Capítulo LVIII
El viejo dio vuelta un par de veces el nuevo objeto y ya no le quedaron dudas.
–Es una radio – afirmó mientras giraba una rueda que apenas asomaba por el costado.
–¿Una radio? ¿Qué es eso? – preguntó con perfecta normalidad, tratando de que el maestro olvidara el episodio de la nariz.
–Era un pequeño reproductor por donde salía música o humanos hablando – comenzó el maestro –. De esta manera, si usted no tenía dinero para comprar los discos que tanto le gustaban, adquiría uno de estos, que era un artefacto razonablemente barato, llamaba al programa que pasaba la música y solicitaba la canción que quería escuchar. Y el programa se la pasaba, al rato.
–¿Y para qué sirve esa rueda que mueve el palito rojo dentro de la ranura?
–Es que había muchas estaciones de radio y cada una tenía una frecuencia distinta. Entonces si usted quería escuchar radio X, movía la ruedita hasta la medida en donde se encontraba esa radio y la escuchaba. Si en cambio quería escuchar radio Z, giraba la ruedita hasta el lugar en donde se encontraba radio Z, ¿entiende? – Vitraux le ejemplificaba lo que le contaba mostrándole cómo se giraba la rueda mientras Boutique miraba atento.
–¡Qué bueno! ¡Entonces uno podía escuchar la música que quisiera sin tener que comprar discos! – se alegró Boutique.
–Sí, aunque no era tan así, coronel…– lo frenó el maestro.
–¿Por qué? – le preguntó, apoyándose contra el respaldo, intrigado y cruzándose de brazos.
–Porque el mundo estaba gobernado, como le dije en varias oportunidades, por inescrupulosos humanos que lo dominaban. Entonces las radios eran de su propiedad, y ponían en ellas sólo la música que ellos elegían y no aquellas que la gente solicitaba.
–¿Pero usted no me dijo hace un momento que los humanos llamaban para pedir las canciones?
–Sí, los humanos dominados, los que vaciaron las casas de electrodomésticos el día antes a morir asfixiados por ceniza volcánica, que escuchaban canciones estúpidas, sin sentido, flacas de contenido, que no hablaban de nada serio... Las canciones importantes, las que dejaban pensando al humano, no eran tan reproducidas por radio.
–¿Y qué hacían los humanos que querían escuchar esa música?
–Iban y se compraban el disco. No les quedaba otra.
–¿Y si no tenían dinero para comprarlo?
–Se jodían. Y como la mayoría de los humanos no tenía dinero para acceder a la música que verdaderamente valía la pena debían contentarse con escuchar las idioteces que les pasaban por radio. Al final se acostumbraron a eso y se olvidaron de la buena música.
–Qué terrible…– dijo Boutique, apagado.
–No tan terrible como la otra cara de la radio, la de los programas de hablar.
–¿Cómo de hablar? – Boutique arrugó el gesto, sin comprender.
–Aparte de los programas musicales, había programas en donde un humano denominado “periodista” mantenía informado al humano común sobre los acontecimientos del día, como los diarios que recolectamos en nuestra primera visita a la peatonal – le recordó el maestro.
–¿Como un informativo?
–Claro.
–¿Y qué daño podía causar un informativo?
–Mucho daño. Mucho más daño que no permitir escuchar la música que uno desee.
–No entiendo cómo.
–Vea, coronel, imagine que usted y yo gobernamos este país, y no lo hacemos bien, ya sea por falta de criterio, porque no somos idóneos, o porque somos verdaderos hijos de puta que, en un ataque de egoísmo inusitado, estamos aprovechando nuestro importante cargo para hacernos millonarios recolectando todo el dinero que podamos mientras dure nuestra gestión.
–Entiendo – asintió Boutique cruzándose de piernas.
–Bueno, un periodista tiene la obligación de informar al humano común sobre los sucesos de la jornada. Si ese periodista cobrara un sueldo pagado por usted o por mí, ante una anomalía en nuestra manera de gobernar, no podría decir la verdad de los acontecimientos porque, de hacerlo, debería ir a buscar empleo a otra radio, que también es nuestra, entonces se quedaría para siempre en la calle, sin poder ejercer más su profesión.
–¿Pero todas las radios eran de los gobiernos?
–No todas, algunas no.
–Y bueno…
–Y bueno nada, las radios protegidas por los gobiernos tenían un rango muy amplio en esta canaleta – Vitraux le señaló con el dedo la ranura por donde viajaba el palito rojo –. Pongamos como ejemplo que usted escucha “Radio Cien”, entonces usted gira la ruedita hasta donde está impreso el número 100, ¿ve? – Boutique miraba cómo paseaba despacio el palito rojo por adentro del camino acercándose al cien mientras el maestro giraba la ruedita.
–Ajá.
–Bueno, “Radio Cien” es la más potente del país y es la protegida del gobierno ya que “Radio Cien” protege a su vez al gobernante ocultándole información al oyente e inventando noticias que desprestigian a la oposición.
–¿La oposición?
–Sí, los políticos que no están en el poder y que señalan todas las barbaridades que está haciendo el gobierno actual, pero no por una cuestión ética… es sólo por el hecho de que ellos no pueden robar, por no estar al mando, y querrían poder hacerlo y les da bronca.
–Entiendo.
–Bueno, esa radio, “Radio Cien”, tiene un gran alcance, se escucha en todo el país sin interferencias y, sobre todo, una vez sintonizada usted puede seguir girando la ruedita un poco, tanto para arriba como para abajo sin perderla, ya que es muy ancho el lugar que tiene designado en este caminito, al menos un centímetro, ¿lo ve? – le preguntó Vitraux mientras le movía el palito dentro de la ranura, yendo y viniendo del 95 al 105. Boutique asentía con la cabeza, concentrado – Este privilegio lo tenían sólo las radios que protegían a los gobiernos corruptos o a las corporaciones que gobernaban detrás del telón. Las otras no.
–¿Pero este chantaje no era advertido por los humanos?
–Por algunos sí. Entonces no escuchaban esa radio y pretendían escuchar una radio independiente, que no le debiera nada a nadie; los periodistas libres, los serios, los que bogaban por respetar la profesión, se agrupaban en, pongamos otro ejemplo, “Radio Cientocuarenta” – arrancó el maestro, dándole el aparato a Boutique, que comenzó a mover el palito hacia el lugar donde estaba impreso el número “140”, ya se sentía fiel oyente de esa radio –. Entonces para que el humano no pudiera escucharla porque hablaba mal de los que estaban en el poder, el gobierno o las corporaciones les creaban, de un día para el otro, siete u ocho radios bien pegaditas al lado.
–No entiendo.
–Claro, la 140 dice la verdad y deja en evidencia un montón de cosas muy escandalosas de los que dirigen el país. Inmediatamente y como por arte de magia, aparecían Radio 139.9, Radio 139,8, Radio 139.7, Radio 139,6. Y para el otro lado: Radio 140.1, Radio 140.2, Radio 140.3…– le explicó el maestro –, todas radios que pregonan extrañas religiones a los gritos o que pasan música insufrible, muy molesta al oído. A partir de ese momento se torna imposible poder engancharla, el humano que logra sintonizar la 140 es un afortunado, ¿comprende? – le preguntó y Boutique asintió con la cabeza, entre asombrado y triste, mirando como el palito subía y bajaba por la ranura en la zona del 140, imaginándose imposibilitado de escucharla.
–¿Y no se quejaban de este atropello?
–¿A quién se iban a quejar? ¿A la policía? ¿Al intendente? ¿A quién? – le preguntó Vitraux, esperando que el coronel entendiera que no había salida ante ese problema. Boutique, vencido, volvió a mirar la radio negando con la cabeza mientras movía la ruedita de arriba para abajo.
–Que desperdicio…– dijo desilusionado.
El viejo asintió en silencio, se levantó de la silla y se metió en el baño. Ya era hora de comer. Boutique se quedó un rato con la radio en su regazo como si se tratara de un indefenso animalito que acabara de rescatar del bosque y le estuviera dando calor. Al rato se levantó y comenzó a cocinar mientras el maestro se terminaba de bañar. Comieron y se acostaron temprano, pero Boutique se quedó hasta tarde estudiando “Gomería I”. Al día siguiente le pondría las cubiertas al Torino.
Capítulo LIX
A las 6:40 Boutique se levantó pero no había dormido nada. Entre la lectura de cómo cambiar un neumático y la ansiedad por ver al Torino con las flamantes cubiertas puestas se le habían hecho más de las cuatro. Tuvo sueños intermitentes de quince minutos sólo para despertarse exaltado suponiendo que se había quedado dormido. Y miraba el reloj y eran las cinco, y se dormía de nuevo, y miraba el reloj y eran las 5:40, y se quedaba dormido otra vez. Se despertó más de diez veces para mirar la hora. A las 6:40 vio prudente levantarse. No aguantaba más la tortura que se estaba propinando. Se hizo el desayuno despacio, como en cámara lenta, para perder todo el tiempo posible. Y miraba la hora y no pasaba más. A las 7:23 salió en busca de su amigo, que le abrió con el cepillo de diente enchufado en la boca y una pequeña toalla colgándole del hombro.
–¿¡Ya ezs Da Óoda!? – le preguntó en un extraño idioma, con la boca llena de pasta.
–Faltan cinco – le respondió Boutique, encarando hacia dentro de la nave que hasta hace poco había utilizado.
–Ezstáz ansziozso ¿eh? – le espetó, criticándolo. A Boutique no le gustaba que su amigo le remarcara cuando se encontraba en ese estado. ¿Para qué lo hacía? ¿Iba a cambiar algo que le dijera eso? ¿Él iba a dejar de sentirse ansioso? No. Y hacía muchos años que se conocían, y en todos estos años habían experimentado incontables veces los ataques de ansiedad de Boutique cuando estaba por hacer algo importante, y Bôite siempre arrancaba con el cantito criticón. Lo tenía podrido.
–Y vos parecés un taradito hablando así… ¿por qué no terminás de cepillarte el diente y después me hablás como corresponde? No te entiendo nada de lo que me decís…
–¡Zssí! ¡Zszegúdo! ¡Zssegúdo que no endendezz una padáabda de do que dígho! ¡De azséz ed pedodúudo que ezz muy dizzdíndo! – Bôite seguía hablándole para la mierda, con el cepillo en la boca. Boutique se sentó y miró la hora, haciéndole ver que no le prestaba más atención. Ya eran las 7:30.
–¿Vamos? – lo invitó señalándole la hora en el tablero de la nave. Bôite se sacó el cepillo de la boca y, mirándolo enojado, le golpeó la puerta del baño a Bufete, que salió y los miró a ambos serio, listo para emprender la jornada.
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