El blog en donde podemos fraternizar y hablar al pedo sobre el libro. Cosas que gustaron, cosas que no...
domingo, 28 de abril de 2013
Capítulo XLVIII
Vitraux estaba sentado de espaldas a la entrada de la tienda con los auriculares puestos escuchando música cuando Boutique regresó, y prefirió no molestarlo. Dejó el bolso con cuidado en la mesa y se metió en el baño para darse una ducha. Al salir encontró al maestro en la misma posición, pero con la cabeza colgando en su pecho y un hilo de baba le goteaba desde el mentón hacia abajo como el lento deshielo de una estalactita. Se había dormido. Boutique lo dejó con la música y comenzó a cocinar unos teresos embrochetados, haciendo ruido de más para que el maestro se fuera despertando por sus propios medios; pero el viejo tenía engrampados los auriculares a la cabeza. No iba a escuchar nada. Boutique tomó la bandeja de teresos con las manos mojadas y se le patinó golpeando fuertemente en la mesada, haciendo que Vitraux despertara de un salto, sacándose los auriculares y limpiándose el mentón humedecido de baba.
–Perdón – se disculpó Boutique mientras recogía los teresos caídos en la bacha.
–No hay problema…– el maestro se restregaba el ojo.
–Se quedó dormido – adivinó Boutique mientras continuaba con las tareas culinarias.
–Sí, esta música es somnífera…– reconoció Vitraux levantando la cajita del disco de Pink Floyd, Meddle.
–¿Qué es?
–Es el disco anterior a The dark side of the moon. En esta época comenzaban a entender cuál sería el camino que tomarían. Hay una canción fabulosa, que se llama Echoes, quizás las más bella canción de Pink Floyd. Pero caramba que duerme…– reconoció avergonzado –, casi diría que hipnotiza.
–Le traje los perfumes – Boutique cambió de tema mientras terminaba de enjuagar los teresos caídos.
–Mire usted…– se interesó el maestro buscando la bolsa recolectora con la vista.
–Están en el bolso – le dijo, señalándoselo con el mentón con las manos llenas de teresos. Vitraux siguió la línea imaginaria demarcada por la pera del coronel y lo encontró sobre la mesa. Comenzó a extraer cajitas de perfumes, todas cerradas al vacío con un film protector.
–Muy bien, coronel – le reconoció –. Si seguimos a este ritmo, deberemos pegar la vuelta pronto.
–Es lo que más ansío…– dijo Boutique, ensimismado en sus teresos. Vitraux enarcó su ceja, atónito.
–¿Qué pasa, coronel? ¿No está a gusto?
–Sí, maestro, no me malinterprete…– le aclaró –. Extraño mucho a mi familia, es muy duro este viaje. Muy largo.
–Ya falta poco – lo consoló –. A lo sumo un mes – Boutique se dio vuelta con una cara indescifrable, mezcla de alegría y terror. No sabía qué experimentar primero.
–Quizás deba explicarme mejor – dijo Boutique dándose vuelta, con un tereso en la mano mirando el techo de la carpa, pensativo. Vitraux vio cómo goteaba el tereso en el piso mientras esperaba la explicación del coronel, pero no le dijo nada.
–Lo escucho.
–Amo este planeta, me apasiona su historia… Si pudiera estudiarlos en mi casa, con mi novia cerca y el ambiente inundado de música terrestre…– señaló –, me hago viejo disfrutándolos.
–Bueno, ya falta poco para eso – lo serenó –. Piense que a los sumo en unos meses podrá hacerlo – Boutique volvió a la preparación de la comida y negó con la cabeza, ansioso.
–¿Quiere que charlemos sobre Pink Floyd mientras termino de preparar la comida? – lo instó Boutique –. Hay algo que no me quedó claro.
–Dígame – aceptó sorprendido mientras se sentaba cómodo a escuchar lo que el coronel tenía para decirle.
–No entiendo cómo puede ser que hayan escrito esas letras tan directas, tan profundas, tan encadenadas entre sí. Parecían humanos muy superiores, seres que contemplaban las miserias humanas desde algún pedestal inalcanzable para el resto de los mortales – Vitraux ya sabía a donde iba con todo eso –. No entiendo…
–…si eran tan superiores cómo cayeron en la trampa de las competencias y de las peleas por el poder… – lo interrumpió el viejo, y Boutique lo miró agradecido.
–Exacto.
–Vea, coronel, para la raza humana fue imposible juntar cuatro seres que construyeran algo que quedase para la posteridad sin que estos, al encontrar el éxito, el poder o la gloria, no comenzaran a luchar por él, siempre por culpa del dinero.
–Pero es que es tan raro…
–Fíjese que, en general, los músicos de rock provienen de familias de bajos recursos: humanos que pasaron hambre o frío, o que sufrieron siendo testigos de la tortura que padecieron sus padres luchando por progresar sin conseguirlo.
–Bueno pero, ¿por qué razón siendo distintos al común de los seres humanos no lograron ver que el egoísmo personal los contaminaba?
–El dinero los fue alejando. Cada cuál decidió, con el dinero que cobraban, hacer cosas que no le agradaba al resto – trató de explicarse Vitraux, pero Boutique mostraba cara de incomprensión –. Imagínese que usted tiene una sociedad conmigo, con el general y con su amigo Bôite; vivimos en la Tierra y por algo que hacemos en conjunto nos hacemos multimillonarios.
–Sí – dijo Boutique esperando la explicación.
–Bien, entonces viene un señor y nos da millones de dineros y nosotros nos lo repartimos en partes iguales, porque somos amigos, porque nos conocemos desde la infancia misma y porque estamos orgullosos de lo que logramos “juntos”.
–Sí.
–Entonces nos tomamos unas merecidas vacaciones, después de tanto trabajo – señaló Vitraux con gesto serio, como si estuviera cansado de esa tan ardua e hipotética labor –. Cada uno se va a lugares distintos del planeta: usted es amante de los aviones a chorro, yo me desvelo por jugar al golf durante un año entero sin conexión con el resto de la humanidad, al general le encantan los Ferraris y a su amigo lo desvela comprarse una isla.
–Espere un poco maestro, porque me agobia con tanta información…– lo frenó Boutique.
–El golf es un deporte que se jugaba en este planeta, muy aburrido, en donde el humano le tenía que pegar con un palo a una pelotita diminuta y mandarla bien lejos por el campo, que tenía unos agujeritos estratégicos en donde la pelotita debía introducirse.
–¿Y la embocaban?
–Sí, pero casi nunca de un solo golpe, la iban acercando a palazos hasta el agujerito. El que menos palazos le daba, ganaba el juego.
–Bien – afirmó Boutique entendiendo un ítem.
–Los aviones a chorro eran aviones a chorro – se explicó de manera torpe el maestro, dándose cuenta que no servía lo que había dicho, y no encontrando mejor manera de explicarse –. Eran naves voladoras con alas, para uno o dos tripulantes – definió mirando al coronel, esperando que no le preguntase más.
–Bien…– dudó Boutique, asintiendo lentamente con la cabeza.
–Los Ferraris eran unos vehículos italianos muy ligeros, muy bien diseñados y muy costosos. Sólo unos pocos afortunados podían acceder a tener un vehículo de esos.
–¿Como los Torino? – preguntó Boutique, tratando de imaginárselos.
–Como los Torino…, más o menos – dudó Vitraux, sabía que el Torino era un vehículo mucho más accesible que un Ferrari en cuanto a su costo.
–¿Y la isla? – preguntó.
–Las islas eran lugares paradisíacos que había en el planeta, espacios de tierra enormes en donde cabía una ciudad pequeña enclavados en el medio del océano; había miles de ellas – reconoció Vitraux –. Y los humanos con poder o con mucho dinero podían comprarse una.
–¿Una isla?
–Una isla – confirmó Vitraux.
–Ya no les alcanzaba con comprarse una casa…– advirtió, desesperanzado.
–Exacto.
–Bien – dijo Boutique tratando de volver al tema principal, para no seguir yéndose por las ramas – Entonces se fueron de vacaciones.
–Claro, vacaciones diversas, con gustos diversos, con aspiraciones diversas.
–Sí.
–Al regresar, no se encontraron a gusto con lo que los otros tres habían hecho con su parte del dinero. Hubiesen preferido que hiciesen otra cosa, y comenzaron a distanciarse, como le pasaba a todas las bandas de rock – arrancó el maestro –. Entonces, mientras uno coleccionaba Ferraris y el otro se la pasaba perdido en su isla sin dar señales de vida, el tercero volaba en sus avioncitos y Roger Waters escribía más discos sobre sus experiencias personales mientras jugaba al golf, después los llamaba y se juntaban a grabar para luego volver a sus estupideces terrenales.
–Qué hipocresía…– sentenció Boutique.
–No es hipocresía. No los enjuicie prematuramente. Eran muy jóvenes y vivían en este mundo – el viejo intentó elogiarlos.
–Una cagada.
–Entonces el dinero y la cada vez más importante presencia de Waters como único compositor en la banda hizo que ésta se terminara.
–Y se pelearon – adelantó Boutique.
–Y se pelearon – confirmó el maestro.
–¿Y no se amigaron más?
–Los que se creían más importantes en la banda eran Waters y el guitarrista y vocalista, Gilmour, creo que se llamaba…– atinó el maestro mientras buscaba los apellidos en una de las cajitas de los discos –. Gilmour – corroboró, mostrándole al coronel una foto del guitarrista –. Ellos dos fueron los que tuvieron la pelea más violenta, ya que Waters insistía con echar de la banda al tecladista y Gilmour no se lo permitía, mientras el baterista continuaba coleccionando Ferraris, sin importarle un pito de la discusión.
–¿Y no se amigaron más? – repitió Boutique, ansioso.
–Sí, al final se amigaron. Fue la pelea más longeva de la historia del rock – señaló Vitraux –. Estuvieron más de veinte años sin hablarse, hasta que en la madurez de sus vidas dieron un concierto para recaudar dinero para los humanos que se morían de hambre en África. Y fue tremendo.
–¿Cómo tremendo?
–Fue increíble. Recaudaron muchísimo dinero. El mundo explotó con la reunión de Pink Floyd. Los discos, que ya eran viejos, se volvieron a vender como pan caliente. Las nuevas generaciones de humanos, ávidas de rock en serio, descubrieron una banda incomparable.
–Y volvieron a hacerse millonarios.
–No, regalaron todo ese nuevo dinero a los pobres. No lo necesitaban.
–He ahí un gran gesto…– reconoció Boutique –. ¿Y qué pasó?
–Nada, el tecladista ya estaba muy enfermo de cáncer por culpa del tabaquismo y se murió. Y se terminó Pink Floyd. Limaron todas sus viejas asperezas e hicieron algunas apariciones, todas benéficas, pero ya faltaba uno, y no fue más lo mismo…
–¡Qué lástima! – se indignó Boutique.
–Sí…– reconoció Vitraux.
–¡Veinte años tirados a la basura! – exclamó Boutique, enojado –. ¡Los mejores veinte años!
–Puede ser, pero no me imagino que este material que dejaron hubiese podido ser superado, coronel, sea optimista y agradezca que dejaron esto.
Boutique se quedó mirando la caja de “Pink Floyd The Wall”, enajenado, no podía creer lo que el viejo le había contado. Cuatro amigos de toda la vida, cuatro humanos que consiguieran esa irrepetible conexión musical, esa manera irreemplazable e insuperable de sonar y decir, y todo tirado a la basura por los egos, las competencias y el dinero… Vitraux le sacó la tapa del álbum de las manos, puso el disco en el aparato reproductor y comieron los teresos con The Wall de fondo mientras le explicaba en detalle a qué apuntaba cada canción y Boutique escuchaba atenta y tristemente lo que el maestro le decía.
Esa noche se acostó temprano, se puso los auriculares y eligió seguir con “The Wall”; al menos ya había aprendido que el aparato reproductor tenía un botón que decía “Repeat all”, que si lo apretaba, el disco comenzaba nuevamente sin parar. Pero seguía sin poder concebir lo que había ocurrido con aquella banda de rock.
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