El blog en donde podemos fraternizar y hablar al pedo sobre el libro. Cosas que gustaron, cosas que no...
lunes, 3 de junio de 2013
Capítulo LVII
Cuando llegaron a la carpa, Vitraux vio el Torino sin ruedas apoyado sobre unas maderas y se lo señaló al coronel, aprobándolo. Boutique lo tomó de la espalda y lo apuró a ingresar a la tienda; parecía que aquella noche iba a haber una tormenta por cómo soplaba el viento.
–¡Qué tiempo de locos! – exclamó Boutique mientras se refregaba el ojo ardido y lastimado.
–Sí, se ve que esta noche vamos a sacudirnos…– dijo Vitraux desinteresado por el clima, mientras habría uno de los bolsos que había sobre la mesa y vaciaba su contenido.
–Esto le quería preguntar…– le dijo Boutique cuando vio salir del bolso aquellos gruesos lapiceros que los humanos se enchufaban en la nariz con una sonrisa.
–¿Qué me quiere preguntar?
–¿Qué es esto? ¿Para qué sirve? ¿Los humanos se escribían secretos dentro de la nariz? – preguntó Boutique, desconcertado. Vitraux lo miró aterrado un instante y luego explotó de la risa, escupiéndole la cara.
–¡No, coronel!, ¡¿qué pelotudez está diciendo?! – le espetó a duras penas, ya que la risa le impedía hilvanar frases completas.
–¿Y para qué sirve? – se preguntó Boutique un poco sonrojado, sabía que había dicho una estupidez.
–¡Qué se yo para qué sirve! – lo retó el maestro mientras continuaba riendo como un poseído. Boutique comenzaba a avergonzarse más y Vitraux se dio cuenta que debía parar –. ¿A usted le parece lógico lo que acaba de decir? – le dijo tomándole la mano con cariño, intentando hacerlo sentir cómodo.
–Qué se yo, maestro…– se disculpó –. Estos humanos eran tan inteligentes y tan idiotas a la vez… Quizás se guardaban anotados dentro de la nariz los números de cuenta del banco, no sé…– explicó su postura, pero el maestro explotó nuevamente y Boutique ya tenía franca cara de humillado. Vitraux levantó su mano como pidiendo tiempo para reponerse, era imperioso que su alumno no hablara más del asunto. El viejo tomó una de las cajitas y la abrió, sacó el aparatito y un manual de instrucciones y lo extendió sobre la mesa. Boutique se acodó, todo doblado, a leer con el maestro lo que decía el manual.
–Es un afeitador de fosas nasales – dijo Vitraux haciendo extrañas caras con el quevedo clavado en la nariz, acercando y alejando el librito sobre su pecho, parecía que su visión no enfocaba bien. Y Boutique se agarró la nariz, aterrorizado.
–¡Por favor, maestro! ¡Con lo sensible que es esa zona! – exclamó el coronel. Vitraux estaba atónito; él tampoco lo entendía.
–Sí, estoy de acuerdo con usted…– le dijo mientras daba vuelta la caja contenedora, como intentando descubrir otra función más lógica en aquel artilugio.
El afeitador de fosas nasales tenía un capuchón. Estaba concebido de la misma forma que un lapicero, sólo que en la punta en lugar de alojar el bolígrafo tenía un casquete metálico seccionado transversalmente en seis partes. Según anunciaba el manual, aquella promoción venía con un set de pilas de energía de regalo. Vitraux dio vuelta la caja, la sacudió y las pilas cayeron sobre la mesa. Siguió leyendo el manual en busca de indicaciones sobre cómo introducírselas y era muy fácil, sólo había que desenroscarle la punta opuesta y ubicarlas teniendo en cuenta la polaridad. Se miraron con temor, como dos chicos que se están por mandar flor de cagada pero no pueden evitarlo, y le encajaron las pilas. El manual decía que ahora el aparatito estaba listo y sólo restaba prenderlo y enchufárselo en la nariz. Vitraux lo revisó pero no tenía un botón de “encendido” por ningún lado, y se lo extendió a Boutique que, con medio culo apoyado sobre la mesa, esperaba instrucciones en silencio. Lo dio vuelta y se lo puso en el ojo como si fuera un catalejo, intentando descubrir qué es lo que había dentro del casquete, pero no vio nada. Sobre un costado tenía una plaqueta insertada con una elevación en el borde en donde se podía apoyar el dedo pulgar; es más, si uno apoyaba el dedo pulgar ahí entraba justo. Boutique recordó la manija del Torino y presionó sobre la plaqueta, que se deslizó hacia delante y el aparatito se prendió. Ambos se miraron pasmados mientras escuchaban el “Bzzzzzzz” que hacía el afeitador vibrando en la mano del coronel.
–Déle, póngaselo – le ordenó Vitraux, y Boutique lo miró con el ojo que se le salía de la cuenca.
–¡Ni loco! – le dijo extendiéndole el aparatito, que seguía con su “BZzzzzzz” amenazador.
El viejo lo tomó, haciendo una cara de superado que sólo él se creía y, mientras Boutique lo desafiaba con la mirada, se lo acercó a la nariz. El “BZzzzz” se hacía cada vez más estremecedor, pero no podía flaquear delante del coronel; ya estaba condenado a probarlo. No le quedaba otra. Al fin y al cabo no se veían cuchillas, ¿qué daño podría hacerle? Miró al coronel con valentía y, tomando aire, se zampó el afeitador dentro de la nariz.
El “Bzzzzz” cambió de golpe por un intimidante “BZzz ¡CHAC! ¡CRAC! BZzz ¡CRICH! BZzzz”. Boutique se alarmó y tomó del hombro al maestro, preguntándole con la mirada si se encontraba bien. Vitraux levantó su otra mano dando a entender al coronel que no había problemas, aunque no lo demostraba con su ojo, que le lloraba bastante e intentaba cerrársele con movimientos espasmódicos. El ruido que hacía ese aparato desesperante era inconcebible; parecía una pequeña cortadora de pasto. El viejo lo extrajo de su fosa y, poniendo cara de indiferencia, lo metió en la otra. El aparato volvió a zumbar normalmente, pero sólo hasta que ingresó en la fosa “dos”, donde comenzó nuevamente con sus “Bzzz ¡CHAC! ¡CRICH! Bzz ¡TRACK!”. Un instante después Vitraux dejó el afeitador y extrajo del bolsillo de su bata un pañuelo, se cubrió el naso y resopló fuerte para luego extender el trofeo sobre la mesa ante el desagrado del coronel, que miraba su contenido de reojo, lleno de mocos frescos y un sin fin de gruesos pelos cortados, luego lo volvió a doblar en cuatro y lo guardó nuevamente en su bata.
–¿Y? – preguntó Boutique, ávido de información. El viejo tenía un semblante distinto y movía sus fosas nasales, incrédulo. Y no le contestaba – ¡¿Y?! – repitió a los gritos.
–…¡Puedo respirar! – exclamó finalmente, se lo notaba contento.
–¿Antes no podía? – le preguntó Boutique, confundido.
–Sí, coronel. Si no hubiera podido estaría muerto. No sea pelotudo – lo retó –; sólo que es distinto… me entra más aire, no sé… ¡Es distinto! – exclamó victorioso con ambas manos elevadas a cada lado de su cabeza, como agradeciéndole al cielo. Estaba eufórico con su nuevo respirar, y miró al coronel y le extendió el afeitador – Debe probarlo – le ordenó. Boutique se hechó para atrás, negando con todo el cuerpo.
–No, maestro, gracias; déjeme así que estoy bien…–. El viejo lo miró indignado.
–¿Me va a decir que nunca pero nunca le picó la nariz por culpa de esos pelos desatinados que crecen de golpe y comienzan a acariciarle a uno el interior del naso como si se tratara de un mal nacido enanito que con una pequeña plumita nos hace cosquillas ahí dentro? – le espetó Vitraux, iracundo.
Boutique desestimó la pregunta como si nunca le hubiese pasado aunque, paradójicamente, comenzaba a sentir inoportunas cosquillas en la nariz. Parecía a propósito, como cuando uno no puede rascarse porque tiene ambas manos ocupadas o sucias y la nariz o el ojo deciden que es el momento adecuado para romper las pelotas. Ahora debía evitar hacerlo, para no demostrar picazón delante del maestro, pero su nariz, muy descortés, comenzaba lentamente a acrecentar la picazón y a advertirle que si no se la tocaba y acomodaba aquel pelo hijo de puta terminaría gritando de la desesperación, refregándose el naso como un loquito contra una pared, delante de la mirada seguramente pasmada del viejo. Volvió a negar con la cabeza y miró hacia donde se encontraba el bolso, haciéndole ver que el tema había terminado y que continuarían hablando del siguiente objeto recolectado. La nariz le seguía picando. Hundió su cara en el bolso como si se le hubiera perdido algo dentro y, oculto de la vista del viejo, movió sus labios para ambos lados frunciendo la nariz, intentando rascarse sin manos, y no lo consiguió. El maestro bajó con su mano el bolso para poder verle la cara pero no se dio cuenta, Boutique justo había dejado de arrugar el gesto. La nariz le seguía picando. No iba a poder solucionarlo con un simple movimiento de cara, la picazón a esa altura era tal que la única solución era ponerse la palma de la mano abierta apoyada en la nariz y, apretando fuerte contra el rostro, comenzar a hacer rápidos movimientos circulares durante un largo rato. No había otra. Para colmo el viejo no le sacaba el ojo de encima, como si supiera que estaba intentando no rascarse; y lo miraba, y lo miraba, y lo miraba; y la nariz le picaba cada vez más. Otro que se había complotado en su contra conformando una deplorable asociación ilícita con la nariz traidora era el ojo que, al no soportar más la picazón, comenzó a lagrimearle. Y el viejo lo miró con gesto preocupado.
–Coronel… ¿está llorando? – le preguntó poniéndole una mano en el hombro, intranquilo. Boutique miró para abajo, nervioso.
–No, maestro, debe ser un granito de ceniza que me entró en el ojo…– desestimó, mientras metía una mano en el bolso y sacaba uno de los aparatos reproductores que había recolectado – ¿Para qué sirve esto? – Boutique continuaba intentando cambiar el tema de conversación, aunque esta vez lo hizo de manera abrupta, con la voz tensa y finita. La nariz ya no sólo le picaba, lo estaba volviendo loco, y el viejo seguía mirándolo, preocupado.
–Está llorando – señaló el maestro con seguridad.
Boutique, enajenado, mantenía la mirada en el nuevo aparato intentando descifrar qué era, implorando recuperar su cotidiana cara de nada. Quería arrancarse la nariz, tirarla al piso y saltarle repetidas veces encima a los gritos. Ya no le alcanzaba con refregársela violentamente, no; aquella picazón era inaudita, nunca jamás en todos sus años había sentido tantas cosquillas ahí dentro. Miró al maestro con el ojo rojo e inundado por una viscosa capa de lágrimas que no se animaba a rebalsarlo y pestañó, salpicándolo todo; incluso su nariz, que lo menos que necesitaba era que una lágrima le caminara despacito por el costado externo de la fosa que se había encendido en una cruzada por hacerle explotar la cabeza. Y ya no pudo más.
Soltó lo que tenía en la mano, lo revoleó por el aire. Levantó el culo de la mesa de un salto agarrándose la nariz con ambas manos, amasándola, apretándola, girándola para un lado y para el otro; todo a la vez y a una velocidad absurda mientras hacía sonidos guturales de placer orgásmico. El viejo se quedó helado. Parecía que el coronel se estaba masturbando por la nariz. Fue una escena muy desagradable de ver, y muy larga, parecía que no terminaría nunca más de toqueteársela inmerso en esos jadeos desagradables. Pero finalmente se detuvo, en el momento preciso en que el viejo había decidido tomar cartas en el asunto e irse y dejarlo sólo. No soportaba más ser testigo de ese desagradable momento. Ya repuesto, Boutique miró de reojo al viejo, que volvía a acomodarse en su silla viendo que todo había terminado y, avergonzado, le confesó.
–Es que me picaba la nariz…– le dijo, intentando disculparse.
El maestro lo miró con temor y el ojo muy abierto y le extendió el afeitador nasal en silencio. Boutique lo tomó con sus manos, lo prendió y se lo encajó dentro del naso sin pestañar como si hubiera usado ese aparato toda su vida, mientras continuaba rascándose, ahora por dentro, con el casquete que impedía que las cuchilllas entraran en contacto directo con las cavidades nasales.
Con el gesto adusto, el viejo tomó otro aparato del bolso, parecido al que el coronel recién había lanzado por el aire antes del ataque psicótico y lo contempló, pero Boutique estaba en otra, con el ojo en blanco de placer refregándose el interior de su nariz con ese mágico afeitador. Todavía gemía, pero mucho menos que antes.
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