viernes, 12 de julio de 2013

Capítulo LXI y LXII





Vitraux estaba en la puerta de la tienda pelando una garompa para el almuerzo y los vio acercarse. Boutique bajó de la nave y abrió la compuerta del costado para retirar las cosas. El viejo no lo podía creer: aquel muchacho se había ido a primera hora de la mañana, todavía no era el mediodía y ya había vuelto con los baúles llenos de repuestos para el Torino. Ya no le quedarían excusas para dejar que lo encendiera.
Entre los tres elevaron el vehículo con los levantadores, retiraron los tacos de madera, le colocaron las nuevas cubiertas y lo bajaron al suelo. El Torino parecía más corajudo parado sobre sus flamantes cubiertas infladas. Boutique abrió el cofre que protegía el motor y le vertió todo el contenido de una botella de aceite dentro, y luego otra, y otra mientras Bôite abría la tapa de la nafta y vaciaba el bidón dentro. El coronel miró al maestro y este asintió con la mirada, quitándose la soguita del cuello de un tirón y extendiéndosela.
–¿Sabe conducir? – le preguntó preocupado.
–No – contestó Boutique, asustado, no había tenido en cuenta ese detalle.
–Venga, coronel, le voy a explicar cómo es – le dijo invitándolo a sentarse a bordo del vehículo –. Fíjese ahí en el suelo, donde van las patas; la izquierda va apoyada en ese pedal, y la derecha en aquel otro – Vitraux le señalaba el fondo de la cabina del Torino y Boutique asentía con la cabeza, serio, con el mentón pegado al pecho enfocando el fondo del cockpit.
–Entiendo.
–Bueno, antes de ponerlo en marcha, debe cerciorarse que la caja esté en “punto muerto” – le dijo señalándole la palanca de cambios. Boutique miraba todo asintiendo desesperado. Bôite y Bufete seguían desde afuera la clase de manejo.
El viejo le explicó todo con lujo de detalles ante la continua afirmación de Boutique que, acelerado, miraba lo que le señalaba el maestro y luego miraba delante de la trompa del Torino, como queriendo salir ya mismo. Sin ponerlo en marcha, Boutique aprendió a apretar el embrague, poner primera y soltarlo al mismo tiempo en que presionaba de a poco el acelerador; luego otra vez para poner segunda, y tercera, y cuarta. Lo hizo varias veces. Y parecía que lo había entendido.
–¿Está listo? – le preguntó poniéndole una mano en la rodilla.
–Qué se yo…– dudó Boutique –, supongo que sí…– se ilusionó, no parecía tan complicado lo que el maestro le había explicado.
–Bueno, adelante entonces – le dijo Vitraux señalándole las llaves que colgaban detrás del volante.
Boutique las tomó con su mano derecha y se lanzó a girarlas pero se detuvo, corroboró tener la palanca en punto muerto y la pata izquierda apretando hasta el fondo el embrague. Sí. Todo en orden. Giró las llaves y no pasó nada. “Click-click” hacía el contacto del Torino. Miró al maestro, incrédulo. Otra vez. “Click-click”. Nada. Levantó la vista del volante y la apuntó hacia Bufete, que entendió de inmediato lo que el coronel le pedía y fue hasta la nave a buscar la pastilla de energía. Abrieron la tapa del motor y le colocaron sobre el viejo acumulador del Torino la pastilla que tantos beneficios les había dado esa mañana. No tuvieron que esperar tanto. Cuando Bufete la vio lista la pegó con cinta sobre el acumulador, cerró la tapa del motor y asintió enérgico con la cabeza. Boutique le agradeció con el dedo pulgar hacia arriba e intentó una vez más. Y el Torino arrancó, sin vacilar.
El pecho de Boutique estaba a punto de estallar. La voz grave del motor daba miedo. Boutique apoyó su pata en el acelerador y lo presionó un poco haciendo que el Torino subiera los descibeles, vibrando debajo de su culo. Vitraux lo miró y le señaló la palanca. Boutique soltó el embrague y lo apretó nuevamente, tomó con su mano derecha la bocha de la selectora de cambios, la acercó a su pierna y la encajó en la ranura “1”, hacia delante. Miró al maestro como pidiendo permiso y el viejo asintió con la cabeza, mirando el parabrisas con una mano abierta como ventilando hacia delante un pedo que se hubiera tirado, señalándole que le dé nomás. Boutique enfocó su ojo por encima del volante y comenzó a soltar el embrague de a poco, de manera casi imperceptible. A la mitad del recorrido del pedal el Torino se movió, apenas, hacia delante. A Boutique se le erizaron todos los pelos de la espalda. El coche le estaba pidiendo que apretara el acelerador de una vez por todas. Y Boutique lo apretó. Y el Torino 380 W número 2, con sus dos ocupantes dentro, se alejó en zigzag por el desierto de ceniza hasta perderse de vista, mezclando su propio color blanco con el del suelo y el del cielo, esfumándose en el horizonte.

Capítulo LXII

Ya habían pasado dos horas. Bôite y Bufete se habían quedado dentro de la tienda de su amigo chismoseando los hallazgos que el coronel había hecho y Boutique no volvía. Se pusieron a escuchar música de los Beatles mientras abrían y estudiaban varios modelos de Victorinox, aburridos. Bufete abrió sin querer el paraguas apretando el botoncito del mango y los dos se cagaron en las patas, nunca habían visto una cosa de esas y menos que menos sabían cómo cerrarla. Se miraron asustados, dejaron con cuidado el paraguas abierto sobre la cama del maestro y se sentaron a la mesa a esperar al coronel sin tocar más nada.
–Che, ¿no sería hora que vayan volviendo? ¿Cuánto hace que se fueron? – preguntó Bufete con el gesto preocupado.
–Sí, hace bastante que deberían haber vuelto. ¿Tanto tienen que probar? ¿No les habrá pasado algo? – se inquietó Bôite y Bufete lo miró intranquilo. 
En eso, el comunicador de Bôite comenzó a vibrar en el bolsillo de su morlaco y lo sacó al instante, preocupado. Era Boutique. Bôite negó con la cabeza mirando a Bufete que, alarmado, no dejaba de mirar el aparatito de su compañero, suponiendo que habrían sufrido algún accidente.
–¡Hey! ¿Dónde están? – le preguntó Bôite por el comunicador.
–Lejos. Nos quedamos sin nafta – informó Boutique – ¿Nos venís a buscar?
–¿Cuán lejos? – le preguntó.
–Qué sé yo… ¡Lejos! – lo desubicó Boutique –. Fijate en el radar de la nave… Dale que tenemos frío.
Bôite se levantó y salió de la tienda. Bufete lo siguió detrás. Se subieron a la nave y le solicitaron al ordenador del tablero de mandos que les diera la posición del coronel. Un instante después el radar de la nave marcó un punto en el mapa alejado unos treinta kilómetros al sur de la tienda. Bufete encendió la nave y salieron disparados en busca de sus compañeros. Al poco tiempo lo avistaron, en el medio de la nada absoluta, haciendo señas con ambos brazos estirados como un desgarbado pájaro sin plumas que quisiera inútilmente remontar vuelo.
Aterrizaron a unos metros. El viento era insoportable y la ceniza volcánica estaba erosionándolo todo. Boutique se acercó corriendo encorvado y tapándose el ojo, pidiendo a los gritos una manta para cubrir al maestro. Bôite se la extendió y el coronel volvió corriendo al Torino para proteger al viejo y acompañarlo hacia la nave. Abrió la puerta del acompañante y extendió la manta, como ocultando una sorpresa a sus amigos que observaban todo desde dentro de su cabina. Debajo de la manta pudieron advertir las patitas del maestro que salían del interior del automóvil y se apoyaban en el suelo. Una vez fuera, Boutique cerró la puerta de un portazo, envolvió al maestro en la manta haciéndolo parecer un fantasma con bajas aspiraciones de asustar, lo abrazó y caminaron ligerito y agachados hacia la nave. Parecían dos pelotudos.
–¿Cómo que te quedaste sin nafta? – lo retó Bôite apenas entraron a la cabina. El maestro seguía parado al lado del coronel todo envuelto en la manta, como si fuera un gigantesco helado en cucurucho.
–Qué sé yo… veníamos bien, entendiendo de a poco el funcionar del Torino… Después cuando le agarré la mano empecé a acelerar cada vez más – le explicaba Boutique con el ojo esquivo ante la mirada increpante de Bôite –. Cuando lo pasé de ciento veinte kilómetros se podía ver claramente cómo bajaba la aguja que indicaba la cantidad de combustible…
–¿Y lo pusiste muy fuerte? – le preguntó Bufete.
–Ciento noventa – aportó enojado el cucurucho gigante.
–Puede sacarse la manta, maestro. Ya no hay más viento…– le indicó Bôite mirando a Bufete con agotamiento. El viejo se desenroscó la manta y la dejó a un costado. Tenía todos los pelos parados y el ojo rojo. Parecía un loquito.
Volvieron a la tienda y Vitraux se metió en el baño para darse una ducha reparadora. Boutique le dio órdenes a Bôite que recolectara varios bidones de nafta súper de veinte litros. No iba a probar más el Torino, salvo para traerlo de vuelta de donde lo habían dejado abandonado a su suerte. Si querían utilizarlo en su tierra deberían llevarse una buena provisión de nafta, ese vehículo consumía la vida cuando uno lo aceleraba.
Bôite y Bufete partieron hacia la estación de combustible con su nueva orden y Boutique se quedó acostado en la cama leyendo el libro de las ochenta y cuatro horas de Nürburgring. El viejo salió del baño con una toalla atada en la cintura y los pelos bien peinados hacia atrás, goteándole en la espalda. Boutique lo miró, dejó el libro a un costado y se fue a dar una ducha. Él también estaba todo lleno de polvo.

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