Boutique entró en la nave y sacudió
a Bôite, que dormía en su vaina. Luego ingresó en el baño para limpiarse y
vestirse, se puso las chancletas que le regaló su novia, tomó el cuaderno y
golpeó la puerta del camarote. Vitraux le abrió con una sonrisa.
–Buenas tardes, maestro – lo saludó
Boutique estrechándole la mano con fuerza.
–Buenas tardes, capitán; pase,
póngase cómodo – le dijo el viejo señalándole las chancletas bordadas, en un
gesto burlón.
–Me las hizo mi prometida – se
defendió Boutique, un poco sonrojado.
–Yo no dije nada…– se atajó Vitraux,
continuando con su cara burlona. Boutique escondió sus pies debajo de la silla,
cruzándolos, para ocultar las chancletas de la vista del gran maestro.
–Maestro, antes que nada quisiera
que me aclare algunas cuestiones puntuales sobre lo que estoy haciendo ahora,
ya que el general me está dando órdenes que no consigo comprender del todo, por
mi falta de conocimientos – comenzó Boutique, serio. El viejo se sentó y
entrelazó las manos en su regazo – Hicimos contacto con un magnífico edificio,
aparentemente denominado Correo, y
conseguimos salir a la calle –
Boutique informaba todo buscando las palabras difíciles entre sus anotaciones y
enfatizándolas. Vitraux escuchaba atento – Me dice el general que los humanos
tenían veredas y calles y me habla de circulación de vehículos y de humanos por
distintas sendas. Se me complica – terminó, mirando al gran maestro como quien
espera educación inmediata.
–Exactamente, capitán, era así. Se
lo voy a explicar de manera resumida ya que no es tan difícil y usted lo va a
asimilar rápidamente – comenzó Vitraux, levantándose y calzándose el quevedo –
Los humanos vivían en ciudades perfectamente demarcadas por manzanas. Estas manzanas era
predios cuadrados de aproximadamente cien metros de lado. En estos sectores
bien demarcados, los humanos construían una casa al lado de la otra hasta
llenar el terreno, luego constituían un nuevo cuadrado, paralelo al ya
habitado, y comenzaban con la construcción de nuevas casas, separando un predio
de otro por una calle. Por estas calles circulaban los vehículos de
transporte humano.
–¿Y qué son las veredas?
–La vereda era un camino o sendero
bastante angosto por donde el humano caminaba paralelo a la línea de construcción
de las casas que comprendían la manzana,
imagine un sombrero cuadrado con ala muy corta – Vitraux trató de vislumbrar la
figura haciéndola con las manos en el aire –, el sombrero cuadrado eran las
casas pegadas una al lado de la otra y, el ala extremadamente corta, la vereda
por donde los humanos circulaban de a pie – Boutique lo dibujó en perspectiva
en su cuaderno.
–Entiendo.
–Entonces, para que le quede claro y
comencemos de una vez con la clase, usted se va a encontrar, cuando comience a
descubrir la ciudad, con decenas de manzanas compuestas por una casa al lado de
la otra con un sendero de circulación humana que las rodea y separadas entre sí
por calles para vehículos – concluyó Vitraux –. Esa era la manera en que los
humanos decidieron organizarse.
–Qué triste… Demasiado estructurado…
–Es que de esa manera los tenían
mejor controlados…
–Entiendo.
–Muy bien, sigamos entonces.
–Bien, habíamos quedado en el rock y
en John Lennon, con su canción Imagine
– comenzó Vitraux –. Pero no debería desconcertarse usted por la apatía de los
humanos frente a estos cachetazos que alguna vez alguien les dio para que se
despertaran. Hay muchas cuestiones comunes en los humanos, cosas que vivían con
cotidianeidad, absolutamente disparatadas; por ejemplo, el deporte; sobre todo,
el fútbol.
–¿El fútbol? – Boutique anotó esa
palabra.
–Sí, capitán, el fútbol. El fútbol
era un deporte muy popular entre los humanos, un entretenimiento deportivo que
se jugaba con veintidós integrantes, once en cada equipo, y un balón – Vitraux
tomó un lapicero y dibujó una cancha de fútbol en la pizarra, Boutique la copió
en su cuaderno –. Estos jugadores debían pasarse el balón entre ellos y avanzar
sobre sus adversarios e intentar colocar dicho balón dentro del arco de sus
contrincantes y anotar un gol – Vitraux dibujó un arco en cada extremo chato
del rectángulo demarcado en la pizarra. Boutique dejó su lapicero y miró a Vitraux
extrañado.
–No entiendo qué tiene que ver esto
con la idiotez humana o a qué quiere hacer referencia. Nosotros también tenemos
un deporte parecido y no podría imaginarme que influyera en nuestras vidas más
de lo que importa.
–Claro, pero no me deja terminar –
lo retó Vitraux –. Cuando todo comenzó con el fútbol, cada ciudad engendraba
dos o tres clubes para incentivar la rivalidad entre los barrios, entonces se
armaban los equipos y jugaban; por ejemplo, barrio
sur contra barrio norte. Y
entonces cada equipo tenía su integrante estrella – explicaba Vitraux –; quién
sabe, por poner un ejemplo, barrio sur
tenía un excelente guardameta y en barrio
norte integraba las filas un eximio puntero derecho.
–Entiendo.
–Bueno, con el paso del tiempo,
estos clubes de fútbol vieron prudente cobrar cuotas de socios y empezaron a
generar mucho dinero, y entonces comenzaron a comprar jugadores – Boutique ya
ponía esa cara rara, como midiendo al gran maestro para ver si lo estaba
cargando –. Entonces barrio sur
compraba a un defensor bueno que tenía barrio
norte; este defensor pasaría a jugar en barrio
sur, a pesar de ser de barrio norte,
y jugaba por plata, entonces los clubes perdían su personalidad, su sangre.
–Bueno – dijo Boutique restando
importancia a lo que Vitraux le explicaba –, ¡pero imagino que eso ocurría
poco! ¡Sólo en contados casos! – Vitraux se rió a carcajada limpia, tomándose
la panza con ambas manos.
–No, capitán, imagina mal. Al final
de los días de los humanos había estrellas de fútbol millonarias que jugaban
incluso hasta en países distintos, sobre todo los jugadores de esta zona que
estamos explorando. Argentina y Brasil eran fábricas de excelentes jugadores de
fútbol, pero nunca llegaban a jugar en el club de su barrio – comenzó Vitraux
–. Generalmente algún promotor europeo, un caza talentos, veía un prometedor
humanito en las ligas infantiles de algún club de barrio, le daba un montón de
dinero al padre y se lo llevaba a su club en España o Italia. El niño humano
crecía aprendiendo a jugar al fútbol en aquellas tierras y no volvía nunca más
a jugar en su país. Sólo lo haría cuando ya fuera adulto y millonario, para
hacer disparatadas inversiones de dinero comprando vehículos, casas, campos…,
accediendo a invertir en alocadas propuestas de sus familiares y amigos,
generalmente perdiendo gran parte del dinero cobrado.
–Pobre niño…– se lamentó Boutique –.
Debía abandonar su casa, su barrio, sus amigos, siendo tan pequeño…
–Eso no es lo más grave – sentenció Vitraux.
Boutique levantó el ojo, que lo tenía perdido y triste en sus anotaciones –.
Los padres de estos niñitos se desesperaban por salvarse económicamente, para
no tener que trabajar más gracias a la supuesta destreza fútbolística de sus
retoños, y los perturbaban y presionaban para que jugaran al fútbol y para que
lo hicieran a la perfección. La situación, sobre el final de los días, se había
tornado insostenible.
–¿Cómo los perturbaban?
–Les metían presión, todo el tiempo;
los obligaban a practicar ese deporte abandonando casi por completo cualquier
otra enseñanza, desoyendo los reclamos de sus hijos, castigándolos duramente si
no iban a entrenar o si no jugaban bien.
–¿Qué reclamos les hacían los niños?
–A la mayoría de los humanos les
gustaba el fútbol, entonces los padres daban por descontado que sus hijos
amarían poder jugar ese deporte, integrar un equipo, entonces los alentaban y
presionaban para que jugaran – comenzó Vitraux –, pero había niños a los que
les gustaba ver jugar fútbol y no jugarlo. Como también había niños a los
que no les interesaba dicho deporte, que se volcaban a otras pasiones, como la
pintura o la música, por poner un par de ejemplos – Boutique no entendía nada
–. Entonces estos padres, al no ver satisfechas sus egoístas necesidades de
prosperidad económica por el simple hecho de no haber engendrado un hijo
futbolista, castigaban a sus hijos por no interesarse en el deporte, por no
jugar con buena predisposición, por no hacer goles. Los niños sufrían mucho y,
a esa corta edad, tener que enfrentar ese tipo de fracasos era devastador para
el alma. Terminaban convirtiéndose en personas sin rumbo, sin metas, sin
pasión, con una gran culpa que los acompañaría de por vida por no haber podido
satisfacer los anhelos de sus padres.
–Qué lamentable situación…– señaló
Boutique angustiado.
–Ya lo creo – dijo Vitraux mirando
el piso. Boutique se quedó un instante en silencio, repasando en su cabeza todo
lo que el gran maestro le estaba contando, y no podía entenderlo.
–Pero disculpe que lo interrumpa, ¿y
cuál era el motivo de alegría para alentar a su equipo si los integrantes de
este no eran ni siquiera del barrio en donde estaba enclavado el club? – Vitraux
se levantó y se sacó el quevedo acercándose a Boutique con una sonrisa.
–¿Se da cuenta? Precisamente de eso
le estoy hablando, los humanos alentaban enardecidos al equipo de sus amores,
integrado por fútbolistas de otras regiones que a su vez eran fanáticos de
otros clubes y jugaban por dinero.
–¿Cómo fanáticos de otros clubes?
– preguntó Boutique, indignado.
–Claro, utilicemos nombres
verdaderos así usted se hace un organigrama en su cuaderno – Vitraux le señaló
el taburete para que su alumno comenzara a anotar –. En Argentina había muchos
clubes de fútbol, pongamos como ejemplo cinco, tres de Buenos Aires y dos de
Rosario – Boutique hacía columnas en el cuaderno –. En Buenos Aires pongamos a
Boca, River y Racing; y en Rosario estaban Ñúbel y Central – Boutique anotó
esos nombres –. El jugador A, integrante de Boca, es vendido a los dos años de
contrato con el club que lo vio nacer a Ñubel. El jugador B es vendido de
Central a River. El jugador C, en cambio, luego de una carrera de cinco años en
Racing, es vendido a Boca.
–Comprendo.
–Bueno, imagine con este enroque
hecho, un partido entre Boca y Ñúbel…
–Supongo que el jugador pediría
licencia en ese partido para no traicionar al equipo de sus amores – Vitraux lo
miró perplejo, y estalló otra carcajada.
–¿Licencia? – repitió el gran
maestro secándose el ojo inundado de lágrimas –. No, capitán, ¡qué licencia ni
ocho cuartos! ¡Jugaban! ¡Jugaban como si nada! Al final de los tiempos, los
equipos de fútbol no contenían un solo integrante en sus filas hincha del club
en donde jugaba, ¡eran todos comprados! – explicó Vitraux –. Y los humanos, esto es lo más disparatado – le dijo el
gran maestro acercándose un poco, como confesándole un oscuro secreto – se
volvían locos con ese deporte, se amargaban y alegraban exageradamente viendo a
su club jugar contra otro club en donde sólo quedaba del club el nombre; el
resto era todo comprado – Boutique se quedó estático, sin poder emitir opinión
–. ¿Qué le pasa? ¿En qué está pensando? – preguntó Vitraux, intrigado.
–No lo entiendo.
–Nadie lo entiende. Es muy
disparatado todo lo que ocurría en este planeta. La política, los deportes, el
hambre, la religión, las clases sociales, la medicina, todo lo que rodeaba a
los humanos estaba podrido, mal concebido, mal habido – señaló Vitraux – Y lo
más descabellado es que los humanos estaban al tanto de todo, pero no hacían
nada para revertirlo.
–Es increíble…
–Ya lo creo.
Vitraux se quedó sentado con la
mirada perdida en un punto del piso con cara triste, igual que Boutique. Ambos
se habían compenetrado con la historia y por un momento sintieron rabia, no
entendían a los humanos, a pesar de haber estado estudiándolos durante siglos.
No podían aceptar que hubiesen elegido esa absurda forma de vida. Boutique
cerró el cuaderno y miró la hora. Ya faltaba poco para ir a dormir y la panza
le rugía feroz. Sentía languidez. Hacía varias horas que no comía. Entre la
exploración y las clases se le pasaba el día entero. Invitó a Vitraux a comer
con Bôite y los capitanes de la nave 118 y esta vez el viejo aceptó salir del
camarote. Él también necesitaba cambiar de aire.
Bandoneón les había preparado para
cenar unas espléndidas carótidas de jamiroquais que tenía en el refrigerador de
la nave, a Boutique le encantaban; él lo sabía y cada vez que lo invitaba a
comer se las hacía sin preguntar. Eran un éxito seguro.
En la cena siguieron hablando de
fútbol. Vitraux les contó la otra cara de esa estupidez: los barrabravas. Les contó que existía un grupo de humanos que no
sólo no trabajaba sino que aparte vivía de la extorsión de dirigentes,
jugadores y público en general, que hacían mucho dinero con eso, que vivían
vidas de ricos, que nadie los podía tocar. Los capitanes de ambas naves
descreían lo que el viejo les contaba aunque, como todo lo que decía el gran
maestro, era lamentable pero cierto. Les habló de las guerras entre bandas, de
las muertes en los estadios y en las afueras, de los ciclos de jefes, que
duraban alrededor de diez años. Bandoneón le dijo que eso era imposible, que si
los humanos contaban con ese extraño poder denominado justicia, deberían haber
sido encarcelados. Vitraux sonreía ante cada aporte de los capitanes, dando a
entender que nada lógico se llevaba a cabo en este planeta.
Terminaron de cenar las carótidas
que habían descongelado y se fueron a dormir. Los esperaba un día agotador.
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