martes, 22 de enero de 2013

Capítulo XX




Al llegar a la estación de despegue vieron al general que ya los esperaba con unos papeles en la mano. Boutique echó un vistazo a su nueva nave, que era igual a la de Apotheke, un poco más chica que la que había estado utilizando. Sobre un costado, un mecánico pintaba con destreza el número y rango: 02 – CB =. Boutique se sintió gigante; le dolía el pecho de tanto orgullo. Se acercó y le extendió la mano a su superior mientras saludaba asintiendo con la cabeza a los mecánicos.
–¿Está listo, coronel? – preguntó Apotheke.
–Sí, mi general – afirmó Boutique –, listo y ansioso por comenzar esta nueva etapa.
–Perfecto – concluyó Apotheke –. Este es el manual de instrucciones de la nave. No se preocupe que es mucho menos sofisticada que la 037 que venía utilizando. No va a tener inconvenientes – Apotheke le extendió un escaso librito con un puñado de hojas –. Le recomiendo que cuando tenga tiempo lo hojée.
–Cómo no, mi general, eso haré – Boutique agarró el manual y lo metió en una cartera que llevaba bajo el brazo mientras Vitraux miraba la nave desconfiado.
–¿Y yo donde voy a dormir? – preguntó –. ¿Tiene camarote esto?
–No van a dormir en la nave – informó Apotheke –. En tierra firme ya les prepararon una tienda de acampe, mucho más cómoda que el camarote que utilizaste hasta ahora – le señaló el gordo, y al viejo le brilló el ojo de alegría.
Boutique saludó al general con una venia respetuosa y Apotheke dio unos pasos hacia atrás, dándoles espacio para que entren en la cabina. El coronel se sentó al mando y el maestro a su lado, como una especie de dudoso copiloto. Los mecánicos se apartaron desconectando los cables del service y la nave comenzó a girar lentamente hacia la zona de despegue. Apotheke se quedó mirando cómo se alejaban tras la compuerta presurizadora y, una vez perdidos de vista, dio media vuelta y se dirigió a su despacho para continuar con sus tareas mientras la exclusa final se abría y la 02 – CB = partía rumbo a Rosario.
Por ser una nave pequeña se vieron impedidos de descansar, así que decidieron aprovechar ese tiempo en una nueva clase.
–¿Seguimos?
–Déle nomás – confirmó Boutique, corriendo su butaca hacia atrás y descansando sus patas sobre el apoyavasos del tablero de mandos. Vitraux se calzó el quevedo y se reclinó un poco en su butaca.
–¿Dónde quedamos?
–En los vicios, terminamos con eso – dijo Boutique leyendo sus últimos apuntes –. Pero me gustaría hablar de lo último que vi en Rosario, antes de la partida.
–Lo escucho.
–Descubrí otra edificación imponente, parecida al correo, con techos altísimos, columnas opulentas y puertas descomunales. Sobre el dintel del techo había unas extrañas estatuas de unos humanitos alados…– describió Boutique.
–¿Una iglesia? – temió Vitraux.
–No lo sé…– se disculpó Boutique –. Sobre estos niños alados que le menciono había una rara inscripción – comenzó, mientras buscaba entre sus anotaciones – RE NA DEL S S ROSARIO RUEGA POR NOSOTROS – leyó en su cuaderno.
–Sí, debe ser una iglesia…– aseveró Vitraux.
–¿Y cómo lo sabe?
–Coronel… humanitos alados, ostentación arquitectónica y la palabra “Ruega” son pistas más que elocuentes. Debe ser una iglesia, y si está al lado del correo central, enfrente de la plaza, casi le diría con seguridad que se trata de la Catedral.
–¿La Catedral?
–Sí, la iglesia más importante de la ciudad, como nuestra base – ejemplificó Vitraux –. Eso forma parte de la clase de religión – advirtió Vitraux –. Mire que es bravo eso, ¿eh? – Boutique abrió su ojo ávido de información y el viejo se dio cuenta que no podría esquivar comenzar con ese capítulo.
–Lo escucho.
–Bien – dijo Vitraux acomodándose mejor en la butaca – ¿De dónde viene usted?
–¿De dónde vengo?
–Sí, ¿cómo es que usted existe? es la pregunta mejor formulada.
–Nací en un planeta en donde la luz que recibe de la estrella madre, más el agua que se encuentra en él, hicieron posible el desarrollo de la vida. Por eso existo – dijo Boutique, explicándose desconcertado.
–Bueno, imagine que ahora yo le digo que no, que no es así, que en realidad todo esto es obra de un ser llamado Dios, que fue el creador de todo lo que existe.
–Suena un poco ridículo, perdóneme usted.
–Exacto, ridículo – confirmó Vitraux – De eso se trata este capítulo: de las historias que creían los humanos sobre el origen de la vida – comenzó Vitraux –. En el planeta Tierra había más de veinte religiones distintas. El humano, dependiendo de dónde había nacido, era inculcado desde pequeño con estas creencias religiosas, endilgando el origen de la vida a este Dios que, según la región del planeta que habitase, se podía llamar de distintas maneras y tener diversos preceptos – Boutique escuchaba atento –. Pero básicamente la finalidad de las religiones era la misma – señaló Vitraux –: agrupar a las masas, convencerlas de una ideología religiosa y mantenerlas dominadas.
–¿Cómo mantenían dominadas a las masas?
–Con el miedo a lo desconocido, con la muerte, con el cielo y el infierno – detalló el gran maestro –. Vea, coronel, si yo le digo que usted debe comportarse adecuadamente, no ser mal marciano, no fijarse en la mujer de su amigo, no robar o asesinar porque de lo contrario a usted luego de su muerte le esperará una eterna condena en el infierno, ¿qué me dice? – lo increpó Vitraux inclinando su butaca hacia delante para acercarse lo más posible al coronel que, inconsciente, se reclinaba para atrás manteniendo distancia.
–¿Y eso qué es?
–¿Qué cosa?
–El infierno.
–El infierno es un lugar que hay debajo de la tierra, dominado por el diablo. Este diablo es un ser despiadado que rostiza humanos muertos a fuego lento durante toda la eternidad, para que paguen por sus delitos.
–¿Debajo de la tierra existe ese lugar? – preguntó Boutique, descreído.
–No, coronel, no existe ¿Cómo va a existir semejante cosa? – se enojó el viejo –. No existía eso, sólo se lo decían a los humanos para que se porten bien, para que no hagan lío – Boutique hizo un silencio, contemplando lo que Vitraux le decía.
–Para que acepten su vida como se les había planteado sin importar si estaban a gusto o no – aportó Boutique y Vitraux se sacó el quevedo, levantándose de la butaca.
–Es usted un genio, coronel – reconoció el gran maestro –, me deja pasmado con la rapidez con que entiende a estos humanos.
–Se caía de maduro…– señaló Boutique con aires de gran filósofo.
–Entonces los humanos creían en estos preceptos y eran convencidos de que, al morir, si habían pasado una vida de pobres, serían los reyes del cielo – dijo Vitraux mientras su alumno comenzaba a poner esa cara –. O sea…– trató de explicarse mejor –, para que no jodan con reclamos sobre la falta de necesidades básicas completas, como tener un buen hogar donde guarecerse, poder comer todos los días alimentos nutritivos, poder vestirse o poder disfrutar de las mismas comodidades que tenían los humanos que no eran pobres, les prometían el reino de los cielos y ellos creían esto y esperaban morir para poder comenzar a disfrutar todo lo que no habían logrado conseguir en vida.
–¡Pero eso es absurdo! ¡Hay que ser idiota para creer tamaña estupidez! – Boutique se quejó, iracundo.
–La gran mayoría de los humanos eran católicos, ya que ésta era la religión más leve, más suave. Era más fácil ser católico. Había otras religiones que eran mucho más duras y estrictas de seguir, infringiéndose mutilaciones en el cuerpo, por ejemplo – Boutique lo miró sorprendido –. El judaísmo era la religión con ese precepto más famosa. El varón judío, al nacer, debía cortarse la piel que recubría su pene para ser un verdadero judío – Boutique se aferró de las pelotas e hizo cara de dolor.
–¡Por favor, maestro! ¡Qué está diciendo! – lo retó.
–La verdad, coronel, la verdad…– sentenció Vitraux –. Después había otras religiones en donde las hembras no podían mostrarse en la calle y debían circular con una sábana que las tapara todas, hasta los pies, de lo contrario eran apedreadas hasta la muerte – Boutique se soltó las pelotas y abrió grande su ojo –. En África, por ejemplo, a las mujeres les cortaban el clítoris para que no gozaran a la hora de tener sexo, porque el goce estaba prohibido en la mujer – continuó Vitraux y Boutique lo fulminó con la mirada, como si el viejo estuviera inventando todo eso sólo para molestarlo. Pero el maestro seguía en la suya, muy compenetrado en su explicación –. Volviendo al cristianismo, entonces, los líderes de esta religión, o mejor dicho, los guías, eran llamados sacerdotes: humanos machos que se presentaban voluntariamente para dedicar su vida a la propagación de esta infamia, entonces daban sus votos de fe a cambio de quedarse a vivir en alguna iglesia. Generalmente las iglesias tenían una escuela a cargo y estos sacerdotes hacían las veces de directores de esas escuelas – dijo Vitraux, y se levantó a servirse un vaso de agua. Boutique se quedó sentado con la mirada perdida en la nada absoluta, muy exacerbado. El viejo volvió y se sentó junto al coronel, dando cuidados sorbitos al vaso de agua para que no se le vuelque en la bata.
–¿Y cuál era la labor de estos sacerdotes?
–Dirigían las misas, dirigían las escuelas, y escuchaban confesiones.
–¿Misas? ¿Confesiones?
–Claro, los humanos devotos iban los domingos a misa, que era una suerte de reunión en donde los feligreses concurrían para escuchar lo que este humano impartía como única verdad. Y la creían, ciegos. Luego se metían con el sacerdote en un pequeño recinto de madera y, a modo de confesión, le contaban todo lo mal que se habían portado en la semana. El sacerdote imponía una penitencia dependiendo del grado de maldad de los pecados cometidos, que iban desde un padrenuestro y un avemaría, a cientos de ellos.
–¿Y eso qué es?
–¿Qué cosa?
–Eso, lo del padrenuestro, lo del avemaría…
–Ah, sí; eran plegarias. Los humanos debían arrodillarse en un taburete y recitar estas oraciones de memoria con las manitos juntas y la cabeza gacha – explicó Vitraux –. No conozco tanto y no puedo determinar cómo calificaban estos sacerdotes cuán viles eran esos pecados, pero se me ocurre que un humano iba y le decía al sacerdote, por poner un ejemplo, que el miércoles había dicho una mala palabra, entonces el sacerdote lo penaba con un avemaría – determinó Vitraux –. En cambio si el tipo iba y le confesaba que había robado un banco, el humano se tenía que comer flor de garrón, arrodillado, rezando miles de padrenuestros y avemarías…– ilustró Vitraux –. ¿Se imagina cómo les quedarían las rodillas? – Boutique, escéptico, se echó para atrás con la cara toda arrugada de indignación.
–¿Y qué ventaja tenía hacer semejante cosa?
–Que el humano se sentía limpio, que podía arrancar una nueva semana sin culpas, total, si cometía algún error, el domingo asistía a misa, se confesaba con el sacerdote y listo.
–¡Perfecto! – ironizó Boutique, completamente encolerizado.
–Sí, pero no termina ahí la cosa – amenazó Vitraux.
–Qué… ¿Hay más?
–Sí – dijo el gran maestro con el gesto adusto –. El sacerdote, para tomar esos votos de fe, debía hacer un sacrificio enorme, sobre todo para demostrar a la humanidad la fortaleza de su creencia, pregonando que nada en el mundo era más importante, y ese era el motivo por el cual los humanos creyeron este disparate.
–¿Qué sacrificios debía hacer el sacerdote? – se preguntó Boutique asustado, agarrándose nuevamente las pelotas.
–Debía desechar tener una vida normal como cualquier otro humano. No podía tener hijos, no podía mantener relaciones sexuales, no podía tener una pareja – Boutique se quedó helado. Y se soltó las pelotas.
–Pero, maestro, disculpe que lo interrumpa, ¿cómo hacía con sus necesidades fisiológicas naturales? Porque las ganas de tener relaciones sexuales no se pueden reprimir. Bah, nosotros no podemos… ¿Los humanos podían hacer eso? – preguntó Boutique, visiblemente admirado por esa poderosa virtud del ser humano.
–Por supuesto que no. ¿Cómo podrían reprimir el deseo sexual? Somos seres vivos, humanos, marcianos o plutonianos. Es la semilla de la vida, es lo que hace que existamos, nuestros genes luchan porque nos propaguemos – le explicó Vitraux, como si su alumno no lo supiera.
–¿Y entonces? – preguntó Boutique, preocupado.
–Y entonces vivían en una sofisticada hipocresía, masturbándose por las noches en la más completa soledad. Y cuando el deseo no podía ser calmado con una simple masturbación recurrían desesperados a lo que tenían más a mano.
–¿Y qué tenían a mano?
–Humanitos – señaló Vitraux –. Cuando el deseo los superaba, estos sacerdotes se volvían realmente locos por la falta de sexo carnal, entonces cualquier ser que les pasaba cerca era visto apetitosamente por ellos, y comenzaron a violar a sus propios alumnos.
–¿Cómo violar? ¿Qué es eso?
–Tener sexo por la fuerza con alguien que no está dispuesto a entregarse sexualmente a otro – explicó Vitraux –. Y los sacerdotes lo llevaban a cabo sin problemas. No eran enjuiciados, no eran encarcelados por crímenes, no pagaban impuestos. Eran los dueños de la verdad más absoluta. Como “secretarios” de ese Dios en el que creía la humanidad. Y había que confiar plenamente en ellos, entonces la gran mayoría de los sacerdotes se aprovechaban de su libertad para hacer lo que se les ocurriera. Era un mundo muy enfermo y muy hipócrita – sentenció Vitraux.
–Pero, maestro… Quizás estos sacerdotes creían en esta infamia como el resto de los humanos – Boutique trató de encontrar una explicación –. Quizás vivían vidas angustiosas, llenas de culpa por su comportamiento, por su falta de compromiso con la promesa de no tener sexo…– contempló Boutique – Es probable que usted los esté demonizando y sólo fueran una pieza más en este absurdo rompecabezas, siendo tan víctimas como el resto de la humanidad…– los defendió. Y Vitraux se sonrió.
–Vea, coronel, para que lo entienda mejor. La gran mayoría cometía estos actos de pedofilia esporádicamente, pero cuando un sacerdote se volvía realmente loco y comenzaba a violar a sus alumnos a mansalva, el problema no se podía tapar mucho tiempo, no se podía ocultar – explicó el gran maestro –, porque no eran dos o tres humanitos violados que quizás nunca los denunciarían por temor o vergüenza, sino que eran ochenta, noventa o cien, entonces el caso llegaba al Vaticano y los cardenales, o incluso el Papa mismo, determinaban ocultar al sacerdote “enviciado” en algún convento, para protegerlo y cuidarlo hasta el día de su muerte, siendo servido como un rey por las monjas que habitaban el convento en lugar de ir preso.
–¿Cómo los cardenales? ¿Los pájaros tomaban decisiones? – preguntó Boutique, alarmado.
–Los cardenales eran sacerdotes con alto rango, como el general Apotheke o como usted. Un sacerdote era como un capitán. Un cardenal, como un coronel. Y un Papa, como un general, un mandamás, un líder absoluto. Los pesos pesados vivían todos juntos en el Vaticano, y desde esa ciudad atrincherada en el medio de Roma determinaban la vida de sus devotos feligreses y seguían de cerca estos casos de pedofilia para ver cuál era el momento oportuno de separar a este sacerdote de la escuela o iglesia que presidía para no hacer espamento.
–¿Pero cómo puede ser posible semejante barbaridad?
–Toda esta mentira se desarrolló hace más de 2.200 años con la supuesta llegada de un niño al que su madre dio a luz sin necesidad de que su padre la fecunde – Boutique hizo cara de mal olor –. La madre de este niño, según esta habladuría, había quedado preñada por obra de un espíritu bondadoso que le impuso el embarazo. Y de ahí viene el complejo rechazo que le tenían al sexo. El sexo era visto como algo feo, sucio y malo, sólo se debía tener sexo en el caso de pretender engendrar un retoño, de lo contrario no estaba permitido tener relaciones – le explicó Vitraux –. Y de ahí viene aquel problema que le mencioné tiempo atrás cuando le comenté de la mortandad en África, donde los niños morían de SIDA. Esta enfermedad podría haber sido frenada y erradicada con la sencilla aceptación de la iglesia al preservativo.
–¿Y eso qué es?
–El preservativo fue un invento muy útil para proteger a los humanos de posibles contagios de enfermedades venéreas por mantener relaciones sexuales ocasionales con diferentes parejas – le contó Vitraux –. Pero como la iglesia repudiaba el acto sexual libre, nunca reconoció el uso de preservativos, y los pobres del mundo morían como moscas – sentenció–. En lugar de educar, atender y brindar cobijo, que eran las premisas fundamentales de estas creencias, se dedicaban a la hipocresía, a la protección de violadores, a la mentira, a la opresión de los pueblos.
–¿¡Pero por qué ocurría semejante cosa!?
–Por la desinformación, por la falta de conocimientos, por la pobreza, por la dominación – detalló Vitraux –. Y eso no es lo peor, lo más escandaloso de todo esto es que la iglesia cristiana tenía un poder económico que quizás haya sido más fuerte que el de los banqueros mismos. Pero nunca jamás utilizó su dinero para desahogar la desesperante miseria que vivía la mayor parte del planeta. Para que lo entienda mejor, las iglesias “base” estaban en el Vaticano, en Italia, donde gobernaba el Papa, el más poderoso de los sacerdotes – Vitraux continuó con esa tenebrosa historia –. En estas iglesias, todo estaba bañado en oro, diamantes, rubíes, mármol de Carrara… El lujo que ostentaban esos edificios era implacable.
–¿Pero cómo puede ser que los pobres no hayan advertido que los estaban cagando? – insistió Boutique, incrédulo.
–Por el cuentito del infierno y el cielo – respondió Vitraux – Si te portás bien y no molestás, el cielo es tuyo. Si en cambio te pones a investigar dónde está la mentira o increpás a algún sacerdote o pedís explicaciones complicadas, te vas derechito al infierno, así que no jodas y cállate. Y andá a trabajar…– ironizó Vitraux.
Boutique se quedó pasmado; no podía creer lo que el gran maestro le contaba; realmente suponía que Vitraux tenía esa información contaminada por algún factor extraño; era imposible que eso fuera verdad. Se quedó un rato largo mirando su cuaderno con una impotencia nunca antes experimentada mientras el maestro se acomodaba para dormir una siesta en el tiempo que restaba de viaje, doblando una de sus batas y transformándola en una práctica y cómoda almohada, apoyándola en la parte alta del respaldo de su butaca. Boutique intentó imitarlo pero no logró conciliar el sueño. Estuvo largo rato debatiendo dentro suyo todo lo que había escuchado. No lo creía (no lo quería creer).
Cuando el viejo despertó notó que Boutique tenía el semblante raro otra vez. A Vitraux no le gustaba verlo tan derrotado. De tanto en tanto le apoyaba su mano en el hombro, comprensivo, pero Boutique no se reponía, estaba muy enojado, esa era la expresión en su rostro: enojo. Y esa actitud en su alumno le trajo recuerdos de la época en que él mismo conoció por primera vez esas historias. Y lo comprendió de inmediato. Al menos a Boutique no le había dado por llorar días enteros sin conseguir consuelo. Mientras sólo le diera rabia o indignación no sería tan perjudicial para su salud.



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