viernes, 12 de julio de 2013

Capítulo LXIV, LXV y LXVI



Capítulo LXIV

Cuando venían en la nave madre rumbo a la Tierra, todos los exploradores se habían quejado de las películas que les ponían para pasar el rato, siempre de cowboys, estaban hinchados las pelotas de las películas de cowboys. Hasta que un día se plantaron delante de Banana, el encargado de pasar las filmaciones, y lo obligaron a mostrarles la colección de películas que tenía. Al principio, hay que otorgarle ese mérito, Banana se los impidió, estoico, poniendo su cuerpo delante del cajón con videocasetes. Parecía una de esas actrices imbéciles del año del pedo, de las que ya habían visto mil escenas, protegiendo a un noviecito cowboy de las manos de su padre cowboy o de algún cowboy malhechor. Era de cuarta la actuación que imprimía Banana en su cruzada por impedir que abrieran los cajones, y lo corrieron del medio como si fuera una planta seca que molestaba en el camino.
Bôite y Brunette, que todavía se llevaban bien ya que el forrito de Brunette no había demostrado aún lo egoísta que era, fueron los primeros en abrir el cajón, que no tenía nada descollante dentro. Casi todas las películas eran de cowboys, pero había algunas que no: “Drácula” por ejemplo, con Bela Lugosi y Helen Chandler no era de cowboys, y ese era motivo más que suficiente para ponerla. Y la pusieron. Y se recagaron de risa. Y dejaron para siempre de ver películas de cowboys para ver sólo Drácula hasta que llegaron a la Tierra. Al final se la sabían de memoria. Banana no entendía por qué no lo dejaban seguir con las del lejano oeste, de las que todavía había al menos veinte que no habían visto y se habían quedado como idiotas mirando una y otra vez aquella absurda película de terror de principios de los treinta. No lo entendía.
Cuando Boutique abrió el cofre de la Gibson le recordó al ataúd de Bela Lugosi. Sólo faltaba que el viejo Bela saliera de ahí dentro con la cara blanca, los labios pintados de negro y las manos cruzadas en su pecho, con esa cara de malo que sólo él creía que estaba buena. El cofre estaba forrado de una tela peluda de color negro pero no estaba Bela acostado. Lo que había era un ejemplar de Gibson Les Paul de madera lustrada. Se podían observar las vetas de la madera por toda la caja de la guitarra. Todos se acercaron a verla, con respeto, como si estuvieran velando a un ser querido, rodeando el cofre con las manos anudadas debajo de la panza y el gesto serio. Sólo faltaba que llueva fuerte y que un cura diga unas palabras.
La guitarra era hermosa. Daba temor ponerle una mano encima y Boutique no lo haría ahí dentro, con tan poca luz. Invitó a cenar a los tres para poder observar más cómodos el ejemplar y todos aceptaron. Boutique cerró el cofre y volvió a trabar los cierres. Tomó el estuche por la manija y salieron a la calle. Ya era tarde. En un rato comenzarían las vaciadoras con su labor y ellos no deberían estar ahí. Se quedaron un instante contemplando la esquina. Enfrente había un magnífico edificio de departamentos. Boutique se lo quedó mirando un rato largo, atraído por su diseño, y luego emprendió la retirada. Nunca sabría que había estado frente a la casa natal del Che Guevara.
Volvieron caminando por Entre Ríos rumbo a la peatonal para recoger a Vitraux, que se había quedado en la tienda de libros. Boutique llevaba la Les Paul colgando de su mano derecha y se sentía un rockero. Cuando llegaron a Ross - Librero, Vitraux estaba fuera, esperándolos con la Fender Stratocaster apoyada en el hombro, parecía un leñador que se había tomado un tiempo de descanso.
Los cinco volaron fuera del piletón. Esta vez el encargado de llevar en andas al maestro fue Balurdo. Boutique llevaba las guitarras y Bagayo cargaba el bolso lleno de libros que el viejo había seleccionado. Apotheke, como siempre, no llevaba nada.



Capítulo LXV

Al llegar a la superficie, los capitanes se fueron a su nave para asearse y luego regresar por la cena prometida. Boutique entró en su tienda, dejó el estuche de la Gibson sobre la mesa y llevó la Fender a la cama del viejo. Temía que se lastimara al estar sin cofre protector. Apotheke pidió permiso para darse un baño ya que estaba bastante transpirado. El paseo por la peatonal – la gordura – lo había hecho sudar más de la cuenta. El viejo se sentó en la cama a inspeccionar la Fender y Boutique se puso a organizar la comida. Los exploradores merecían una opípara cena luego de haber encontrado aquel lugar, y a él le gustaba agasajar a alguien cuando se lo merecía, así que no lo dudó. Esa noche les iba a preparar unos tarantinis con salsa.
–No es un lindo ejemplar…– dijo Vitraux, como pensando en voz alta. Boutique se dio vuelta y lo miró, no sabía de qué le hablaba. Se refería a la Fender.
–¿Por? – le preguntó ya sin mirarlo, mientras ablandaba un tarantini sobre la mesada.
–Qué sé yo…– dudó el maestro tomándose el mentón, reflexivo, buscando encontrar algo en esa guitarra que le conquistara el corazón, pero no lo descubría – Quizás sea el color – tiró el viejo. Boutique volvió a darse vuelta y se quedó un instante contemplándola de lejos. A él tampoco lo atraía mucho que digamos.
–¿No le gusta el rojo? – le preguntó mientras volvía a la preparación de la cena. Debía apresurarse; los exploradores llegarían de un momento a otro.
–Sí, en un Ferrari queda hermoso, pero… ¿en una guitarra? – le preguntó mirándolo con incertidumbre. Boutique no lo había pensado pero el viejo tenía razón, sobre todo si la compraba con la Gibson. A decir verdad, era un ejemplar bastante feo de Stratocaster el que habían encontrado, pero no le pareció haber visto otro, a pesar de que cuando ingresó al local estaba enfocado en encontrar una Gibson porque Fender ya tenían, estaba seguro de no haber visto ninguna guitarra de esa marca. La miró un momento más, como escudriñándola, y luego miró al maestro.
–¿Sabe que tiene razón? – le aceptó el punto –. Es horrible…– sentenció cruzado de brazos y apoyándose en la mesada mientras, sin quererlo, aplastaba un tarantini que había sobre el borde, desparramando todo su contenido. 
–Quizás haya otro ejemplar – se ilusionó –. Si no, llevamos este igual…– le aclaró al maestro con un estilete en la mano, aunque era una aclaración idiota; obviamente que llevarían ese ejemplar si no encontraban otro –. ¡Pero me daría lástima! Las fotos que vi de Pink Floyd muestran al guitarrista con una de color negro, y el mástil de madera clara; ¡esa es hermosa! – exclamó. El viejo asintió con la cabeza. Estaban realmente desilusionados con aquel objeto.
Boutique prosiguió con la preparación de la comida mientras el viejo se calzaba la guitarra sobre la pierna e intentaba sacarle un sonido sin conseguirlo, apretaba el mástil con la mano izquierda como si estuviera agarrando un palo de escoba y con el pulgar de la mano derecha barría las seis cuerdas, pero lo único que lograba era que la guitarra hiciera un sordo “PRLDPT”. Siguió un rato largo haciendo: “PRLDPT, PRLDPT, PRLDPT”. Y nada. No iba a ser fácil conseguir tocar un acorde. 



Capítulo LXVI

Bagayo y Balurdo llegaron al rato. Traían de su nave una espléndida botella de vino Zarpado que venían guardando para una ocasión especial, y esa era una ocasión especial. Era la primera vez que encontraban algo trascendente para la causa. Debían festejarlo.
Boutique los hizo pasar con gran pomposidad y se acercó al reproductor para poner un poco de música. Pero esta vez quería poner otra cosa. Ya estaba medio podrido de Pink Floyd y los Beatles y no quería cansarse; así que eligió un disco cualquiera. Abrió el bolso y sacó “Miranda! – Sin restricciones”. Lo metió en el equipo y apretó “play”. El cedé se perdió dentro del aparato y la música, bastante extraña, comenzó a sonar por los parlantes con un humano que, como si fuera presa de múltiples y continuos orgasmos, cantaba con extremada voz finita. Boutique miró confundido a sus invitados. Balurdo y Bagayo se miraron también, desaprobando la elección del coronel aunque sin mencionarlo. El viejo lo retó con la mirada. Al general le gustaba, seguía el ritmo con el piecito mientras tamborileaba sobre la mesa con gran jocosidad. Boutique presionó “eject” y sacó aquella música, desanimando al gordo.
–¿Ustedes se hablan con Brunette? – les preguntó a sus agasajados mientras retiraba el disco del reproductor y lo reinsertaba en su cajita. Ambos se miraron y asintieron perplejos.
–Sí, coronel, lo vemos siempre limpiando los pasillos de la nave cuando vamos a hacer el service quincenal – afirmó Bagayo.
–Bien – les dijo extendiéndole el cedé de Miranda! –. Denle esto. Sé que lo disfrutará más que cualquiera de nosotros – Balurdo tomó el disco por una punta como si estuviera agarrando un animal horrendo y viscoso.
–¿A Brunette le gusta esta clase de música? – preguntó Balurdo, horrorizado. Y Boutique miró al viejo con sorna.
–Le encanta – aseveró ante la desaprobación del maestro, que sabía que todo aquello era una feroz cargada. Apotheke seguía lamentando que hubieran sacado el disco.
Buscó otro al azar dentro de su bolso personal: “Santa Esmeralda – Don’t let me be misunderstood” se llamaba. En la tapa había una humana morocha con los pelos al viento que sostenía una flor roja y la olía con gran seducción, envuelta en un vestido muy escotado que dejaba al desnudo su espléndida espalda. Boutique puso el disco y todos se quedaron expectantes, mirando las cajas sonoras. De repente, unas palmas comenzaron a sonar junto con unos tambores. Se miraron aprobando con cautela los primeros compases. Luego apareció en escena el dulce sonido de una guitarra que lo envolvía todo, muy agradable, y la aprobación ya era general. Pero Boutique se quedó un instante esperando parado cerca del aparato, por si las moscas. En ese momento hizo la entrada triunfal una segunda guitarra, muy parecida a la que ya sonaba, forjando un magnífico solo mientras entraba la batería y, de a poco, la banda entera. El coronel miró a sus comensales con una sonrisa y volvió hecharle un vistazo a la comida. A todos les había gustado la elección. 
Los tarantinis ya estaban cocinándose así que podrían dedicarse a contemplar la Les Paul con buena luz, excelente música de fondo y un buen vino. No se podía pedir más.
Balurdo recolocó la clave, abrió el cofre y sacó la guitarra; era mucho más pesada que la Fender y parecía mejor terminada. La caja, de madera clara, contenía cuatro perillas doradas sobre la parte más gorda y cerca del mástil una perilla diferente, sola y alejada del resto, daba la opción de ubicarla en “RHYTHM” o “TREBLE”. Boutique accionó la pequeña palanquita, que dijo solamente: “click-click”. Debajo de las cuerdas había dos micrófonos negros llenos de tornillos y por un costado de estos salía una lengua plástica de color claro que tenía grabado en dorado el número “1960”. El mástil, de madera oscura, estaba atravesado por un sinfín de palitos de metal y cada tanto su madera tenía incrustado una especie de trapecio de un material nunca antes visto por ellos, que cambiaba su color según le daba la luz, entre el verde y el blanco brillante; si uno movía la cabeza encima veía cómo cambiaba de tono, los colores se movían, ¡era sorprendente! Sobre el final del mástil, las cuerdas terminaban en unos pequeños cilindros metálicos ubicados estratégicamente de a tres por lado dentro de una pieza rectangular de color negro brillante que en la punta tenía incrustado el nombre “gibson” en el mismo extraño material que cambiaba de color, y más abajo decía, en dorado: Les Paul CLASSIC. El aroma que tenía esa guitarra era atrapante. Todos se acercaban a respirarle encima. En verdad era una pieza incomparable.
Balurdo le pidió permiso al coronel para sostenerla y Boutique accedió asintiendo con la cabeza, mientras se levantaba a controlar la cena. El capitán se la apoyó en una pierna y barrió las cuerdas con la mano derecha. – “TORDRRIAANG” – exclamó la Gibson Les Paul, presentándose ante los comensales. Todos se exaltaron victoriosos. Nunca antes habían escuchado ese sonido.

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