Vitraux cerró su puerta y lo esperó dentro – ¿Nunca sale de ahí dentro? – pensó Boutique mientras enfilaba para el baño. Se lavó la cara y cepilló su diente de arriba abajo y de derecha a izquierda, treinta veces y luego en círculos, un minuto, como le había recomendado el doctor Chajá luego de aquella vez que le salió una caries. Se había revolucionado el barrio entero con su caries. Fueron todos muy expeditivos a la hora de trasladarlo al consultorio. La verdad, se portaron muy bien con él. Y el doctor fue muy temerario y preciso en la reparación de su diente. Pensar que estos humanos tenían un montón de dientes, podían darse el lujo de tener caries o de perderlos alegremente, y en cambio ellos sólo contaban con uno, debían cuidarlo durante toda la vida. Se secó la cara, se miró al espejo y resopló. Temía entrar a clases. La del día anterior había sido muy dura. Le afectaba mucho todo lo que el viejo le contaba de los humanos, pero no podía seguir así, debía cambiar su actitud. Volvió a mirarse al espejo y se enojó con sí mismo, le apasionaba la historia pero debía tratar de no involucrarse a ese punto si quería continuar aprendiendo. Aunque era difícil, o al menos aún no lograba encontrar la manera de hacerlo.
Respiró hondo, agarró el cuaderno y encaró un nueva día de clases.
–¿Cómo se encuentra hoy, capitán?
–Bien, maestro, gracias.
–Le pregunto porque ayer usted se fue muy compungido de la clase – Vitraux se mostró preocupado.
–Sí, lo sé, disculpe. Es que me involucro demasiado con la historia, me indigna. No volverá a ocurrir, lo prometo.
–No me prometa nada, capitán, es bueno que se involucre. Debe tratar de contener las emociones, debe ser fuerte – le recomendó Vitraux –. De los cientos de alumnos que tuve sólo dos se interesaron en esta historia de la manera que usted lo hizo – se sinceró Vitraux. Boutique lo miró sorprendido.
–¿Solo dos? ¿Y quién es el otro? – preguntó Boutique, inquieto. Vitraux lo miró fijo y se sacó el quevedo.
–El general Apotheke.
–¿El general fue su alumno? – se sorprendió Boutique.
–Todos fueron mis alumnos…– comenzó Vitraux –, salvo usted y su compañero, que todavía no entiendo cómo pasaron los tests para acceder al puesto – Boutique miró su cuaderno como buscando algo, haciendo oídos sordos a lo que Vitraux le recriminaba irónico –. Todos fueron mis alumnos, todos aprendieron historia terrestre conmigo. Soy el gran maestro – culminó mirando a Boutique con un dejo de soberbia.
–Así es – confirmó Boutique.
–Entonces le decía, sólo usted y el general se involucraron en la historia de estas almas en pena. Usted, el general y yo – comenzó –. Si verdaderamente le apasiona como veo la historia terrestre, debería contemplar la idea de dedicarse a estudiarla, tiene aptitudes, capitán – dijo Vitraux apretando a Boutique con su oferta, haciéndolo agachar la cabeza.
–La verdad, tiene usted razón, maestro – dijo sin levantar la mirada.
–Pero…– interpuso Vitraux, advirtiendo que había algo que lo desanimaba, Boutique hizo un silencio largo. Le incomodaba confesar su dilema al gran maestro.
–Pero no me gusta estar lejos de mi mujer, de mis seres queridos – dijo Boutique ahora mirándolo fijo – No me gusta, me apasiona esta historia. Me apasiona este planeta, me indigna este planeta. Quisiera tener el poder de darle a estos humanos la chance de volver a empezar – Boutique estaba en llamas. Se notaba que le entusiasmaba la historia –. Quiero conocer cada detalle de su época, de sus vidas. Somos muy parecidos, a pesar de que somos inferiores a ellos. No entiendo cómo fue que entraron en ese círculo vicioso – Boutique hablaba y movía su ojo aceleradamente, apuntándolo en todas direcciones, mirando de tanto en tanto a Vitraux.
–Justamente, hablando de vicios – dijo el gran maestro y Boutique dejó tranquilo su ojo, depositándolo nuevamente en Vitraux.
–¿Qué hay con los vicios?
–Vamos a hablar de ellos, si le parece – dijo el viejo cruzando una pata y acomodándose en el sillón, como quien entiende que va a estar un rato largo en esa posición.
–¿Los vicios?
–Los vicios. Las drogas, el juego…– ilustró Vitraux. Boutique comenzaba una nueva hoja en su cuaderno y escribía “LOS VICIOS” con lapicero rojo – Los humanos tenían vicios como nosotros. Por ejemplo ¿que vicio tiene usted? – le preguntó con curiosidad. Boutique lo miró un instante y luego enfocó el techo de la nave como si los nombres de sus vicios estuvieran escritos ocultos entre las costillas de refuerzo del camarote.
–Las croquetas de plattiní que hace mi abuela Franela, las carótidas de jamiroquais de Bandoneón… el otro día usted las probó, ¿no son exquisitas? – preguntó Boutique. Vitraux hizo cara de escéptico.
–Pseee… Qué se yo, no son para tanto tampoco…– se confesó el maestro, descalificándolas.
–Son muy apetitosas…– sentenció Boutique.
–Bueno, no importa, pero me entendió a donde voy, y a eso quería llegar – confirmó Vitraux mirándolo a la cara – Nosotros tenemos vicios y los humanos tenían los suyos, sólo que, como todo lo que circunda a esta inquietante raza, eran muy distintos a los nuestros.
–Lo escucho – dijo Boutique, intrigado.
–Los humanos, desde tiempos anteriores a la era del dinero, hacían rituales sagrados dirigidos por viejos sabios que, inmersos en las alucinaciones que les producían las drogas que ingerían generalmente a base de hongos y raíces, vaticinaban todo tipo de delirios sumiendo a sus seguidores, que también ingerían estas drogas, en un estado de embriaguez y descontrol muy potente.
–¿Cómo descontrol?
–Descontrol de ambos tipos; calmo, en donde el humano era consciente que estaba vivo o que no estaba soñando, pero aún así no podía mover sus patas, o las miraba y veía como éstas se le piantaban lejos, lejos, sin poder siquiera tomar cartas en el asunto.
–¿Cómo se le piantaban? ¿Se les desprendían las extremidades del cuerpo? – se horrorizó Boutique.
–No, era todo parte de la alucinación que les producía el brebaje que los viejos sabios preparaban. Veían cosas raras, se desafiaban a sí mismos, se ubicaban en estadíos de la mente muy peligrosos, para estudiarse y enfrentarse a sus miedos – explicó Vitraux –. No me interrumpa. Le mencioné el descontrol calmo, el descontrol violento era más peligroso, ya que el humano en ese estado involuntario de la mente podía lastimarse o lastimar a otro, entonces los humanos a los que esta droga les pegaba mal eran vigilados por otros humanos que se presentaban en los rituales con el fin de colaborar.
–Entiendo.
–Bueno, estas eran las drogas que se utilizaban hace miles de años por tribus de humanos, antes de que apareciera el dinero – comenzó Vitraux –. Cuando el ser humano “evolucionó” y se industrializó y se hizo rehén del dinero y la religión, las drogas naturales fueron prohibidas.
–Pero estas drogas, ¿eran peligrosas?
–Como todo, si usted va ahora a la nave del capitán Beckenbauer, abre el refrigerador, saca cuarenta de esas carótidas de jamiroquais que tanto le gustan y se las manda, ¿qué ocurriría?
–Probablemente muera en camino a la base en una camilla en una nave de emergencia rumbo a enfermería…
–Exacto.
–Entiendo. Entonces, como todo, las drogas esas no eran dañinas si eran bien utilizadas.
–Tal cual – sentenció Vitraux –, pero volvamos a la prohibición. Los gobiernos, la religión y las corporaciones capitalistas se complotaron para prohibir estas drogas y generaron otras drogas, verdaderamente peligrosas, muy nocivas para la salud, que frecuentemente mataban a los humanos que las consumían – Boutique comenzó a poner esa cara de asombro –. El tabaco, por ejemplo, fue la droga más hipócritamente aceptada por la sociedad. El tabaco producía la mayoría de las enfermedades sin cura que aniquilaban a los humanos, pero estaba permitido comerciarlo y consumirlo. Este producto se vendía en cualquier parte, y era muy barato – Boutique se quedó un instante intentando asimilar lo que el viejo le decía sin lograrlo.
–No entiendo, maestro. ¿Usted me dice que los humanos consumían esta droga a sabiendas de que les hacía daño y no hacían nada para evitarlo?
–Así es, y le voy a explicar el por qué. Las corporaciones tabacaleras, en complot con los ingenieros químicos que para ellas trabajaban, le fueron agregando al tabaco, muy de a poco pero de manera sostenida, productos químicos que generaban una tremenda adicción. El humano que entraba en esa no salía más, bah, no salía más… Salía cuando dejaba de fumar – Vitraux se sacó el quevedo –. Cuando moría.
–Pero ¿se morían?
–Por supuesto. Hubo millones de humanos muertos por culpa del tabaco, como también hubo fuertes campañas de los parientes de éstos que intentaron que las tabacaleras depusieran su actitud y comerciaran un producto sin los aditivos químicos que producían los cánceres, que era como denominaban a las enfermedades incurables. Pero las tabacaleras aducían que si hacían eso se les terminaba el negocio – le explicó el maestro cuando su alumno lo interrumpió a los gritos, encolerizado.
–Pero ¡¿y eso qué carajo importa?! – bramó Boutique, visiblemente enfadado –. ¡Cómo va a existir una empresa que produce una droga mortal, que la vende a sabiendas de sus consumidores que es mortal y que el gobierno o las autoridades no hacen nada por evitarlo!
–No sólo no hacían nada para evitarlo sino que contribuían con el crecimiento de estas empresas haciendo la vista gorda. Murieron muchos humanos por esta droga, muchos más que en el Holocausto – dijo Vitraux y Boutique anotó esa rara palabra para consultarlo después –. Pero nadie hacía nada. El que fumaba sabía que debía dejar de hacerlo pero no podía. Su entorno no sabía cómo ayudarlo y generalmente no contribuía en nada, entonces el adicto terminaba sus días en un hospital, buscando desesperado una bocanada de aire, con los pulmones tapados de nicotina y alquitrán. Cuando no moría antes de un infarto cardíaco… Y las empresas tabacaleras se protegían legalmente para que las viudas no les hicieran juicios poniendo una nota muy grande en el paquete de tabaco que vendían que clamaba, hipócrita: “El fumar es perjudicial para la salud”. Y listo, con eso estaban cubiertos – le resumió el viejo, sólo para desconcertar una vez más a Boutique, que insistía en no creer las cosas que el maestro le contaba.
–¿En serio?
–En serio. Y no se podía dejar de fumar alegremente sin quedar condenado a la desesperación crónica. He leído que los humanos que tuvieron una etapa de fumador jamás durante el transcurso de sus vidas dejaban de anhelar volver a fumar, así hubieran pasado cuarenta años sin hacerlo. El humano, frente a algún disparador de la adicción, se desesperaba por fumar como si nunca hubiera dejado el vicio.
–¿Cómo un disparador?
–Sí, un activador. Vea, capitán, los químicos que traían de regalo estos cigarrillos, que lo convertían en el producto de consumo más adictivo que se haya tenido conocimiento, se disparaban ante la ingesta de otra cosa. Por ejemplo, si el adicto estuvo diez o quince años fumando luego de tomar café o de comer un asado, o de tomar vino, no importaba cuánto tiempo hubiese pasado de que ese humano hubiera abandonado su adicción, cada vez que se tomara un café, sentiría deseos de fumar, por siempre. Cada vez que compartiera un asado con amigos no disfrutaría la sobremesa nunca más, ya que estaría todo el tiempo desesperado pensando en fumar. Lo mismo si tomara una copa de vino – explicó Vitraux –. Por siempre. Para toda la vida – aseveró el viejo, aumentando con esto la cara de pasmo de su alumno.
–Pero eso es terrible…
–Y las drogas “prohibidas” se seguían comercializando haciendo ricos a quienes las repartían y, al no ser un producto libre, vendían productos de dudosa calidad y los humanos no sabían lo que estaban consumiendo. Sobre el final de los días, acá en Argentina hubo un “flagelo” que destruyó a varias generaciones de humanos pobres, un cigarrillo que se hacía con los restos de una pasta base que se utilizaba para producir otra droga. Las sobras de los elementos necesarios para construirla, las metían en un cañito de aluminio doblado en la punta, como si fuera una pipa, “paco” se llamaba. El humano fumaba eso, que era mucho más mortífero que el cigarrillo común, pero no era consumido libremente, sólo lo consumían los humanos sin futuro que vagaban por las villas miserias sin un aliciente para sus vidas. Y esto les convenía a los gobernantes ya que se los sacaban de encima sin tener que asesinarlos con su propia mano, se mataban solos.
–¡Qué barbaridad! – exclamó Boutique, acongojado.
–Ya lo creo – afirmó el gran maestro –. Después había otras drogas que, disfrazadas de medicamentos, también sumían a los humanos a la adicción. En los últimos tiempos, los mercados de alimentos ofrecían extraños brebajes que contenían supuestos ingredientes necesarios para el buen funcionamiento del cuerpo, tanto en las deposiciones reguladas femeninas como en la protección contra los virus que producían las enfermedades. El cuerpo humano, como el nuestro, era un productor natural de anticuerpos y defensas contra virus y enfermedades. Dándoles a los terrícolas un suplemento que brindaba ese servicio conseguían que el cuerpo del humano que consumía ese producto dejara de crear anticuerpos y defensas porque había algo externo que lo hacía por él, entonces el humano no podía dejar de consumir más eso si no quería enfermarse – Vitraux detallaba todo con una tranquilidad exasperante, como si no le afectara lo que estaba diciendo –. Y por último estaban las drogas antidepresivas, medicamentos que los humanos tomaban cuando su cabeza reventaba por estar en desacuerdo con todo lo que lo rodeaba, manifestando encontrarse en una clara depresión psíquica.
–¿Depresión?
–Sí, no todos los terrícolas iban por la vida como ovejas, sin levantar la cabeza nunca. Había humanos, muy pero muy pocos, que podían vivir de lo que les gustaba. Esos no tenían problemas. El resto, los que debían vivir de otra cosa y no podían acceder a sus anhelos, vivían muy tristes, haciéndose adictos a todo tipo de drogas, sobre todo al cigarrillo y al paco. La diferencia entre una droga y la otra era el tiempo que demoraban en matar al consumidor. El paco mataba en un año a lo sumo, el cigarrillo en cuarenta. – Boutique ya estaba devastado por la tristeza y la indignación –. Entonces, volviendo, cuando sus cerebros no daban más con esa vida entraban en depresión, y había unos médicos que les otorgaban una gragea que les bloqueaba las sensaciones raras y le permitían al humano continuar trabajando.
–Increíble – dijo Boutique.
–Entonces, sobre el final de los días, los humanos eran adictos a varios productos de los que no podían escapar. Si dejaban el cigarrillo, se volvían locos; si dejaban el producto ese que les fortalecía las defensas básicas, se enfermaban; si dejaban de tomar la gragea que los mantenía como zombies para no enfrentarse con la realidad, caían inmersos en las más profundas depresiones. Era realmente insostenible la situación…– sentenció Vitraux –. Viéndolo desde afuera, fue bueno que todo se haya terminado. No me imagino cómo hubieran seguido lastimándose. Era una raza ejemplar, como no creo haya habido otra, pero tuvieron muy mala suerte.
–Ya lo creo…– dijo Boutique, anonadado –. No se me ocurre que nosotros soportemos la mitad de los flagelos que los humanos se infringían.
–Los humanos fueron incrementando estas cosas muy despacio por miles de años. Un humano de dos mil años atrás no podría sostener la vida de un humano de los últimos tiempos por más que quisiera.
–Pero me quedé pensando en la gragea esa…– consultó Boutique.
–¿El antidepresivo? – señaló Vitraux.
–Ese, ¿puede explayarse más?
–Seguro. Como le decía, imagine que para poder comer, tener donde dormir, tener abrigo y cuidar de los suyos, usted debe trabajar en algo que no le place, que no le llena el alma.
–La verdad, no me imagino – dijo Boutique.
–Bueno pero imagine… Imagine que tiene que hacerlo, que no le queda otra – le pidió Vitraux –. Entonces usted, todos los días de su vida, todos, para siempre, se levanta a la mañana y va a trabajar a ese lugar que no eligió, que fue lo que le tocó en suerte.
–¿Pero los humanos líderes impartían las labores?
–No, ¿se acuerda el ejemplo que le dí en la clase anterior del médico A, el hijo B y el nieto C?
–Sí – recordó Boutique.
–Bueno, los humanos estaban muy acostumbrados a eso, por no cortar con la labor del padre, por ayudar a su familia, o por elegir un trabajo sólo por su remuneración económica y no por gusto. El humano debía conseguir dinero para vivir. Como sea – Vitraux detallaba los ejemplos con pericia –. Entonces, al cabo de diez, quince o veinte años, el cerebro entraba en corto. Y reventaba.
–¿De qué manera lo hacía?
–Con ataques de pánico, con cambios bruscos en la personalidad, con falta de ánimo para afrontar la vida. Sus familiares y su entorno se daban cuenta inmediatamente del problema ya que el humano cambiaba su actitud de manera abrupta, y le aconsejaban que fuera al doctor X a tomar la medicación que lo volviese a la normalidad…
–¿Ataques de pánico?
–Sí, era un episodio extraño, inexplicable, que le agarraba al humano. Se lo denominaba “ataque de pánico” y se manifestaba con una sensación repentina de muerte, o con un calor indecible e inmediato en todo el cuerpo, o con dolores súbitos en el pecho, o con una sensación de pelos parados, erizados.
–Entiendo.
–Entonces el humano no servía en esas condiciones, no le servía a su familia, no le servía a la comunidad. Se convertía en un energúmeno que no podía continuar con su vida, salvo que tome la pastillita esa y volviera todo a la normalidad – le explicó Vitraux – Todo a la normalidad sólo para su entorno y para cumplir con su labor. El humano normalizado sentía que era otra persona, como un fantasma del que había sido. La gragea le bloqueaba las sensaciones de sufrimiento, de alegría, de tristeza, de esperanza. Se convertían en máquinas de trabajar, comer, deponer y dormir – le explicó Vitraux con calma –. En algunos casos, bastantes por cierto, no tengo el porcentaje justo, estos humanos medicados se quitaban la vida, impacientes por no lograr ver un cambio fidedigno en su ánimo y darse cuenta que no eran más los que habían sido, que no les gustaba su nueva realidad, y que el tiempo transcurrido señalaba que nunca más se curarían definitivamente de esa extraña enfermedad. Entonces se suicidaban.
–Increíble. ¿Se quitaban la vida?
–No tenían salida, la escasa lucidez que les quedaba les alcanzaba para tomar esa determinación – culminó Vitraux y se levantó del sillón para cambiar de pose. Boutique tenía la mirada desahuciada. Vitraux lo notó y cambió de tema para dejar de perturbar a su alumno –. Y, cambiando de vicio pero no de tema, el otro vicio que le mencioné al principio de la clase era “el juego”.
–Ah, sí, recuerdo. ¿En qué consistía este vicio? – preguntó Boutique, jubiloso; ya se estaba ahogando con las drogas.
–Los humanos de escasos recursos económicos, hartos de no progresar, probaban suerte en los casinos.
–¿Los casinos?
–Unos edificios muy vistosos, llenos de lucecitas de colores, en donde los humanos desesperados iban por la noche a dejar el poco dinero que tenían, apostándolo en mesas de juego. Jugaban por plata.
–¿Y obtenían alguna ventaja económica?
–Nunca. Jamás. Eran todos juegos devenidos de la matemática donde claramente era inviable ganarle a los casinos. Ya sobre el final de los tiempos habían salido libros de humanos matemáticos explicando con fundamentos irrefutables que era improbable que el casino pierda, que era todo una farsa. Y así y todo la gente seguía yendo al casino a jugar en el tragamonedas.
–Pero, maestro, si nunca ganaban nada, ¿cómo continuaban intentado? ¿eran idiotas?
–Enfermos, no idiotas. El dinero enceguece, el dinero enferma, el dinero envicia. En el casino, la gente de bajos recursos imaginaba que tendría suerte y cobraría una fortuna. Entonces, con más problemas económicos de los que un ser humano puede afrontar y con la cabeza devastada por no encontrar una manera más lógica para solucionar sus inconvenientes, iban como último recurso al casino, a jugarse los últimos dineros para perderlos de manera absurda. Y eso generaba el círculo vicioso – le dijo Vitraux sacándose el quevedo y limpiándolo con su bata, tenía el lente sucio – La mujer del terrícola jugador le recriminaba por lo que había hecho, que ahora no tendrían qué comer hasta que cobre el nuevo sueldo y para eso faltaban quince o veinte días. Entonces el humano se pasaba esos días anhelando cobrar para volver a ir al casino y esperar que le cambie la suerte, y poder llevarle a su mujer el dinero del mes pasado, más el dinero que tanto ansiaban tener para salir del pozo en el que estaban. Y eso era así constantemente, y el humano volvía a perder y el casino juntaba plata de manera obscena.
–Gran maestro, usted disculpe, pero esto ya está tomando un tinte de estupidez que es lamentable – dijo Boutique –, ¿me va a decir que los humanos no se daban cuenta de ese fraude? – le preguntó –. ¿Cómo puede haber pasado semejante cosa?
–Pasaba, capitán, pasaba. Todo el tiempo – se lamentó el el viejo.
–Es increíble…– dijo Boutique mientras Vitraux miraba su reloj. Ya era hora de cortar con la clase.
–¿Quiere que sigamos mañana? – lo consultó –. En una hora viene su compañero.
–Sí, por supuesto, sólo que… – comenzó Boutique con la mirada perdida.
–Qué – insistió Vitraux.
–No, nada, deje, seguimos mañana – desestimó Boutique. Estaba muy desconcertado con todo eso que le había contado Vitraux, pero seguir preguntando no era lo más adecuado. – Quizás sea mejor no tratar de entenderlos – pensó – estudiarlos pero no entenderlos –. Sintió que se sacaba un peso de encima cuando se le ocurrió esa manera de encarar las clases. ¿Cómo no lo había pensado antes? Si al fin y al cabo nunca había tenido contacto con esa raza. No debía involucrarse. No tenía fundamentos. Sus emociones fueron virando de la ira, la rabia y la indignación hacia la lástima y la pena.
Se levantó de la silla, extendió la mano a Vitraux y se retiró a cambiarse para continuar con la exploración. El viejo lo vio irse, desconcertado. A pesar de que el día anterior debió sentarse a su lado para consolarlo, esta vez su alumno estaba entero, y se iba con la cara adusta.
Boutique se cambió y enfiló para el ducto. Saludó con la mano a varios vaciadores que estaban en el borde del piletón contemplándolo. Había mucho viento. Miró por el túnel hacia dentro y dio una última recorrida visual por el piletón. Estaba cada vez más hondo. Y se tiró de parado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario