viernes, 14 de diciembre de 2012

Capítulo IV



A la mañana siguiente, Boutique y Bôite se levantaron y fueron rápido a la sala de despegue. Debían continuar con su trabajo y estaban llegando tarde. Era mucho más reconfortante dormir en una cama que en esas vainas incómodas. Cuando llegaron a la plataforma de despegue y avistaron su nave vieron a Vitraux, que esperaba con cara de culo bajo un ala con su equipaje a un costado. Frenaron el paso, se miraron con desgano y se acercaron a saludarlo.
–Usted debe ser el gran maestro – se adelantó Boutique y le extendió su mano. Vitraux lo miró distante y lo saludó con respeto.
–Y ustedes dos deben ser los tarados que no vinieron a las clases de historia y me hacen ir al planeta a darles clases exhaustivas…– les recriminó. Bôite miró para abajo con vergüenza.
–Señor, lamentamos mucho el malentendido, nunca nos enteramos de dichas clases, hubiésemos asistido de saberlo…– le mintió Boutique. Bôite seguía con su mirada clavada en el suelo.
–Bueno, como sea, ¿vamos partiendo así me acomodo? Me imagino que tendrán un sector para mí en la nave. Detestaría tener que dormir en esas vainas de descanso, ya estoy viejo para esas aventuras – requirió Vitraux.
–Sí, gran maestro, por supuesto – lo tranquilizó Boutique con una mano en el hombro, intentando romper el hielo. El maestro lo miró aún enojado, pero luego aflojó.
Subieron a la nave y ayudaron al viejo a acomodarse en el fondo, donde había un pequeño camarote. Vitraux lo recorrió con una mirada de desprecio y le pidió a Bôite que le pusiera el equipaje en la cama y que se retirara. Bôite acató esa orden como un ridículo, le hizo una reverencia y se fue rapidito a la sala de mandos. Boutique le informó por los parlantes que en diez minutos zarpaban, por lo que debería acomodar sus pertenencias una vez llegados a destino. Vitraux hizo una mueca de disconformidad, se sentó en un sillón y se puso el cinturón de seguridad, sacó un libro de adentro de su bata y comenzó a leer, enajenado.
La nave partió rumbo al planeta y viajaron suavemente con el piloto automático clavado en las coordenadas de su última visita. Una vez en curso, se levantaron de sus comandos y se reunieron con Vitraux. Tenían por delante seis horas de vuelo pero el viejo les indicó que descansaran, que no iban a empezar las clases hasta el aterrizaje y que iban a estudiar de a uno, mientras uno explorara el otro estudiaría. Y sólo dormirían por la noche. Bôite y Boutique se encogieron de hombros y se retiraron a descansar. Estaban condenados a tomar esas clases y no podrían hacer nada al respecto. Vitraux se quedó escuchando música y leyendo un libro que Brunette había encontrado tiempo atrás y se lo había obsequiado.
Entraron en la atmósfera terrestre en el tiempo estipulado mientras la alarma comenzaba a sonar para que los pilotos retomasen el control. Boutique saltó de la vaina de descanso como un autómata y le dio una palmada en la frente a Bôite, haciéndolo sobresaltar indignado. Odiaba que le hiciera eso. Se pusieron sus trajes de explorador y tomaron el mando para aterrizar. La nave posó sus patas gentilmente en ceniza terrestre y Bôite partió rumbo al hoyo para continuar con la exploración. Cuando ingresó en el camping vio lo adelantos y se sorprendió. Un solo día habían estado fuera. Bretón y Barbarie habían vaciado prácticamente el lugar y se encontraban haciendo perforaciones subterráneas. Habían hecho un túnel de quinientos metros. A Bôite le costó un tiempo importante alcanzarlos por ese túnel y cuando los encontró continuaron perforando los tres.
Mientras tanto, en la superficie, Boutique comenzaba su primera clase de historia terrestre. Se quitó los cables de mando y se puso cómodo, con unas chancletas bárbaras que le había regalado su novia antes de partir, bordándole su nombre en el empeine: “Canapé”, para que la recordase cuando se relajara para descansar. Golpeó la puerta del camarote y Vitraux lo hizo pasar. Boutique lo saludó con una reverencia y el viejo lo relojeó, negando con la cabeza, haciendo incomodar a su alumno. Luego le hizo una seña para que se sentara y comenzó la clase. A pesar de la tarea que se venía, Boutique había cambiado su actitud y estaba entusiasmado. Quería saber qué carajos estaban haciendo en ese planeta desesperante.
–Vamos a empezar con unas preguntas – comenzó Vitraux sin mirarlo –. ¿Qué hacemos aquí? – le preguntó.
Boutique lo miró asombrado.
–Eso es precisamente lo que supuse que usted me diría…– le retrucó, perplejo. 
–Exacto, es lo que le voy a decir yo. Pero tire, arriesgue. Sorpréndame – lo incitó Vitraux. Boutique se asustó un poco, encongiéndose en su silla.
–¿La verdad? No tengo idea; ¿por el agua? – aventuró. 
–No.
–¿La tierra?
–No.
–¿Algún mineral faltante en nuestro planeta?
–No.
–Verdaderamente no lo sé…– culminó Boutique, dando a entender que no tendría otra ocurrencia.
–Muy bien. Comencemos entonces – dijo el maestro, poniéndose el quevedo y abriendo un libro.
–¿Qué tiene en su casa? – le preguntó.
Boutique lo miró extrañado.
–¿Qué tengo?
–Sí, qué tiene, cómo está compuesta su casa en nuestra tierra – continuó Vitraux – ¿Tiene vehículo? ¿Televisor? ¿Tostadora eléctrica? ¿Qué tiene? – Vitraux dio algunos ejemplos para acercar a Boutique a la pregunta.
–Sí, gran maestro, todo eso…– contestó Boutique, atónito.
–Descríbame su casa, su vida antes de ser capitán de exploración en esta expedición.
–Bueno, tengo una casa, grande, la elegimos con mi novia, Canapé – Vitraux le relojeó las chancletas –. Tenemos un vehículo, televisión, tostadora, cortadora de pasto… Qué sé yo, ¡todo lo que se necesita en una casa!... Heladera, microondas…– Boutique continuaba enumerando electrodomésticos como un autómata – Comunicador, muebles. No sé a qué se refiere…
–¿Cuánto le costó? – preguntó Vitraux. Boutique lo miró anonadado.
–¿Cómo cuánto me costó? ¿Qué cosa me costó? No entiendo.
–Sí, cuánto le costó, cuánto dinero tuvo que poner para obtener estos objetos. 
–¡No sé a qué se refiere!
–¡Cómo conseguió esas cosas! ¡No es tan difícil la pregunta! – lo increpó el viejo. Boutique lo miraba incrédulo; no entendía qué le tenía que responder.
–¿Cómo las conseguí? ¿Cómo cómo las conseguí? Las fui a retirar de los centros de repartición, y la casa la elegimos con Canapé…
–¿Y cuánto pagó?
–¡No sé qué es eso! ¡¿Cómo cuánto pagué?! – Boutique seguía sin entender lo que Vitraux le preguntaba.
–Capitán, cuánta plata le costaron sus bienes, no entiendo por qué insiste en no revelarme esa información…– lo increpó Vitraux.
–¿Plata? ¿Qué es eso? – preguntó Boutique desconcertado, y Vitraux hizo una sonrisa. Y se sacó el quevedo.
–Exacto, ¿qué es eso? ¿Qué es “la plata”? Esa es la pregunta que le va a hacer entender un poquito este planeta…– comenzó Vitraux, levantándose de su cómodo sillón; cuando estaba inspirado le gustaba explicar de parado, y Boutique había conseguido encenderlo – La plata, el dinero, la economía, como quiera llamarlo, fue lo que movió a este mundo por miles de años. La humanidad toda debía, para conseguir las herramientas necesarias para vivir, pagar por ellas.
–No entiendo.
–Claro, o sea, imaginemos que usted es un humano, su labor de explorador… cambiémosla por alguna labor más común a ambos planetas, por ejemplo, ingeniero – se figuró Vitraux, mirando pensativo un punto perdido en el camarote –. Es ingeniero, y para llegar a ingeniero en la Tierra, primero debería haber nacido en una nación pujante en donde brinden el servicio de estudios terciarios.
–¿Nación pujante?
–Nación pujante, en un país con solvencia económica.
–¿Qué es un país?
–Argentina es un país, Perú es un país, Brasil, China – describió Vitraux.
–Yo pensé que eran regiones…
–No, países, países con límites fronterizos. Si usted era argentino no podía viajar a China alegremente, debía presentar un pasaporte.
–¿Pasaporte?
–Sí, un documento que le expendían con una foto y con sellos de sus viajes por el mundo. Usted no podía entrar en China sin eso y, si lo dejaban entrar, era solo por tres meses. No podía quedarse el tiempo que se le ocurriera. Estaba prohibido. Cada humano debía asentarse en donde había nacido. Si pretendía vivir en otro país, primero debía pedir permiso.
–¿Y por qué el planeta estaba dividido en países?
–Por la plata, y por la religión.
–¿La religión? – Boutique parecía un pelotudo repitiendo como un poseído cada palabra rara que Vitraux decía.
–Sí, pero de eso hablaremos en otra ocasión. Por estas primeras clases nos enfocaremos en “la plata” – lo informó –. “La plata” es la que movió a este mundo, como le decía, por miles de años; todo se manejaba con plata de por medio; si usted quería una casa, debía pagar por ella; si quería un vehículo, debía pagarlo. Una tostadora lo mismo.
–¿Y de dónde sacaban “la plata”?
–Muy buena pregunta, muchacho. “La plata” era entregada en pago de servicios. Cada humano, según el rango que tenía en la sociedad, cobraba una suma distinta de dinero, de plata. Distinta. Si era ingeniero cobraba una cosa; si era maestranza cobraba otra, si era médico, albañil, piloto, capitán, etcétera; otra. Cada ser humano cobraba una determinada suma de dinero dependiendo de su importancia en la cadena social en que vivía. Un ingeniero cobraba mucho más que un maestranza, por poner un ejemplo.
–¿Y cómo hacía el maestranza para comprar una casa igual a la del ingeniero? ¿Las casas eran todas iguales? ¿Qué hacía el ingeniero con la plata que le sobraba? – Boutique ya navegaba por las turbulentas aguas del saber terrestre. Y Vitraux se sentía en su tinta, y sonreía constantemente ante cada acotación de su alumno.
–No, por supuesto que las casas no eran todas iguales. Había casas de todo tipo, desde pocilgas inhabitables hasta lujosas mansiones con cuarenta dormitorios. Cada cuál tenía la casa que le correspondía según el rango que tuviera en la escala social.
–¿Pocilgas?
–Pocilgas. Había gente que vivía en condiciones deplorables, con sus necesidades básicas incompletas, sin la posibilidad de acceder a alimentos, debiendo hurgar en la basura por las noches y alimentándose con las sobras que los de clase social más alta dejaban en los contenedores de desechos.
–No lo entiendo – Boutique estaba descreído de lo que escuchaba.
–Sí, capitán, era así. Aunque usted no lo crea – Vitraux lo miró serio –. Todo comenzó hace miles de años, con el trueque.
–¿El trueque?
–¿Usted va a repetir como un salame cada palabra que no entienda? – lo retó y Boutique se sonrojó –. Hágame el favor de tomar el lapicero y anotar cada cosa que le digo, mire que después le voy a tomar prueba, ¿eh? – amenazó Vitraux.
–Perdón, gran maestro, tiene usted razón – dijo Boutique abriendo el cuaderno y anotando todas esas palabras raras que había escuchado. Luego levantó la vista y el maestro lo miró con cara de “¿puedo-continuar?”, y su alumno asintió con la cabeza.
–Bien, decía, todo empezó hace miles de años con el trueque. Los ciudadanos intercambiaban cosas: yo te doy esto, y a cambio vos me das esto otro.
–¿Pero por qué motivo hacían eso? ¿Siempre debían pedir algo a cambio? 
–Siempre. Y no se sabe por qué lo hacían, esa es la gran incógnita que tenemos – Boutique tenía la ceja por la nuca del asombro –. Le decía entonces, todo comenzó con el trueque: un humano le daba carne a otro humano para su ingesta a cambio de telas para vestirse, otro humano le construía una casa a otro a cambio de un terreno que el primero tendría de sobra – Vitraux trataba de encontrar las palabras justas pero no siempre lo conseguía, no era fácil explicar tamaña situación –. Entonces como esto no funcionaba, ya que había trabajos mucho más sacrificados que otros, había labores impagables con la modalidad del trueque.
–¿Cómo es eso?
–Claro, por ejemplo, supongamos que usted es un humano carnicero, se dedica a la venta de alimentos y quiere comprar una casa. La relación de costo entre una casa y un pedazo de carne era incompatible. El carnicero debía entregarle al ingeniero que le construyera la vivienda alimento para cinco años, entonces para el carnicero era inviable suponer tener una casa propia porque el ingeniero no podía aceptar en parte de pago carne para cinco años ya que a los pocos días se le pudriría y debería tirarla. Es así que comenzó a circular el dinero, la plata, primero en monedas de oro.
–¿Oro?
–Oro, un metal precioso, de color amarillo, muy difícil de recolectar, que se encontraba en los ríos de deshielo de las montañas. Se utilizó este metal por su hermosura y por su ardua recolección. El que encontraba oro, se hacía rico.
–¿Rico?
–Rico, era afortunado. Con el oro que encontraba podía comprar lo que se le antojara, porque todo el mundo quería tenerlo. Y entonces se empezó a utilizar como elemento de poder y status. Luego de esto, los países comenzaron a acaparar este metal y a distribuirlo en pago a sus ciudadanos por los servicios brindados al gobierno. Aparecieron los empleos gubernamentales, y estos se encargaban, con su consumo, de regar la ciudad de oro, y entonces toda la población pagaba sus objetos con oro. Un pedazo de carne tendría el valor de una pepita de oro; un caballo costaría dos monedas de oro grandes; una casa podría llegar a costar cincuenta o cien monedas de oro, ¿entiende?
–Entiendo.
–Bien, con el tiempo, el oro se transformó en un problema – Boutique escuchaba atento, como un niño al que le están contando un cuento maravilloso –, porque al ser un metal, era incómodo andar con la bolsa de monedas o de pepitas. Era muy molesto, muy pesado de transportar – continuó Vitraux –; entonces los gobiernos decidieron juntar todo el oro que había en el país, guardarlo en una gran bóveda y emitir papel moneda como respaldo de ese oro – Boutique ya no entendía un carajo, se le notaba en la cara y el gran maestro se dio cuenta –. ¿Qué es lo que no entiende?
–No entiendo cómo hicieron para transformar el oro en papel. Si todos eran tan desconfiados, deberían haber sospechado de esos papeles con valor – dijo Boutique – ¿Cómo sabían que verdaderamente había esa cantidad de oro en aquellas bóvedas y no era un cuento?
–Exactamente, capitán, no lo sabían, pero confiaban, confiaban que era cierto, y como era más práctico ir con papeles en los bolsillos en lugar de pesadas piedras preciosas dieron por descontado que era verdad – señaló Vitraux.
–¿Y era verdad? – preguntó Boutique y Vitraux lo miró con ternura, y se sacó el quevedo.
–Al principio sí, era cierto, cuando la moneda la manejaban los gobiernos que velaban por el bienestar del pueblo y debían responder por aquellos depósitos de oro, pero luego, con el tiempo, comenzaron a surgir los bancos…
–¿Los bancos?
–Empresas dedicadas a la emisión de moneda, de dinero en efectivo.
–¿Y qué pasó?
–Los bancos, al ser empresas privadas, de una manera muy inteligente fueron dominando el sistema económico mundial y, varias tramoyas mediante, lograron quedarse con el oro y comenzaron a emitir moneda sin tener que rendirle cuentas a nadie, sin que su labor sea inspeccionada – Vitraux relataba la historia con un dejo de indignación.
–¿Cómo puede ser posible? – preguntó Boutique –. ¿Y emitieron mucho papel sin tener respaldo? – El gran maestro lo miró y se calzó nuevamente el quevedo en el ojo.
–Todo – sentenció –. Todo el papel que a usted se le ocurra. Y más también – dijo Vitraux, iracundo –. Al final de los días el mundo estaba gobernado por esos bancos, que eran empresas privadas, empresas pertenecientes a cuatro o cinco humanos que hacían papel moneda y manejaban la economía como les placía.
–Pero, maestro, ¿los humanos no se daban cuenta de eso?
–No, tenían sus días muy ocupados con sus preocupaciones personales. Las explicaciones que daban los economistas en los programas de radio o TV eran tan rebuscadas, con una terminología tan incomprensible para el humano común que nadie entendía nada – se resignó Vitraux –. Fueron muy hábiles…
–No puedo creerlo – dijo Boutique desconsolado.
–Créalo, capitán, los bancos fueron muy astutos. Y una vez dueños de la emisión del dinero fue muy fácil dominar el mundo – le explicó Vitraux –. Con sólo inventar una trifulca entre dos países cada diez años y enviarlos a la guerra, los países necesitaban dinero para comprar armas y pelear, y se endeudaban con estos bancos y debían, luego de entrar en guerra, devolver el dinero que los bancos les prestaron… Al final de los días casi todos los países les debían dinero a los bancos, entonces los pueblos del mundo trabajaban para pagar deudas. Cuando se acercaban a cancelar dicha deuda, misteriosamente surgía un conflicto en algún lugar remoto del planeta, que no era comprobable, y volvían las guerras, y volvían las deudas. Era un círculo vicioso con un solo ganador – Vitraux miró a Boutique.
–El banco – dijo Boutique.
–El banco – repitió Vitraux.
–Pero, maestro, ¿qué cosas podían hacer que dos países se enfrentaran tan iracundos en una guerra?
–El poder y el acaparamiento de recursos naturales – comenzó Vitraux –. Vea, capitán, para que lo entienda mejor, si un país poderoso tenía en falta algún recurso natural que necesitaba para su buen funcionamiento, inventaba alguna excusa para invadir al país que tenía de sobra ese recurso pero no se lo vendía o no quería aceptar el precio que el país poderoso le imponía, entonces, al no poder “por las buenas” conseguir lo que buscaban, inventaban alguna situación comprometida. Se utilizó mucho la modalidad del atentado. 
–¿El atentado?
–Sí, elegían algún edificio en donde trabajaran muchos humanos y les ponían una bomba. El edificio explotaba por el aire, matando a cientos o miles de humanos, le echaban la culpa a algún loquito religioso y el pueblo, herido e indignado, aceptaba ir a la guerra – dijo Vitraux –. No sólo aceptaban entrar en guerra, los humanos machos se alistaban orgullosos para pelear por su país y morían muchos más que en el atentado que causaba la trifulca.
–Qué barbaridad…– dijo Boutique asombrado.
–Ya lo creo, capitán – acordó Vitraux –; pero lo más indignante de todo es que, sobre el fin de los días, los humanos tenían pruebas fehacientes de que esto había ocurrido por cientos de años – sentenció –, pero continuaban con sus vidas como si nada – señaló el viejo ante la mirada exacerbada del capitán, que no quería creer lo que estaba escuchando.
–¿Pero cómo podían dormir por las noches sabiendo eso? – preguntó Boutique, ya desesperado.
–No se sabe cómo lo hacían – dijo Vitraux advirtiendo que se estaba explayando demasiado y debía re-enfocar la clase –. Bien, entonces, para volver al tema que nos compete, el del dinero, los gobiernos de los diversos países comenzaron a emitir papel moneda, que era más práctico, y los humanos circulaban con billetes de papel que decían, por ejemplo “Cinco coronas” con la cara de la reina o el rey.
–¿La reina? ¿El rey?
–Qué difícil que va a ser esto si usted me interrumpe con cada nimiedad que digo…– Boutique anotó esas palabras y lo dejó continuar – Entonces le decía, con la cara de la reina o el rey, y a un costado del papel moneda decía, en chiquito: “equivalente a cinco monedas de oro depositadas en la bóveda del país”, y la gente se movía con eso – El gran maestro lo observó un instante. La cara de Boutique señalaba el desconcierto descomunal que tenía y tuvo que explicarle más, a su pesar –. Había reyes. Reyes y reinas, no en todos los países, pero en la gran mayoría de los países europeos había reinados.
–¿Y eso qué es?
–Los reinados eran formas de gobierno que, a diferencia de las democráticas en donde el pueblo elegía a su gobernante, estaban en el poder por tener sangre azul.
–¿Y cómo conseguían esa sangre? ¿Qué diferencia tenía la azul de la roja?
–No tenían sangre azul. ¿Cómo van a tener sangre azul? Era un verso. Y los ciudadanos acataban cada orden que emanaba de ese reinado por más ridícula que fuera. Pero eso no era lo más absurdo. Los reyes gozaban de un estilo de vida único, se podían dar todos los gustos que se les ocurrieran, cuantas veces quisieran, sin importar lo que padeciera el pueblo que reinaban – Boutique ya no tenía cara de desconcierto; estaba realmente alelado. 
Vitraux le contó a grandes rasgos cómo se manejaban los humanos. Le contó sobre el continente europeo, el asiático, el africano. Le contó sobre las disparatadas ocurrencias sobre el tamaño y la forma que suponían tenía la Tierra, de la importancia que tenía para ellos su planeta en el sistema solar, de Colón y el descubrimiento de nuevas tierras habitadas por poblaciones no contaminadas con la enfermedad del dinero y de cómo los europeos les robaron durante setecientos años todas su riquezas, en confabulación con un hermano del norte del continente, que logró sobre el final de los días convertirse en un cruel imperio. Le contó cómo los europeos aniquilaron poblaciones enteras del nuevo continente, de cómo los obligaban a extraer ellos mismos el oro de adentro de las montañas para que se los entregasen sin lugar a reclamo, de cómo los hombres morían jóvenes por esas labores brutales y dejaban a sus mujeres viudas e indefensas, ávidas de dinero para poder subsistir con la nueva modalidad de vida impuesta por los europeos, de cómo estas mujeres jóvenes debían enviar a sus hijos mayores al muere, entregándolos a las minas de oro a sabiendas que los estaban matando de a poco. Vitraux le contó cómo se robaron todo lo que esas tierras vírgenes tenían para ofrecer, que era mucho; de cómo esos pueblos miraron durante siglos lo que les ocurría y sólo en muy pocas oportunidades se enfrentaron en combate, en donde siempre perdían. Le contó sobre Cuba, el único país que soportó el bloqueo que le hizo el mundo entero por defender su tierra y no permitir que le robaran lo que le pertenecía. De cómo Estados Unidos se transformó en un gran imperio, manejado por cuatro o cinco humanos dueños de bancos que, desde atrás del telón y poniendo como líder a alguna marioneta que los obedecía, emitían aquel papel moneda en cantidades descomunales y eran los dueños del mundo. Le contó sobre Ernesto Guevara de la Serna, ese líder tan influyente para la humanidad que había nacido en la ciudad de Rosario que luchó fuertemente por desbancar esa modalidad capitalista de vida desde distintos lugares y que terminó asesinado en Bolivia luego de muchos años de lucha. 
Boutique era una esponja de información y anotaba todo como un poseído, estaba tan desconcertado por la extraña manera que habían tenido los humanos de vivir que sólo quería continuar con las clases, no quería que terminase su turno.
Vitraux, un poco exhausto, le solicitó un vaso de agua y miró su reloj. Faltaba una hora para que Bôite regresara de su turno de explorador y se sentara en esa silla para comenzar de cero nuevamente con la historia. Le dijo a Boutique que por ese día ya era demasiado, que se retirara, ya que necesitaba descansar. Boutique le estrechó la mano, tenía el ojo descomunalmente abierto y estaba muy ansioso por seguir escuchando esas disparatadas historias humanas. Se fue a las vainas de descanso y se quedó contemplando el techo de la nave, absorto. Al final eran interesantes esas clases, se lamentó no haberlas tomado antes, pero estaba muy cansado y se durmió un rato. Una hora más tarde, Bôite lo despertaba sacudiéndole el hombro.
–Che – le dijo Bôite tratando de despertarlo.
–¿Qué pasa? – Boutique se estiró y lanzó una bocanada de pésimo aliento a su amigo. Bôite corrió la cara de inmediato.
–Andá a cepillarte el diente que tenés un aliento a culo de doberman que no se puede creer…– le ordenó. Boutique, avergonzado, se tapó la boca y corrió al baño mientras Bôite aprovechaba y se sacaba el traje para tirarse a descansar; estaba muerto de sueño y todavía debía ir a esa maldita clase. Boutique salió del baño tirándose aliento en la mano, para inspeccionar su olor.
–¿Y? – preguntó Bôite asustado.
–Perfecto, ahora sí puedo hablarte a la cara sin miedo… ¡Siento la boca fresca!
–No, bobo, por la clase te pregunto…
–¡Ah! ¡Muy buena! – lo tranquilizó Boutique –, después de tu primera sesión no vas a querer continuar con las exploraciones, creéme – aseveró.
–¿Tan bueno está?
–Buenísimo, no sabés el pedo tísico que tenían estos humanos, estaban muy mal del bocho – Bôite no entendía nada –. Ya vas a ver, esperá que el viejo te empiece a contar…
Boutique se calzó la máscara, activó el circuito de aire en su traje y salió de la cabina mirando por el rabillo de su ojo como Vitraux abría la puerta del camarote y hacía pasar a su alumno. – ¿Cómo tomaría Bôite todo lo que le contaría el gran maestro? – pensó. Bajó por la perforación con la cabeza viajando por el mundo humano, imaginándose esa vida absurda. No lo podía creer. Sencillamente no lo podía concebir.

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