jueves, 15 de agosto de 2013

Capítulo LXIX





A pesar de que había estado prácticamente despierto toda la noche embrujado por la angustia que le inundaba el cuerpo al escuchar a ese cantor de cutis colorado y bigotito fino, temió dormirse unos minutos antes de que fuera hora de salir a enfrentar el día; que es lo que finalmente ocurrió. Y justo ese día necesitaba salir más temprano, así que no desayunó. Mareado por la falta de sueño, se calzó el morlaco y salió de la tienda. Hacía frío y el sol intentaba con desgano alumbrar el lugar desde un borde remoto. El suelo comenzó a vibrarle debajo de las patas. Ya se acercaban las enormes naves que llevarían de regreso a la base la maquinaria pesada: vaciadoras y cargadoras de ceniza. Boutique saltó dentro del piletón rumbo a la peatonal, aunque esta vez fue hacia el lado del Monumento, quería darle una última visita.
El día pasó con exasperante rapidez. Las vaciadoras fueron agrupadas de a ocho en las naves transportadoras y los exploradores iban dejando objetos diversos en la tienda de Boutique haciendo molestar al maestro, que cada vez tenía menos espacio para moverse. Apotheke envió una señal a la base para que envíen un par de naves-depósito para cargar todo lo recolectado. No podrían llevarlos en sus naves comunes y estaba el Torino y las docenas de bidones de nafta y cubiertas de repuesto. 
Sobre el fin del mediodía las naves transportadoras se retiraron y la mayoría de los exploradores comenzaron a partir en tandas para no ahogar el ingreso a la nave base. Por la noche, todos se habían ido. Sólo quedaban Bôite y Beckenbauer junto con sus compañeros registrando por última vez la zona; y Viteraux y Apotheke fuera del piletón, en la tienda, terminando de empacar. Y Boutique, que seguía paseando por el Monumento acompañado por su angustia, que a esa instancia del día se había transformado en un enorme monstruo que pisaba fuerte a su lado, en silencio.
Caminó por la peatonal en busca de alguna tienda para intentar conseguir algún reproductor de DVD. Cruzando Mitre llegó a la cuadra de la peatonal en donde las casas de electrodomésticos parecían retarse por ver cuál era la más exagerada, la más colorida, y la de peor gusto. Pero Boutique no lograba dar con la ganadora del premio; eran desagradables por igual. Entró en una de color lila pateando aparatitos que había diseminados por el piso, se agachó y tomó uno: “MP3” decía. Estaba pisoteado y roto, y lo revoleó lejos del paso. Tomó otro, un poco más grande: “MP4” decía. – ¿Cómo será de grande el MP28? – se preguntó, incapaz de imaginarlo. El lugar estaba devastado y alfombrado por todo tipo de aparatos rotos y pisoteados. Sobre el fondo había un mostrador lila con un cartel sostenido sólo por un lado que colgaba en la pared inclinado hacia abajo y decía: “Entregas”, al lado de dos grandes puertas blancas. – El depósito – pensó Boutique y aceleró el paso. Saltó por encima del mostrador e intentó abrir las puertas. No estaban cerradas pero no las podía abrir. Parecía que alguien del otro lado estuviera impidiéndoselo trabando el paso con algo contundente. Boutique se acostó en el suelo y, apoyando la espalda en el mostrador e intentando empujar hacia dentro ambas puertas con las patas, sólo logró abrirlas unos centímetros más. Se levantó enérgico y sacó de su morlaco la barreta, la insertó en una bisagra y palanqueó hacia el costado. Al principio la bisagra luchó por mantenerse en su puesto pero finalmente aceptó la derrota. Hizo lo mismo con las otras tres y las puertas cayeron inertes hacia su lado como un gigante derrotado, haciendo volar gran cantidad de polvo, como si hubiera habido una pequeña explosión.
Detrás de las puertas vencidas, Boutique se encontró con un cadáver de humano que, aparentemente, se había atrincherado ahí dentro, quizás para proteger el depósito de potenciales saqueos. Estaba de espaldas a la puerta abrazando al revés un enorme escritorio que había trabado contra la entrada y que era el culpable de que Boutique no pudiera acceder al lugar. Trepó el escritorio y saltó del otro lado para ver de cerca aquel humano. Tenía una camisa blanca que sugería haber estado impecable en su momento, con una corbata de color lila anudada floja al cuello y unos pantalones grises. Boutique no terminaba de entender la última expresión en el rostro de ese hombre: por un lado, parecía desesperado, como todo cadáver; pero por el otro, y esto es lo que más lo asustaba, parecía contento. Sí. Parecía estar feliz de haber logrado atrincherarse ahí dentro, protegiendo los electrodomésticos del depósito. Boutique se acercó y le arrancó una tarjeta plástica que tenía pegada en el bolsillo de la ex impecable camisa blanca: “Julio Fernández – Gerente General - Suc. Córdoba”. Se paró a su lado, lo miró con desprecio y le tiró la credencial en la cara. – ¡Bien hecho! ¡Lograste proteger los intereses de la empresa! ¡Te felicito! – le gritó extendiéndole la mano. Pero Julio Fernandez no se la estrechó, seguía impávido, sosteniendo el escritorio como un imbécil.
Boutique dejó atrás al Gerente General de la Suc Córdoba y se internó en el depósito en busca de reproductores de DVD. No le costó mucho encontrarlos. En una estantería cercana había cientos de ellos. Tomó cuatro de diferentes marcas y salió de allí lo más rápido que pudo.

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