martes, 22 de enero de 2013

Capítulo XII






A la mañana siguiente cambiaron los roles. Bôite se fue primero a la excavación. Estaba muy cansado y había tomado y comido bastante la noche anterior como para atender las cosas que le diría Vitraux. A Boutique le vino fenómeno. No quería hacer la perforación ascendente y le encantaban las clases así que ambos quedaron conformes.
–Qué bárbaro todo eso que nos contó anoche, maestro, realmente no se puede creer…– Vitraux le sonrió mientras buscaba entre sus prendas el quevedo.
–Bueno, pero fue una historia menor, sobre una cuestión cotidiana de los humanos que, realmente, poco importa. Quise sacarlo un rato de tanta información importante para darle un recreo con lo que viene – Boutique lo miró intrigado mientras Vitraux limpiaba su quevedo con la tela de la bata –. Hoy hablaremos de la salud.
–¿La salud?
–La salud, las enfermedades de los humanos, las medicinas que utilizaban.
–Nuestros viejos también tienen problemas de salud, maestro – Boutique trató de defender a los humanos, por algún motivo extraño sentía que no era una raza inferior, que sólo la mala suerte les había jugado una mala pasada.
–Sí, por supuesto; nuestros viejos tienen algunos problemas de salud que son solucionados por nuestros médicos y, cuando ya no hay nada que hacer, se los despide con gratitud.
–¿Y entonces?
–¿Qué edad tiene usted, capitán?
–Cincuenta y siete años, maestro.
–Bien, yo tengo noventa y cuatro – se sinceró Vitraux –. Me faltan unos setenta años para comenzar a apagarme, tengo tiempo todavía – dijo alegre.
–Por supuesto, ¡y yo ni se imagina! – lo cargó Boutique.
–Exacto, capitán; usted, ni me imagino – Vitraux le aceptó el punto y luego lo miró fijo y serio – ¿Cuál es la edad media de un humano? ¿Usted lo sabe? – Boutique se quedó pensativo, no conocía la respuesta.
–¿Ciento treinta? – atinó.
–No, capitán, entre cuarenta y setenta años, dependiendo del lugar de residencia – Boutique comenzó nuevamente a poner esa cara que ya cansaba.
–Pero eso es imposible…– dijo con la mirada perdida.
–No, es como le digo. Un humano nacido en Argentina tenía un tiempo de vida de entre sesenta y setenta años. En África, en cambio, tenían una media de treinta a cuarenta años. Morían muy jóvenes. La mortalidad infantil era abrumadora y los que lograban pasar el colador de la muerte temprana lo hacían ciegos o faltos de vitaminas y fuerzas para enfrentar los virus que dominaban el planeta, y morían a esas tempranas edades.
–¿Ciegos? – se limitó a preguntar Boutique, perplejo.
–Sí, los niños de África morían por falta de alimentos, por desnutrición, la mayoría. Otros morían de sida, un virus letal que se propagó en la década de 1980 por todo el mundo, en gran parte por culpa de la religión, pero de eso hablaremos más adelante. El resto de los niños se quedaba ciego porque sus madres, sin educación mínima, no les enseñaban a asearse y las moscas anidaban en sus ojos por las noches, les ponían sus huevos, y las larvas crecían en los ojos de los niños – Boutique lo miraba asqueado.
–Pero, maestro, por favor, ¡¿cómo la humanidad permitía semejante cosa?!
–La permitía – dijo Vitraux enajenado – Había unos humanos, muy pocos, que emprendieron una cruzada por solucionar esto. Eran médicos, “médicos sin fronteras” se hacían llamar, que sin pedir nada a cambio viajaban a los países con problemas económicos y educaban a las madres, les enseñaban a asearse, les explicaban a los niños cómo lavarse los ojitos. Pero imagine la situación, cien o doscientos médicos voluntariosos “sin fronteras” para solucionar el problema de millones de africanos… Era una empresa imposible – señaló Vitraux mirando a Boutique con los brazos abiertos.
–Me deja sin palabras…
–Ese es el comienzo de la clase. Ahora que está empapado del tema seguiremos, porque continúan los disparates – amenazó el gran maestro –. Los humanos tenían muchas enfermedades, todas devenidas del estrés.
–¿El estrés?
–El estrés, una enfermedad producida por el trabajo deshonroso, por la falta de tiempo para dedicarse a lo que verdaderamente les apasionaba. Eran pocos los humanos que vivían de lo que realmente les daba alegría. La gran mayoría se dedicaba a labores que no eran de su agrado, pero que les daban el dinero necesario para vivir. Entonces, disfrazaban sus pasiones en “hobbies”.
–¿Hobbies?
–Exacto, capitán, “hobbies”, recreos de la mente. El humano utilizaba una hora de su día, cuando podía, para dedicarse a lo que le apasionaba. El resto de la jornada iba de acá para allá pagando cosas o trabajando para pagarlas y, cuando llegaba la noche, cansado y sin tiempo para brindarle a su pasión, a veces debía elegir: si dedicarle un momento a su hobbie o cenar o dormir una hora más. Era bastante ingrato ser un humano – le dijo Vitraux mirándolo por arriba de su quevedo. Boutique ya tenía cara de incomprensión –. Pongamos un ejemplo: el humano A es un apasionado de la medicina, estudia esa carrera y es exitoso en su labor, termina sus días como un médico prestigioso y todos los humanos de su zona lo visitan con sus pesares ya que todos hablan maravillas de él.
–¿Y?
–El humano A tiene un hijo, que le pondremos “B”. B es amante de la música, le gusta tocar la quena, es lo que más ama en el mundo. Su familia y su entorno le boicotean su pasión durante el tiempo que haga falta y presionan a este humano para que continúe con la labor de su padre. B lucha por conseguir vivir de la quena pero no lo logra, ya que nadie en su entorno lo apoya, por lo que decide abandonar su pasión y dedicarse a la medicina, terreno que su padre le dejó arado.
–¿En serio?
–Sí pero no termina ahí, pérese un cachito. B pasa su vida en desacuerdo con lo que le tocó en suerte; vive malhumorado, peleándose con su familia, con el vecino, con los amigos…– comenzó Vitraux –. A pesar de que odia su trabajo lo hace muy bien, pero no es lo que él quería para su vida. Luego de unos años decide tener un hijo, al que llamaremos “C” – continuó el gran maestro –. C quiere ser albañil, esa es su pasión: levantar paredes con el fratacho. B lo presiona para que toque la quena, porque no puede concebir que a su hijo no le guste tocar la quena… ¡Si es su hijo! A C no le gusta la quena; le gusta el cemento y el fratacho. B, indignado por no conseguir convencer a su hijo que toque la quena, porque quiere reflejar su pasión truncada en el destino de su hijo, comienza a presionarlo para que siga medicina, para continuar con la labor del prestigioso abuelo. ¿Cómo no le va a gustar la música? B al igual que A, no ven la verdadera pasión de su hijo y lo sumergen en una labor segura en lo económico. Luego de muchas discusiones, y de muchos distanciamientos, C decide que lo mejor es hacerle caso a su padre, y se recibe de médico.
–¿Y le va bien?
–No, no le va bien. No sólo no le va bien sino que, desinteresado de su vida, atiende sin objetividad a sus pacientes, siempre pensando en otra cosa, poniéndose en complot con los visitadores médicos.
–¿Y eso?
–Los visitadores médicos eran humanos que no habían podido seguir la carrera de medicina por falta de tiempo o pericia y decidieron, muy inteligentes, seguir esa nefasta carrera que les daría un pasar razonable en sus vidas.
–¿En qué consistía esa labor?
–El visitador médico era ni más ni menos que un empleado de un poderoso laboratorio fabricante de medicamentos. Cuando los humanos enfermaban, y esto era, entre los adultos, a razón de dos a cuatro veces en el año, se dirigían al médico, que los curaba recetándoles unas pastillas sanadoras de marca “X”. Había varias opciones de pastillas sanadoras pero el médico presionaba al humano para que comprara las de marca “X” y no las de marca “Z”, sólo porque el visitador médico, a fin de año, le daba al médico algún regalo importante, unas ostentosas vacaciones, por ejemplo.
–¿Y no iban presos?
–No, ¡qué van a ir presos!, no… Estaban acostumbrados a eso. Con el tiempo los laboratorios se dieron cuenta de que no les convenía curar a los humanos ya que no les servían de nada sanos. Necesitaban humanos con enfermedades crónicas. Entonces comenzaron a fabricar medicamentos que generen dependencia, para que, una vez enganchado un humano con algún problema de salud, debiera continuar de por vida tomando esas grageas. Los laboratorios recaudaron sumas de dinero inadmisibles con esta modalidad.
–Pero espere un cachito, maestro – lo frenó Boutique –, ¿usted me va a decir que nunca nadie hacía nada al respecto? – lo increpó, vehemente –. ¿Los científicos humanos no denunciaban estas cosas?
–Los científicos humanos estaban agrupados en dos bandos: aquellos a los que le importaba un carajo todo y trabajaban dentro de los laboratorios diseñando esas miserables grageas, y los que sí se preocupaban por encontrar la cura a las enfermedades.
–¿Y entonces? – se ilusionó Boutique, abriendo ambos brazos con desesperación.
–Los científicos que trabajaban en laboratorios eran remunerados de manera obscena, y si conseguían descubrir una pastilla de tratamiento crónico, se hacían directamente millonarios. Los científicos que no bailaban esa danza repudiable, en cambio, vivían haciendo investigaciones con muy pocas herramientas, trabajando veinte horas al día por un mísero sueldo – le explicó el maestro y Boutique se sintió mal, de repente lamentó haber comido tantas carótidas la noche anterior. Tenía el estómago revuelto. Vitraux lo notó de inmediato – ¿Se siente bien? ¿Quiere que le traiga un vaso de agua? – le ofreció.
–No, maestro, descuide, es que es exasperante todo lo que me está contando…– el viejo se levantó de su sillón y se acercó a Boutique, que tenía el ojo empapado en lágrimas, se sentó junto a él y le puso una mano en la nuca.
–Eso no es todo, capitán. Hay algo más – le dijo Vitraux, tratando de vislumbrar si su alumno estaba en condiciones de seguir escuchando. Boutique se limpió el ojo y respiró hondo, juntando fuerzas.
–Dígame, maestro, lo escucho.
–Los humanos debían pagar por todo esto sumas de dinero muy elevadas. Debían estar asociados a una obra social buena y esto les costaba mucho dinero… El humano medio, el de bajos recursos, debía pagar cuotas de estas obras sociales muy costosas. Casi dejaban medio sueldo en pastillas, cuotas de medicina prepaga y médicos.
Boutique se quedó mirando el cuaderno, negando con la cabeza mientras una lágrima le bajaba por el naso y se destruía sobre una palabra que había escrito, deformándola. Se limpió la nariz con una mano, miró a Vitraux y se largó a llorar. Estuvo llorando como un chico un rato largo, en brazos del maestro. El viejo estaba anonadado, nunca antes un alumno se había inmerso con tanto interés en historia terrestre. Le daba lástima que Boutique se involucrara tanto pero lo entendía. Cuando él comenzó a estudiar esa raza también pasó por lo mismo.
Bôite golpeó la puerta del camarote y Vitraux se levantó en silencio a abrirla, dándole una palmada de aliento a Boutique en el hombro, que comenzaba de a poco a recomponerse.
–¿Y a este qué le pasa? – dijo Bôite, asombrado, señalando a Boutique.
–Nada, ya se va a recomponer, se pone mal con todo lo que le cuento – dijo Vitraux mientras Boutique se limpiaba el ojo, avergonzado.
–Qué playito que sos…– le dijo buscando que su amigo se recupere. Vitraux se enojó y, parado a su lado, le dio un distraído pisotón procurando que deponga esa actitud.
–Sí, ¿viste? – le dijo Boutique ofendido mientras se retiraba del camarote.
–¡Che! ¡Pará! ¡No te pongas así! ¡Era una jodita…!
–Déjelo, ya se le va a pasar – Vitraux trató de dar por terminada la cuestión.
Boutique se lavó la cara y se puso el traje de explorador. Le tocaba irse para abajo. Salió de la nave y se tiró por el ducto sin mirar a sus compañeros vaciadores que trataron de saludarlo. No estaba con ánimo para bromas. Llegó al Correo y salió a la vereda. Bandoneón y Bôite habían avanzado bastante. Habían ganado la plaza, descubierto el monolito y ya estaban perforando hacía arriba, iban por los 114 metros. Beckenbauer revisó los mandos de la perforadora, chequeó algunas nimiedades en el lector y comenzó a perforar. Ese día Boutique estuvo toda la jornada en silencio, con la mirada triste y perdida en la manga extractora. Beckenbauer trató varias veces de hablarle pero Boutique sólo le contestaba con monosílabos.
Al terminar la tarde, la perforadora comenzó a sonar su alarma. Habían llegado al piletón. La extrajeron y subieron por el nuevo ducto hasta la superficie. Estaba anocheciendo. Un grupo de vaciadores rodeaba la perforación y los recibía con aplausos, alentándolos. Beckenbauer saludó a uno por uno con una sonrisa. Boutique apenas saludó con la cabeza a dos o tres y se escapó a su nave. Bôite y Vitraux lo esperaban con la comida lista pero no quiso comer. Se fue derecho a la vaina. Quería irse a dormir de una vez por todas.

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