Capítulo XXI
Desde el cielo pudieron ver el gran piletón, que cada vez estaba más profundo, los vaciadores eran muy expeditivos. Boutique no lo podía creer, el viejo se alegró de verlo nuevamente en acción. Eran muy contrastantes los distintos estados de ánimo de su alumno, y prefería cien veces verlo motivado que depresivo. La nave aterrizó a un costado de la carpa que le habían organizado, y se la veía bastante amplia. En el ingreso lo esperaban Bandoneón y Beckenbauer en posición de firmes y, cuando Boutique se acercó, ambos hicieron una respetuosa y violenta venia, al punto que Bandoneón se lastimó el ojo.
Boutique entró en la carpa y la relojeó un instante: una mesa para comer, un par de vainas de descanso a un costado, dos camas en el otro y un baño, que el sólo hecho de verlo le recordó que se estaba meando, así que lo inauguró vaciando sus vejigas. Se lavó la cara y salió a pedir los respectivos informes. Afuera lo esperaban sus dos amigos más otros cuatro exploradores que venían a notificarle cosas. Seguía sintiéndose extraño con su nueva labor, pero le gustaba. Mucho. Escuchó las inquietudes de todos y se fue con Beckenbauer hacia la catedral. Quería verla por dentro. Beckenbauer le advirtió que no había podido esperarlo y que había tenido que ingresar, que lo perdonara. Boutique lo entendió, ya veía las cosas desde otra perspectiva.
Al llegar a la zona, Boutique se quedó paralizado; sus ahora subordinados estaban vaciando ese lugar con una rapidez increíble. Habían iluminado todo el sector con grandes focos dándole un tono amarillento muy potente. Era la primera vez que veían claramente un predio entero sin el austero enfoque de sus linternas-vincha. La plaza estaba descubierta y las calles que la rodeaban también. Se podían ver vehículos estacionados y los troncos disecados de los árboles que alguna vez dieron oxígeno a aquella zona. La catedral estaba completamente destapada con todo su frente a la vista. Sobre los humanitos alados se erigían dos soberbias columnas que contenían unos cascos gigantes de bronce que colgaban de su extremo superior y, mucho más atrás, al menos cien metros, se podía ver claramente que comenzaba una cúpula enorme, aunque continuaba tapada. Beckenbauer le hizo un gentil ademán con una leve torsión de su cuerpo invitándolo a pasar. El nuevo coronel estaba embelesado con tanta belleza arquitectónica. Se sonrió y puso la mano con cariño en el hombro de su amigo mientras ingresaba al edificio. El cadáver desahuciado continuaba sentado sobre la base de una columna pidiendo algo con su mano derecha extendida, suplicándole al coronel con ese gesto extraño que tanto lo incomodaba. Boutique entró mirando el piso y levantando la vista despacio, no quería perderse nada. El lugar era maravilloso; con un gran salón en el medio rodeado de impecables columnas de mármol y un sinnúmero de extraños bancos colectivos, todos iguales y de madera, en dos filas paralelas que llegaban al fondo de la catedral que, de tan lejos que estaba, se perdía de vista. Caminó por entremedio de ambas filas de bancos observándolo todo. Vio varios esqueletos sentados con sus cráneos ladeados hacia atrás y sus mandíbulas abiertas al máximo. Otros estaban acostados en el piso en posición fetal. Se sorprendió al ver dos esqueletos de rodillas, como le había explicado el gran maestro, estaban arrodillados sobre un extraño estante que tenían los asientos en su parte de atrás, con sus manos aferradas delante de sus cabezas gachas. Boutique se detuvo a observarlos – ¿Qué estarían rezando? ¿padrenuestros o avemarías? – se preguntó negando inmediatamente con la cabeza. Era imposible saberlo.
Finalmente, luego de atravesar aquel inmenso lugar, llegó al otro extremo, en donde el nivel del suelo al final del camino se elevaba mostrando un sector que imponía respeto, con un excepcional escritorio enorme, también de mármol, muy bello, con unas extrañas figuras humanas de bronce en su parte baja que tenían como un aura que rodeaba sus cabezas. No sabía quiénes eran, pero se notaba por la postura de sus cuerpos que eran bondadosos. Irradiaban tranquilidad. Levantó la vista. No podía dejar de admirar ese escritorio. Unas incrustaciones de piedras verdes y rosas rodeaban la parte alta justo antes de que comenzara la mesa, donde una gran copa dorada estaba caída sobre una mancha negra que hacía décadas se había absorbido en el mármol blanco; y un libro muy gordo con los bordes de las hojas pintadas de dorado estaba abierto por la mitad, con una lonja de seda que lo atravezaba a modo de señalador. Boutique lo agarró y lo cerró. Le sorprendió ver esas hojas pintadas de dorado en el borde, como si las hubieran pintado a propósito con el libro cerrado. Le encantó la idea. Muy original. Sobre la pared del fondo se elevaba un inmenso monumento de mármol de varios colores en tonos blancos y azules llenos de humanitos alados que protegían una cúpula en miniatura, también de mármol, que albergaba una extraña humana con un largo vestido blanco que le nacía en la cabeza. Y otra vez esa rara aura dorada le rodeaba el cráneo. Miró hacia arriba y descubrió la parte interna de esa cúpula que avistó desde afuera. Era enorme. Era hermosa.
Boutique filmó todo con su cámara-vincha y emprendió la retirada por uno de los senderos de los costados, a su paso advirtió ese extraño cubículo de madera donde deberían haber ocurrido las disparatadas confesiones. Vio estatuas de humanos con extrañas túnicas, barbas y auras doradas en sus cabezas en una clara postura de “pedir calma”. Todas las estatuas estaban elevadas del suelo, mostrando una irrefutable superioridad respecto de los feligreses, disciplinaban con sus poses. Boutique sintió por un instante que era inferior a esas estatuas, y se asustó. Sobre el final del pasillo se encontró con una inmensa caja de vidrio con la estatua acostada de un humano desnudo dentro, flaco, desgarbado y con cortes en su cuerpo por los que manaba sangre. El ser tenía los genitales tapados por un trapo y sus pies y manos tenían feos agujeros, como si alguien le hubiera clavado a mazasos gruesos clavos en ellos; su rostro expresaba el sufrimiento más grande que Boutique había visto jamás. Ese hombre había muerto enloquecido de dolor. Se quedó un instante observando aquella lamentable estatua sin entenderla y salió de la catedral para encontrarse con Vitraux. Quería que le explicase más.
Capítulo XXII
Cuando Boulogne bajó de su vaciadora para almorzar ya había pasado el mediodía y en su zona estaban avanzando mucho. Abrió la parte trasera de la máquina, agarró su vianda y se alejó unos metros para comer al sol. Tenía mucho hambre, se podría haber comido un zumbudrule entero si lo hubiese tenido a mano, pero sólo tenía esa escueta ración de alimentos que les mandaban de la base. Dejó la comida en el piso, miró hacia ambos lados y se derrumbó sentándose en canastita en el suelo cuando un feo dolor lo punzó en la nalga izquierda haciéndolo saltar por el aire. Maldiciendo, humillado y lastimado, masajeándose el muslo, se acercó donde se había sentado. No se veía nada, todo blanco, desconcertante. De pronto una brisa barrió la ceniza suelta que, caprichosa, tapaba la extraña aguja verde que había punteado su nalga. Boulogne, atónito, enarcó su ceja bien alto. No lo podía creer, en el suelo blanco que tantos meses hacía que estaban vaciando, que tan rutinario se había puesto y que tanta impotencia daba excavar y excavar para continuar encontrando sólo cenizas, asomaba una punta verde de algún metal extraño. Se acuclilló y le pasó su dedo por encima. No era tan puntiaguda si uno la acariciaba, aunque atemorizaba intentar sentarse brusco sobre ella. Pensó en salir corriendo a informarle a su compañero, o en acudir al nuevo coronel, pero tenía hambre, y quería disfrutar de su hallazgo en soledad. Buscó otro lugar con cuidado de no clavarse el culo nuevamente. Esta vez revisó el suelo pisando fuerte primero y barriéndolo con la planta del pie. No había nada. Se sentó con dificultad, todavía le dolía un poco. Abrió su vianda y comenzó a deglutir su almuerzo mirando esa extraña punta que salía del suelo. De pronto sintió una absurda sensación de alegría, y no era para menos… aquella punta verde parecía un brote ínfimo y esperanzador que nacía luego de una larga sequía.
–Coronel, encontré algo – dijo Boulogne acercándose a la mesa donde el coronel y el maestro almorzaban. Boutique se levantó, inquieto, limpiándose la boca con un trapo.
–Dígame, capitán.
–No sé qué es. Me senté a almorzar en el suelo y una dura punta se me clavó en el culo haciéndome doler bastante…– dijo Boulogne masajeándose el muslo. Aún le dolía.
–¿Tiene idea qué es?
–No, mi coronel, pero no es un elemento suelto. Está firmemente agarrado – le explicó. Boutique se agarró el mentón con su mano derecha mirando a Vitraux. Pero el viejo no le daba pelota, seguía comiendo muy concentrado en su plato.
–¿Vamos a verlo? – lo invitó Boutique.
–Como no – aceptó Boulogne.
Ambos salieron de la carpa dejando a Vitraux comiendo solo. Boulogne iba delante marcando el camino a su coronel. Al llegar, Boutique se puso a buscar desesperado el hallazgo pero no lo encontraba. El capitán, previsor, había dejado una marca en el suelo con una vara por si la ceniza lo volvía a tapar, cosa que había sucedido. Se agachó y barrió el suelo con la mano hasta que apareció nuevamente en escena la extraña punta verde. Boutique se acercó asombrado, se acuclilló para tocarla y la frotó con los dedos. Era un material duro. Parecía metal. Sacó de su bolsillo un papel de lija y se lo pasó por la punta. Era bronce.
–¿Cómo es su nombre, capitán? – preguntó Boutique con la mirada perdida en la punta, acariciándola.
–Boulogne, coronel.
–Lo felicito – le dijo erigiéndose –. Es el primer hallazgo de material terrestre en relieve – Boutique le estrechó su mano.
–Gracias, coronel – dijo acariciándose la pechera del morlaco con la mano que le había extendido al coronel.
–¿Su compañero?
–Está en su hora de descanso – lo disculpó.
–Bien, voy a enviarle refuerzos para que continúen vaciando esta zona. Debemos descubrir esta pieza – culminó Boutique yéndose hacia su carpa, dejándolo solo.
Boulogne miró la hora. Ya debía despertar a su compañero. Se acercó a la vaciadora y le golpeó la puerta. Sur Mer dormía plácidamente su siesta y no demostraba interés por despertarse.
–Vamos que te toca – le dijo, cariñoso. Su compañero miró la hora con el ojo entrecerrado.
–¿Qué hora es? – preguntó.
–Hora de que labures – le ordenó y se alejó dándole espacio para que saliera. Sur Mer bajó de su habitáculo y vio a su compañero que lo esperaba a unos metros de la vaciadora con cara de estar ocultando algo.
–¿Y a vos qué te pasa que tenés esa cara? – lo increpó acomodándose el morlaco. Boulogne le señaló el suelo con el ojo. Sur Mer miró el piso y la vio inmediatamente.
–¿Y esto? – preguntó agachándose.
–¿Viste? Me lo clavé en el culo hoy cuando me senté a almorzar.
–¿Qué es? – preguntó extrañado.
–Qué sé yo…– contestó Boulogne, escéptico – Una punta…– Sur Mer lo miró con ansias de darle una piña.
–Ya sé que es una punta, salame – lo retó.
–Sé tanto cómo vos. La acabamos de encontrar – le contestó Boulogne, indiferente.
Sur Mer avistó algo detrás de su compañero, ya llegaba el refuerzo, se escuchaba el zumbido de tres vaciadoras que venían a colaborar. Boutique regresó al lugar del hallazgo y dio las órdenes pertinentes delimitando el lugar de vaciado. Mientras hacían el raspaje preliminar, apareció una nueva punta, exactamente igual a la primera, separada unos seis metros una de la otra. Demarcaron un cuadrado de cincuenta metros de lado con las extrañas puntas en el centro y se pusieron a trabajar. Boutique se quedó a un costado, ansioso, esperando que se descubriera la pieza. Las vaciadoras comenzaron sobre el perímetro determinado mientras Boulogne y Sur Mer aspiraban la ceniza que rodeaba las puntas con una manga aspiradora manual, herramienta más adecuada para el trabajo fino. A medida que extraían ceniza, las puntas iban emergiendo de su sarcófago: dos extrañas agujas de treinta centímetros de alto paralelas entre sí se ensanchaban un poco a medida que las aspiradoras las desnudaban. Una forma ovoide surgía debajo. Boutique no entendía qué eran esas formas; parecían dos grandes choclos, pero descartó esa idea. – ¿Por qué razón iba a haber dos grandes choclos de bronce a esa altura en el centro de la ciudad? – pensó, sintiéndose ridículo.
Los supuestos choclos gigantes dieron paso a dos descomunales manos que los aferraban, simétricas. – ¿Serán choclos, nomás? – se preguntó intrigado. Las manos dieron paso a los antebrazos y en el medio de ambos descubrimientos comenzaron a emerger dos grandes cascos. Boutique se sentó con las patas colgando en el nuevo vaciado y seguía atento el descubrimiento casi sin pestañar. Los cascos, idénticos entre sí, dieron lugar a dos caras, pero no eran cascos, eran pelos, pelos de mujer. Pelos muy peinados. Obviamente era una estatua de algo, pero Boutique no lo entendía. – ¿Qué carajo hacía una estatua tan grande a esa altitud? ¡Si todavía estaban como a cien metros del suelo! – pensó.
Los radares de las vaciadoras impidieron seguir con el trabajo grueso y se retiraron. Boutique pidió una manga aspiradora para ayudar a sus capitanes y continuaron destapando aquella inmensa estatua. Dos enormes mujeres desnudas agarradas de la mano sostenían con sus otras manos unos choclos inmensos, levantándolos por sobre el hombro. Las mujeres eran de bronce y tenían una altura aproximada de ocho metros. Debajo de ellas, finalmente, aparecía un edificio. Una insólita pirámide escalonada del mismo material se recostaba en una habitación cuadrada de cemento rodeada de columnas con forma de estrella. Luego descubrieron una nueva habitación, más grande, que soportaba estoica la pesada mole. Y en esta segunda habitación encontraron al fin ventanas por donde ingresar. Boutique y Boulogne entraron rompiendo un vidrio y recorrieron con la vista el lugar, muy sucio, con enormes malacates y un antiguo tablero eléctrico. Sur Mer, por su parte, había descubierto una puerta. La derribaron y entraron. Dentro del edificio, una inmensa jaula central les demarcaba el camino a recorrer, estaba rodeada por una escalera de mármol blanco y gris. Dentro de la jaula se veía pintado bien grande un número 9. En el siguiente nivel, advirtieron sobre la pared una exótica caja de bronce que decía: PALACIO MINETTI, Boulogne la tocó y notó que el frente de la misma, al ser presionado, se hundía como una extraña compuerta secreta. Siguieron recorriendo el lugar rodeando la jaula, que al parecer viajaba por el centro del edificio desde el nivel del suelo hasta la terraza misma. En el nivel 4 un lado de la jaula no estaba, Boulogne se asomó para ver y su linterna-vincha iluminó un tenebroso e infinito agujero con cadenas y cables que era el centro del edificio. Espantado y presa de un instantáneo ataque de vértigo se echó hacia atrás.
Bajaron cuatro niveles más y finalmente llegaron a la base. La escalera terminaba a los pies de una puerta giratoria como la que Boutique había visto en el correo. Una gran pizarra proclamaba: PALACIO MINETTI y debajo, un sinnúmero de nombres extraños. La tediosa jaula, en el ingreso, se convertía en un sector muy bello, con puertas de bronce y pequeños vidrios de colores. Boutique traspasó la puerta giratoria y se encontró con lo que supuso era el pórtico principal, mucho más grande que las puertas del correo y de la catedral. Se acercó y lo acarició mirando hacia arriba. No terminaba nunca. Era descomunal. Con unos travesaños escalonados donde reposaban miniaturas de aquellas gigantescas mujeres enchocladas que había en el techo del edificio. Les iba a costar un buen tiempo abrir ese pórtico.
Al regresar a la terraza del palacio se encontraron con varios compañeros que querían conocer el hallazgo. Boutique dio orden de ingresar y recolectar elementos para su estudio recalcando que con un elemento de cada forma bastaba y sobraba, haciendo alusión a la recolección exagerada del Camping Don Tomás. Todos asintieron con sus cabezas y comenzaron a ingresar. Boutique ordenó a los vaciadores agrandar el predio demarcado para dejar al desnudo el edificio completo y partió rumbo a su tienda a encontrarse con el viejo.