estacionado frente a la carpa con los últimos rayos de sol de la tarde. El frío comenzaba a hacerse presente. Se acercó al Torino y le dio un beso en la trompa y unas palmaditas cariñosas –. Ya vamos a tener tiempo de disfrutarnos – le dijo, como compartiendo un secreto. Y se metió en la tienda.
El maestro salía del baño recién duchado con las llaves del Torino tintineando colgadas del cuello en una soguita. Boutique hizo la vista gorda, demostrándole que no había prestado atención al detalle de la soguita, aunque ya había calculado en un primer vistazo que aquel collar no le pasaba por la cabeza por muy poco, y no podría arrebatárselas durante alguna de las siestas que el viejo tomaba a diario. Se recostó en su cama para abrir cada compartimento de aquellas formidables herramientas que habían encontrado sus exploradores. Agarró un disco de los Beatles, Let it be. Había una canción que lo había impactado, “Across the universe”, y la puso bien fuerte dentro de sus auriculares, en modo “Repeat track”. Necesitaba festejar. Al menos lo iba a hacer con buena música.



Capítulo LII

Vitraux se sentía incómodo. Había estado un poco recio con el coronel. Al fin y al cabo no se merecía la reprimenda. ¿Quién era él para retarlo después de todo? Si no hubiera sido por Boutique no habrían encontrado nada, seguirían buscando en cualquier lado, muy retrasados; incluso puede que aún no hubieran hecho contacto con Argentina. Se atemorizó de sólo pensarlo. Pero Boutique se había encaprichado de manera peligrosa con el Torino. Debía tener cuidado, un paso en falso, un intento de ponerlo en marcha sin los recaudos pertinentes podían causar la muerte de aquel vehículo, ya maltrecho de por sí por el sólo paso de los años. Se acercó al coronel y le quitó con suavidad los auriculares para que se fuera despertando, luego se alejó hasta la mesada y comenzó a hacer el desayuno.
–Vaya levantándose, coronel, que hoy tiene un día bravo…– le dijo en voz baja y Boutique abrió el ojo, automático, como una computadora a la que alguien prende.
–¿Ya es la hora? – preguntó buscando el despertador con la mirada.
–No, falta todavía, pero me gustaría que desayunemos juntos, ya que esta vez quiero acompañarlo – le dijo de espaldas mientras preparaba unos zodapes bien carnosos. Boutique ya sentía el olor y el estómago le rugió con furia. Había comido muy poco la noche anterior.
Se levantó en silencio y se metió en el baño. Necesitaba bañarse otra vez. La ansiedad lo había hecho transpirar y tenía la sensación de estar sucio. El agua salió con menos presión que la habitual; debería estar escaseando. Hacía mucho que no iba por la base en busca de provisiones y ahora ya no podría. Le diría a Beckenbauer que hiciera el pedido. Salió del baño y sacó los auriculares del equipo. Across the universe insistía, ya muy repetitivo, por las cajas sonoras y se había hinchado las pelotas de escucharlo. No debía poner más “repeat track”, era un plomazo. La próxima vez pondría un disco entero, le guste o no. Sacó el disco y puso The Final Cut, de Pink Floyd, una obra más amena para un desayuno con el maestro.
–Escúcheme, coronel – comenzó Vitraux acercándose con el plato de zodapes a la mesa –, quiero pedirle disculpas por mi insolencia ayer a la tarde.
–No sé a qué se refiere – desconoció Boutique.
–A la manera en que lo traté… Estuve mal, perdóneme.
–¿Por lo de las llaves? – preguntó Boutique, arrugando su gesto, extrañado.
–Por lo de las llaves – confirmó el maestro mientras sorbía su té de milonga con cautela. Estaba muy caliente.
–No se preocupe, maestro – Boutique le restó importancia al asunto con falsedad, en realidad se había ofendido bastante.
–Sí, me preocupo. Usted fue muy importante para esta misión y no me parece adecuado tratarlo como un chico, retándolo y prohibiéndole que toque unas llaves – se confesó el maestro arrancándose la soguita del cuello –. Tome, guárdelas usted – le dijo, extendiéndoselas. Boutique las miró con sorpresa, las llaves reflejaban la luz del sol que ya se filtraba por el ingreso a la tienda, encandilándole el ojo.
–Gracias, maestro, pero debe tenerlas usted – le dijo conmovido mientras las empujaba nuevamente hacia el lugar en donde se encontraba sentado el viejo.
–Quiero que usted las tenga, coronel.
–No, maestro, es muy peligroso. Puedo perderlas en la exploración. Guárdelas usted en el baúl ese que tiene, o cuélgueselas del cuello como lo hizo anoche. Confío más en su cuello que en el mío – le señaló.
–Como prefiera, sólo quería que usted me disculpara por el arrebato de ayer. Temí que fuera a intentar encender el Torino, hubiera sido muy peligroso…
–Hizo bien, maestro. Anoche no lo entendía, pero hoy sí – Boutique lo miraba al ojo con firmeza, transmitiéndole calma. Vitraux tomó las llaves y suspiró sin saber qué más decir.
–Bueno, solucionado el problema, cambiemos de tema – le dijo con una sonrisa mientras se ataba la soguita nuevamente en el cuello –. Lo quiero acompañar hoy, si usted me permite. Quisiera que me deje en la tienda de libros, quiero revisarla mientras usted afronta sus quehaceres cotidianos.
–Me parece fantástico, maestro. Es un honor para mí que venga a las jornadas de exploración – se alegró Boutique, no le gustaba que el viejo tuviera esa vida sedentaria que tenía, y el sólo hecho de que hubiera salido de él la oferta era todo un acontecimiento.
Desayunaron charlando sobre el Torino. Boutique continuaba haciéndole preguntas sobre la carrera de las ochenta y cuatro horas, estaba obnubilado por aquella historia y Vitraux le contestaba cada pregunta hasta donde podía; tampoco era un experto conocedor de la proeza. Boutique llevó al maestro tomado de las axilas y lo depositó en la peatonal con mucho cuidado. Vitraux dio unos pasitos aligerados manteniendo el equilibrio en el aterrizaje y se tomó de un poste para recuperarse. Caminaron rumbo a Ross-Librero y Boutique limpió con el pie, como barriendo, los vidrios rotos de la puerta de ingreso para que el maestro pudiera entrar sin peligrosos obstáculos. El viejo se aferró a una mano del coronel y se agachó un poco, entrando con cautela.
–¿Ve lo que le contaba? ¡Está intacta! – Boutique le señaló la tienda, anonadado.
–¿Y qué pretende, coronel? Son libros, no celulares – se quejó Vitraux.
–Me refiero a que no fue saqueada…– Boutique no había interpretado lo que le había querido decir el maestro.
–Por eso, si a usted le tocara vivir los últimos días de vida de un planeta, seguramente se lo pasaría inundando su ojo de imágenes constructivas, escucharía hasta reventar aquellas canciones que tanto le gustaron, leería de vuelta algún libro que marcó una etapa importante de su vida, estaría aferrado a los suyos, intentando disfrutarlos – le dijo Vitraux, suponiendo perfectamente.
–Tal cual.
–Bueno, los humanos no. Los humanos se despellejaron vivos con tal de robarse el televisor más caro, el celular más moderno, los calzados deportivos que no se podían comprar por lo elevado de su costo – detalló Vitraux ante la mirada iracunda de Boutique –. Ni libros, ni música, ni reuniones familiares. Había que aprovechar para llevarse todo tipo de aparatos electrónicos; lo demás, poco importaba.
–Pero, maestro… ¿para qué mierda querían esas cosas si no las podrían hacer funcionar? ¡Ni siquiera servían para salvarles la vida! – exclamó Boutique, con los brazos abiertos.
–Ya le dije varias veces que no debe pensar como marciano sino como humano. La humanidad estaba muy enferma y suponía que esas cosas que vendían en las tiendas más saqueadas que usted exploró eran indispensables para ser felices. Hacía rato que habían perdido interés por las cuestiones realmente importantes – le dijo intentando calmarlo. Boutique se ponía muy mal con la actitud humana ante la vida.
–Lo sé, maestro, sólo que me cuesta creerlo, sobre todo viendo las maravillosas cosas que lograron.
–Eso era antes. Hacia fines de la década del ‘70 se acabó; y los años que siguieron sólo los volverían más y más idiotas, convirtiéndolos en lo que terminaron siendo: animales de granja sin criterio manejados inescrupulosamente por dos o tres humanos que eran los dueños de la máquina de hacer dinero.
Vitraux le dio la espalda y prosiguió con su paseo por la tienda de libros acercándose a la góndola de deportes. Boutique lo seguía de atrás. El viejo se quedó contemplando los lomos de los libros con el ojo entrecerrado como buscando algo en especial. Boutique lo miraba de costado y miraba la góndola, intrigado. Luego de un momento, el maestro encontró lo que buscaba y se lo extendió con cuidado al coronel.
–Ahí tiene para entretenerse – le dijo con el libro en la mano: “84 HORAS DE NÜRBURGRING, LA MISIÓN ARGENTINA” decía en la tapa y tenía la foto esfumada de un Torino. Boutique lo agarró, lo envolvió en film protector con alegría, y lo hundió en el bolso. El viejo siguió buscando y encontró otro –. Este también – le dijo sin mirarlo, entregándole un libro con un humano sonriente y transpirado en la tapa que se besaba la ropa: “Yo soy el Diego de la gente” “Diego Armando Maradona”.
–¿Y este quién es? – preguntó desconcertado.
–El futbolista más grande de todos los tiempos. También argentino, por supuesto…– le respondió escueto y siguió buscando. Boutique lo envolvió y lo metió en el bolso.
–Acá tiene otro, y creo que ya está – le dijo dándole otro libro y yéndose hacia otra góndola. Boutique lo tomó y leyó “Juan Manuel Fangio PHOTO ALBUM”
–Parece un libro de fotos…– le aclaró Boutique, frenando al viejo, que volvió sobre sus pies a la góndola de deportes.
–Sí, no sé si es la mejor opción, pero no veo otra…– reconoció cuando finalmente encontró lo que buscaba: “Fangio – Cuando el hombre es más que el mito” –. Este me parece mejor, pero lleve los dos – Boutique lo tomó y lo metió en el bolso. Parecía que el viejo iba a tener para largo y él no podía seguir a su lado si pretendía aprovechar el día.
–Maestro, lo dejo con el bolso y con el film. Usted busque tranquilo. Yo me voy a inspeccionar afuera, cualquier cosa me avisa…– le dijo intentando hacerle ver que debía irse.
–Vaya, coronel, despreocúpese. Yo le aviso – le dijo el viejo saludándolo con la mano. Ya podía dejarlo solo.

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