lunes, 3 de junio de 2013

Capítulo LIV y LIV



Capítulo LIV

Boutique tenía que encontrar cuatro cubiertas para el Torino, y para eso se había levantado aquella mañana. Ya había pasado media jornada y todavía no había siquiera comenzado la búsqueda. Subió a su carpa con el bolso cargado por la mitad, lo dejó sobre la mesa y salió a caminar por el borde del piletón para tener un panorama visual más completo. Quizás desde lo alto podría ver una tienda de cubiertas para vehículos, aunque ya conocía la peatonal como la palma de su mano y de cubiertas no había visto nada. Probablemente encontraría alguna hacia el otro lado, hacia el norte. Nunca había ido para aquella zona y debía intentarlo.
Bajó en la última calle descubierta, denominada “Pueyrredón”, y llamó a Bôite por el comunicador solicitándole ayuda. Bôite arribó enseguida, como era su costumbre, con sus compañeros.
–¿Qué pasa ahora? – le preguntó haciéndose el molesto antes de apoyar ambos pies en tierra firme.
–Tenemos que encontrar una tienda de cubiertas para el Torino – comenzó dándole órdenes como un poseído, muy ansioso –. Vamos a barrer esta zona. Vos y Bufete van a ir de norte a sur y yo me quedó con Beckenbauer y Bandoneón y hacemos este-oeste ¿Te parece?
–¿Y si no me parece? – lo desafió.
–Dale, no seas gil… Dame una mano con esto…– le imploró volviendo al trato habitual que le daba a su amigo. Bôite lo miró resignado y comenzaron a caminar.
Por Pueyrredón, y a pocos metros de Córdoba, encontraron una edificación derrumbada que parecía haber sido víctima de un avasallante bombardeo. Era una tienda enorme, mucho más grande que cualquiera que hubieran visto. Tenía un cartel roto muy grande que anunciaba: “…RREFOUR”.
Bufete se arrimó hasta donde los escombros se lo permitieron y se subió a un gran bloque de cemento que parecía ser una pared tumbada, y lo que vio era tenebroso: cientos de humanos apilados unos encima de otros con bolsas plásticas aferradas a sus manos. Aquellos terrícolas habían encontrado la muerte ahí dentro, pero no por asfixia por respiración de ceniza volcánica; parecían haber muerto aplastados por ellos mismos. Bôite se acercó a su amigo y vio lo que él veía, y se miraron aterrados. Ese escenario tenía aire de saqueo desesperado y de muerte por amontonamiento. Bufete quiso entrar pero Bôite lo tomó de un brazo. Se soltó enérgico y saltó detrás de la pared tumbada rumbo al interior. Bôite negó con la cabeza y lo siguió dando saltitos entre los bloques de cemento como si estuviera cruzando un arroyo y quisiera evitar mojarse. Bufete llegó a donde estaba la pila de humanos. Eran cientos, aplastados y con los ojos chorreados y secos salidos de sus cuencas. En algunos casos los cráneos estaban triturados, como cuando Bandoneón rompía cubitos de hielo dentro de un repasador contra el suelo para preparar alguna bebida alcohólica en las noches que se quedaban hablando al pedo hasta la madrugada. Bôite logró alcanzarlo y volvió a tomarlo del brazo, implorándole que regresara; no había nada ahí dentro que estuviera en condiciones de ser recolectado y el lugar aterrorizaba. Bufete insistió y se subió a una especie de canasto grande con ruedas que estaba boca abajo para contemplar el lugar en puntas de pie. Desde esa altura y estirándose al máximo, podía traspasar con la vista la montaña humana y ver el interior, y lo que vio lo hizo desestabilizar y caer del canasto al suelo, muy cerca de uno de los humanos que estaba debajo de todo de la pila, con sus brazos extendidos y su cabeza ladeada y aplastada a tal punto que parecía un panqueque. Detrás de la montaña de humanos que impedía el acceso al recinto pudo ver el interior de la tienda; enorme, llena de estanterías derribadas con cientos de humanos apilados encima de ellas. Nunca había visto tantos cadáveres juntos. Aquel lugar había estado atiborrado de terrícolas el día final. Bufete se sintió descompuesto de golpe y tuvo ganas de vomitar. Se levantó limpiando sus manos en el morlaco y salió raudamente hacia la calle.
Llegaron a San Lorenzo y nada, ninguna tienda de cubiertas disponible. En aquella zona sólo había residencias. Cuanto más se alejaban de calle Córdoba y de la peatonal menos tiendas encontraban. No le parecía lógico seguir alejándose, pero Boutique le había dicho que peinara el lugar cuadra por cuadra y sólo le faltaba una. No iba a abandonar. Al llegar a la esquina siguiente la tomaría en dirección este y volvería por la paralela, y así sería su mañana, paseando por las cercanías de la peatonal sin apuros.
Boutique, por su parte, llegaba a una doble calle con un camino en el medio lleno de extraños árboles que, sin hojas ni ramas, no dejaban acertar qué eran, transformádose en enormes postes enclavados en el suelo. La ancha calle cruzaba Córdoba y decidió tomarla hacia el lado de Santa Fe. El paseo se llamaba “Bv. Oroño”, pero nada de tiendas de cubiertas para vehículos en esa calle arbolada. Boutique sintió impotencia, se notaba que ese era un lugar sólo de mansiones y grandes edificios. Siguió caminando y cruzó Santa Fe pero tampoco se veía nada por esa zona. De pronto, el comunicador le vibró en la cintura de su morlaco y lo sacó rápido del bolsillo.
–¿Dónde estás? – le preguntó Bôite desde el parlante del aparatito.
–En Bv. Oroño y…– dudó un instante –…San Lorenzo – le contestó Boutique bailoteando en la esquina, parecía un extraviado buscando con la vista los carteles de las calles.
–Sería mejor que vayas arriba y tomes nota de la marca y la medida de cubiertas que necesitás…– le indicó Bôite, dándose aires de consejero.
–¿¡Encontraste!? – le preguntó Boutique, incrédulo.
–Vos traeme esos datos – lo persuadió.
–Dale, boludo… ¡No me jodas! – lo retó Boutique. Beckenbauer miraba atento.
–Sí. La encontré – le dijo finalmente y Boutique dio un salto de alegría con un puño cerrado apuntando al cielo.
–¡Vamos, todavía! – lo alentó – ¿Dónde estás?
–En Urquiza y Pueyrredón. Andá a buscar esos datos porque son todas distintas – subrayó.
–¿Urquiza y Pueyrredón? ¿Dónde es eso? – le preguntó Boutique.
–Es la calle donde nos separamos, sobre el final de la excavación, en la última cuadra descubierta – le ilustró Bôite, cortando la comunicación.
Boutique salió disparado hacia fuera del piletón sin dar ninguna directiva a sus amigos que acompañaban su búsqueda, estaba con la cabeza en otro lado. Beckenbauer y Bandoneón lo siguieron, pero Boutique iba rápido. No lo podían alcanzar. Parecía un chico cuando se ponía así de ansioso. Al salir fuera del piletón lo vieron, estaba tirado en el suelo en cuatro patas anotando vaya uno a saber qué cosa en un papelito mientras leía supuestamente algo en las cubiertas del Torino. Al terminar se levantó enérgico y, dando un rápido giro sobre sus pies, se dispuso a remontar vuelo hacia donde Bôite se encontraba, sólo que el cuerpo de Bandoneón que estaba justo detrás suyo se lo impidió y cayeron ambos al suelo, bastante doloridos; se habían pegado flor de cocazo. Beckenbauer estalló en carcajadas y se tuvo que tirar al piso del dolor de panza que le dio. Bandoneón se agarraba el pómulo, enojado, y Boutique se hacía el pelotudo mientras se ponía de pie y se limpiaba el polvo de ceniza del morlaco mirando para abajo.
–¿Me hacés un favor? – le pidió a Beckenbauer mientras ayudaba a Bandoneón a levantarse del suelo. Estaba tan ansioso y concentrado que no se había dado cuenta de lo que había ocurrido.
–Sí, decime…– dijo Beckenbauer tratando de componer la postura.
–¿Te vas a la base y pedís provisiones? Queda poca agua – le ordenó.
–Bueno, ¿y qué más? – preguntó Beckenbauer sacando un anotador de su morlaco, adrede; sabía que Boutique no quería demorarse más y le encantaba agarrarlo para la joda cuando su amigo estaba en ese estado.
–¡Fijate vos! ¡Lo que haga falta traelo! – le dijo a los gritos mientras se alejaba por el aire. Beckenbauer le hizo una venia respetuosa pero Boutique no lo vio, ya tenía el ojo enfocado hacia la zona donde se encontraba Bôite. Bandoneón seguía masajeándose el pómulo izquierdo, muy adolorido.


Capítulo LV

Boutique bajó donde le indicó Bôite buscándolo un tanto desesperado, y lo vio en la entrada de un gran depósito de color azul oscuro. Sus compañeros habían violentado una puerta de ingreso que tenía el galpón en la esquina y luego habían recogido una enorme persiana enrollable muy parecida a las que tenían en los depósitos de la nave nodriza. Bôite lo esperaba sentado en una especie de cono de cemento de color amarillo que había a cada lado de la entrada al lugar. Bufete estaba sentado en el otro.
Con la cara que le explotaba de alegría, Boutique le dio un largo abrazo a su amigo y Bôite lo apretó fuerte contra su pecho mientras Bufete negaba con la cabeza sin entender el por qué de tanta ebullición emotiva.
–¿Trajiste las medidas? – le preguntó mientras entraban al lugar entusiasmados como dos chicos que están por ingresar en un parque de juegos para pasar el día entero divirtiéndose.
–Acá están – aseveró, extendiéndole un papelito que decía: Dunlop Racing - 7,35’ x 15’ y 7,75’ x 15’.
El lugar tenía sofisticadas máquinas hidráulicas para elevar vehículos, o al menos eso supusieron ya que una de ellas aún sostenía, insobornable, un “Chevy 2” color naranja fuerte a dos metros de altura. Sobre la pared opuesta al ingreso había unas estanterías organizadas de manera muy expeditiva con dos caños redondos puestos paralelos a una distancia estratégica para que los neumáticos que estibaran dentro no se cayeran por el hueco. Para algunas cosas los humanos eran muy superiores. Boutique aprendía cada vez más.
Se pusieron debajo de la fila de neumáticos y Bufete, que había trepado por un costado, comenzó a tirarles cubiertas de distintos tamaños. Ninguna decía en el costado lo que Boutique había traído escrito en el papel. Revisaron por completo el depósito por horas y no hubo caso, no encontraron lo que buscaban y, a medida que pasaba el día, Boutique se iba poniendo cada vez más gris y más malhumorado. Bôite, conociéndolo, guardaba silencio y lo ayudaba a seguir buscando mientras a lo lejos se escuchaba el zumbido de las vaciadoras. Ya era de tarde y la noche no tardaría en llegar.
–¿No querés que traigamos las ruedas acá y las comparamos? Quizás sea un problema de marcas o de modelos…– lo consoló Bôite. Boutique estaba visiblemente derrotado.
–¿Y cómo vamos a hacer eso…? – le dijo con la mirada perdida en la montaña de neumáticos que habían bajado de la estantería.
–Mirá, estamos en una tienda de cubiertas… Nos llevamos las herramientas para extraer los neumáticos y mañana venimos con una pastilla de energía, conectamos estas máquinas y armamos cuatro ruedas mejor que cualquier operario que hubiera trabajado en este depósito…– lo animó. Boutique comenzó a brillar un poco.
–¿Y qué herramientas nos llevamos? – le preguntó, como si esperara que su amigo supiera cuál era la indicada. Bôite se tomó el mentón, pensativo.
–¿Esta? – señaló indeciso un extraño aparato retacón con ruedas metálicas y un brazo en forma de “T” que le salía de una punta.
–¿Y cómo sabés para qué sirve? – le preguntó, incrédulo. Bôite le señaló una foto enorme que había detrás de Boutique en donde un humano con morlaco azul levantaba vehículos con ese aparato.
Boutique se dio vuelta y contempló la foto. Parecía fácil de manejar y la idea de Bôite no estaba errada, se llevarían herramientas fuera del piletón y le sacarían las cubiertas al Torino para luego llevarlas al depósito. No estaba mal. Nada mal. Se acercó a la grotesca máquina y apoyó su peso en el caño en forma de “T” que le salía por una punta, pensativo, pero el caño no lo soportó y cedió hacia abajo, haciéndolo caer al suelo. Por suerte Bufete estaba mirando el aparato y notó que un grueso plato que tenía en la base del lado opuesto se elevó, casi imperceptible, en el momento preciso en que el brazo bajó de golpe ante la caída del coronel. Bôite se agachó a ayudar a su amigo a levantarse y Bufete persiguió a la máquina, que había salido disparada hacia un costado, asustada. Mientras Bôite palmeaba a Boutique verificando que no se hubiera hecho daño, Bufete comenzó a mover de arriba abajo el brazo de acero y pudo ver claramente cómo se elevaba ese disco en la punta opuesta. Llamó a su compañero y le pidió que se parara sobre el disco metálico, Bôite acató la orden apoyando su mano para mantener el equilibrio en el hombro de Boutique, que miraba atónito la escena. Bufete comenzó a subir y bajar el brazo metálico y Bôite se elevaba, despacio, ante la sorpresa de los tres hasta completar un ascenso de al menos cincuenta centímetros. A Bôite le costaba mantener el equilibrio allá arriba, quedándole el hombro de su amigo cada vez más abajo, pero el aparato no subía más. Se quedaron un instante sin saber qué hacer y Bufete descubrió debajo de uno de los lados de la manivela una especie de gatillo. Lo accionó y Bôite descendió todo lo que había ascendido junto con un soplido que hizo el simpático aparato, como si hubiera estado conteniendo la respiración mientras sostenía el peso del extraño ser que se le había subido encima.
–Ahora sabemos cómo levantar el Torino…– señaló Boutique, exaltado.
–¿Y cómo le sacamos las ruedas? – preguntó Bufete y los tres se pusieron de inmediato a buscar más fotos en las paredes.
El lugar estaba plagado de gigantescas fotos de humanas en pelotas que promocionaban todo tipo de accesorios para vehículos: “Amortiguadores”, “Neumáticos”, “Pastillas de freno”; pero por algún motivo extraño, en lugar de exponer el objeto que en realidad ofrecían, mostraban voluptuosas humanas en tetas o directamente en pelotas tapándose la casatta con el adminículo en cuestión. Una, toda aceitada, manchada de grasa y con el gesto duro como si se estuviera cagando, se aferraba a una especie de pistón flaco y largo como si sostuviera con dolor un tremebundo pito erecto que le salía de la entrepierna. En otra foto, otra humana tenía franca cara de sorpresa haciendo un circulito con sus labios enarcando al máximo sus cejas mientras se tapaba el pubis con una pastilla de freno, como si la hubieran agarrado en pelotas contra su voluntad y lo único que hubiera encontrado para taparse fuera aquella pastilla de frenos; una escena delirante por donde se la mire. Se quedaron un rato observando las fotos de las humanas. Ya les empezaban a atraer; al fin y al cabo las razas eran bastante parecidas, sólo el color de piel, el dedo índice que les salía del pecho y la cantidad de ojos y dientes eran disímiles. Y ellos no eran de piedra.
En un rincón del lugar había una máquina con forma rectangular que tenía en la parte posterior un plato metálico con tres pinzas que miraban hacia dentro. Debajo contenía dos cajones y Bôite los abrió para investigar descubriendo un sinnúmero de piecitas pequeñas de plomo con distintos tamaños que aplastaban una especie de manual de instrucciones. Se notaba que era una máquina nueva ya que no estaba rayada y sucia como las demás. Bôite abrió el manual, que era muy austero, tenía sólo dos carillas, pero recreaba en cuatro pasos cómo utilizarla. En el paso uno mostraba la figura de un humano con una cruz grande en su mano introduciéndola en el frente de la cubierta, aún en el vehículo. Bôite miró alrededor y contó al menos ocho de esas cruces metálicas tiradas por el piso y las juntó con el pie mientras seguía leyendo. Boutique y Bufete lo seguían e imitaban sus movimientos. En el paso dos, la figura humana extraía el neumático del vehículo y lo colocaba parado a nivel del suelo sobre un costado de la sofisticada máquina y luego apretaba un pedal que le hacía algo al neumático, despegando los bordes de la llanta. En el paso tres, el humano ponía la cubierta sobre la mesa de la máquina y hacía algo extraño con un hierro fino y largo, pero no se entendía bien qué, mientras el aparato giraba la cubierta sobre el plato contenedor. En el paso cuatro, el humano, con una sonrisa de oreja a oreja, mostraba la cubierta fuera de la llanta.
–Vamos a tener que utilizar este coso para extraer las cubiertas viejas de las llantas. No parece que se puedan sacar de otra manera – señaló Bôite.
–¿Y cómo hacemos con el Torino? – preguntó Boutique preocupado. Sus compañeros lo miraron con cara de incomprensión –. ¿Cómo lo dejamos sin ruedas? – aclaró un poco su pregunta.
–Le ponemos unos tacos de madera debajo – aportó Bufete señalando hacia el fondo del depósito donde se podía observar la escena que él pintaba en vivo y en directo: un vehículo estaba en esas precisas condiciones, sin ruedas y sostenido por cuatro tacos de madera, de los que había decenas diseminados por el lugar.
Salieron del depósito en busca de la nave para llevarse las herramientas. Eran muy pesadas y no podrían cargarlas en los bolsos recolectores. Llegaron arriba, pusieron en marcha la nave de Bôite y volaron de regreso a la gomería, que era su verdadero nombre según anunciaba en un gran letrero sobre las persianas enrollables: “Gomería Raulito”. Bufete bajó primero y abrió las compuertas de los costados para ubicar dentro las piezas que se llevarían prestadas: cuatro levantadores, ocho llaves cruz y doce tacos de madera grandes, y volvieron a la zona de aparque fuera del piletón.
Boutique saltó de la nave de Bôite mientras ésta aún estaba en movimiento y abrió las compuertas. Sacó varias llaves cruz y se acercó al Torino, se sentó en canastita delante de una rueda delantera y comenzó a probar las puntas de la llave. Ninguna coincidía. Tomó otra y tampoco. Y otra. Y otra. Finalmente, y en el momento preciso en que iba a empezar a putear muy enojado, la quinta llave tenía un extremo coincidente con la tuerca de la llanta del Torino. Trató de aflojarla pero la tuerca no se movió ni un milímetro. Bufete se acercó y lo corrió respetuoso. Se paró con todo su peso sobre uno de los lados de la llave y comenzó a saltarle encima. Un ruido horripilante - ÑIC-ÑIC-ÑIC - que hacía mucho daño a los oídos señalaba que la tuerca estaba cediendo hasta aflojarse del todo, haciéndolo caer de golpe al nivel del suelo. Una vez despegadas del óxido y destrabadas las dieciséis tuercas, sacaron de la nave los levantadores, los ubicaron detrás de las ruedas y comenzaron a agitar el brazo metálico mientras, agachados y con la cabeza metida debajo del Torino, corroboraban que el disco elevador no apoyara mal en algún sector débil del chasis. Bufete y Bôite habían colocado uno detrás de cada rueda delantera y Boutique había ubicado el suyo en el centro del Torino, en la parte de atrás. Los tres subían y bajaban el brazo de cada levantador a la vez y el Torino comenzó a elevarse despacio, como un viejo al que le cuesta levantarse de la cama. Boutique se sonreía divertido al verlo despertar.
Ya alzado al punto en que las ruedas no hacían más contacto con el suelo y con las tuercas flojas, retiraron una por una las cubiertas reemplazándolas por tacos de madera, metieron las cubiertas en el depósito de la nave y volvieron para apretar los gatillos de los levantadores, los tres a la vez; y el Torino se apoyó sobre los tacos suavemente. De pronto, como si un rayo lo hubiera sacudido, Boutique recordó que el maestro lo esperaba en la tienda de libros. Se le había hecho muy tarde y el viejo lo iba a matar. Se abrazó con sus amigos y les pidió que a la mañana siguiente estuvieran listos para ir temprano directo a la gomería. Y se fue hacia la peatonal.

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