miércoles, 24 de abril de 2013

Capítulos XLV y XLVI




Capítulo XLV


Boutique quería darse un baño y acostarse. Al día siguiente debía retomar la exploración y ya era tarde. Vitraux se recostó en su catre, de lado, con la bata puesta. – ¿Nunca se cambia la ropa? – se preguntó desconcertado. Preparó unas pichicatas como tentempié y se tiró con los auriculares para disfrutar de “Wish you were here”, que lo hizo dormir de inmediato mientras las pichicatas se volcaban del bol y caían sobre su pecho, sobre el camastro y en el suelo.
Esta vez, al sonar el despertador, Boutique tuvo cuidado de no saltar por el aire. No quería romper ese reproductor de música terrestre por nada del mundo. Se quitó los auriculares despacio, juntó las pichicatas que se habían volcado, las puso sobre la mesa y salió hacia el piletón.
Cuando estaba por remontar vuelo con sus propulsores, avistó la nave de Bôite que se acercaba a la zona de aparque. Apagó todo y esperó para darle la bienvenida a su amigo, que ya lo saludaba por la ventana con gesto avergonzado. Boutique se acercó y levantó su brazo para agarrar la manija de apertura antes que la nave culminara el aterrizaje, abrió la compuerta y se corrió para atrás dando espacio y haciendo ademanes de “cuidado” con las manos y el cuerpo ante la mirada de Bôite, que ya advertía la broma.
–Qué estúpido que sos…– se enojó, bajando de la nave en perfecto estado físico.
–No, pará. Despacio…– lo alertó Boutique, como quien ayuda a descender de la nave a un ancianito – ¿Te ayudo? – continuó. Bôite lo apartó con un empujón ante las risotadas de sus amigos – ¿No estabas jodido vos? – le preguntó Boutique haciendo una exagerada cara de preocupación –. ¿No estaba jodido? – le preguntó preocupadísimo a Bandoneón, quien asintió serio, con dureza, apoyado en el marco de la compuerta de la nave, conteniendo la risa con gran esfuerzo.
–¿Por qué no se van a cagar los dos? – se ofuscó Bôite fulminando a ambos con la mirada.
–No, en serio, bajá con precaución. Mirá si te pega un tirón en la ingle…– se unió Beckenbauer.
–Son todos unos pelotudos – dijo Bôite, muy ofendido. Boutique lo abrazó fuerte y Bôite intentó zafarse, pero el coronel lo apretó aún más, y Beckenbauer y Bandoneón se unieron al abrazo y comenzaron los cuatro a saltar como tarados en el medio del desierto cenizoso, a unos metros del borde del piletón.
–¿Vienen conmigo? ¿Vamos a explorar juntos? – les ofreció Boutique – ¿Y Bufete?
–Está durmiendo adentro – señaló Bandoneón con la cabeza hacia la nave.
–Déjenlo dormir – ordenó Boutique tomando del brazo a su amigo e invitando a los otros dos a caminar por calle Córdoba, de atrás parecían cuatro marcianas adolescentes que fueran a salir por primera vez sin la custodia de sus padres.
Bajaron en la cuadra de las mujeres enchocladas. Bôite no había visto nada de aquello, se lo había perdido y no entendía cómo habían avanzado tanto. Boutique los llevó de paseo por la peatonal y les entregó el listado, uno a cada uno, mientras les contaba de los avances y de su experiencia con los Beatles y Pink Floyd. Los tres lo escuchaban atentos y ponían cara de escépticos mientras observaban los frentes de las casas de ropa, de celulares y de electrodomésticos.
–Y acá encontré los discos – señaló Boutique la oscura cueva de la tienda de música.
–Mirá vos…– dijo Bôite, atónito.
–Ahora tenemos que encontrar libros del Che Guevara – dijo Boutique. Estaba un poco eufórico.
–¿Y eso dónde lo buscamos?
–Fíjense en alguna tienda de libros – recomendó el coronel, disperso, con la cabeza en otro lado. Beckenbauer y Bandoneón se miraron absortos.
–Sí, sería lo más adecuado, ¿no? – lo cargó Beckenbauer.
–Sí, es ahí donde se encuentran – Boutique continuaba sin entender el chiste, perdido en sus pensamientos. Beckenbauer negó con la cabeza mientras Bandoneón, cargándolo, le hacía morisquetas en la nuca al coronel, que iba delante un poco acelerado. Bôite miraba vidrieras.
A pocos metros, sobre la derecha, encontraron una tienda. Tenía un enorme cartel que salía perpendicular a la edificación que anunciaba: “Ross – Librero” delante de una inmensa pluma marrón. Se miraron encogiéndose de hombros y se hicieron mutuos ademanes respetuosos de “pase usted primero”. Boutique sacó del bolsillo de su morlaco el martillo y se encaminó a romper el cristal de la puerta pero Bôite lo tomó del brazo y lo apartó. Él quería romperlo. Parecía un chico.
La librería estaba intacta. Boutique no lo creía. No había libros tirados en el suelo, ni señas de desmanes o de saqueos. Parecía que no hubiera habido apocalipsis. Las tiendas de ropa deportiva eran un verdadero desastre, se les estaba tornando imposible conseguir calzados para todos; las casas de electrodomésticos estaban arrasadas, parecía que hubiera habido un terremoto dentro de ellas, al igual que las tiendas de celulares. Pero Ross-Librero se mantenía en el estado original; sólo polvo del paso del tiempo sobre los ejemplares acomodados en los estantes.
El lugar estaba forrado de libros, del piso al techo, y tenía varias góndolas centrales llenas de ellos. Y también estaban ordenados, como los cedés de la disquería, sólo que en este caso por género. Les fue muy fácil encontrar la biblioteca dedicada a “Biografías”. Boutique se acercó y la contempló un instante. – Si hay todos estos libros sobre vida y obra de seres humanos importantes debería llevarme varios, no sólo del Che Guevara…– pensó, y de repente lo vio, a la altura de la frente; escrito en el lomo, hacia arriba, decía: “Che Guevara presente”. Estiró el brazo y, haciendo palanca con el dedo índice en la parte superior, lo tironeó hacia fuera. El libro estaba en buen estado aunque bastante amarillento. Había pasado muchas décadas metido en ese estante sin que nadie lo tocara. En la tapa había una foto del Che, sentado sonriente con un cigarro en la mano y repetía: “Che Guevara – Presente, una antología mínima”. Boutique lo dio vuelta, lo volvió a poner de frente y lo abrió. El ejemplar hizo un ruido feo resquebrajándose en su interior. La goma que mantenía las hojas unidas estaba reseca y éstas se salieron fácilmente, cayéndose al suelo y mezclándose. Boutique dio un paso hacia atrás, alarmado, como si se le hubiera volcado un líquido hirviendo encima. Dejó el libro en un costado y se agachó a juntar las hojas. Beckenbauer lo cargó por su actitud, haciéndole ver que no había necesidad de limpiar un lugar que no sería vuelto a visitar pero a Boutique no le importó, le daba lástima dejar constancia de su paso por esa tienda que mágicamente había soportado el embate de los saqueos. Se paró y buscó otro ejemplar que había justo al lado del que había sacado. Sin abrirlo y con mucho cuidado, lo envolvió en un film protector y lo metió en el bolso ubicándolo bien al fondo. Luego buscó otras biografías: “Mussolini” era un libraco importante que mostraba a un humano vestido de militar, igual que el Che, pero que portaba una terrible cara de culo; parecía que hubiera estado cagándose justo cuando le tomaron la fotografía. Boutique lo empaquetó y lo metió en el bolso. Siguió buscando más. Otro libro gordo enunciaba: “Albert Speer – el arquitecto de Hitler” mostraba en la tapa a dos humanos debatiendo sobre unos planos en un taburete. Boutique lo envolvió y lo guardó en el bolso.
–¿Esto es lo que estuviste escuchando? – le dijo Bôite extendiéndole un libro que decía “Pink Floyd – the inside story”. Boutique lo agarró con cuidado y lo miró con el ojo abierto a más no poder.
–¿De dónde sacaste esto? – le preguntó, desorbitado.
–De ahí – Bôite señaló un sector en una pared que decía: “Rock – Biografías”.
Boutique lo apartó con delicadeza y se acercó a la estantería con la mirada dominada por aquella hipnótica pared. Había biografías de varios grupos de rock. – Tiene que haber una de los Beatles…– pensó. Pero no encontraba. Nada de los Beatles. De golpe, un libro negro lo hizo despertar de su enfoque puntual: “Paul McCartney – Hace muchos años”. – ¿Este no era de los Beatles? – se preguntó. Tomó el libro con cuidado de no desarmarlo; estaba muy alto y temía romperlo. Y sí, el que estaba en la tapa del libro era uno de los Beatles, con las manos aferradas bajo el mentón; lo reconoció de inmediato. Lo abrió con gran cautela y trató de espiar su contenido. Y leyó la palabra “Beatles” en cada hoja que repasó con la mirada. Sin duda, era una biografía de ellos. La envolvió en el film protector y la metió en el bolso. 
Salió por el pasillo central y se fue sin saludar a sus compañeros. Debía llevar esos hallazgos cuanto antes a la tienda. Ya imaginaba la cara del maestro al ver lo que llevaba, iba a tener para entretenerse. Voló rumbo a la carpa y entró contento. El viejo dormía recostado de lado en su catre tal cual como lo había dejado antes de irse. Se sentó en los pies de la cama y le movió la pierna con afecto. Vitraux entreabrió el ojo con desgano.
–Le traje algunas cosas que quizás le interesen…– le dijo, poniendo cara de complicidad. Vitraux se sentó en la cama, refregándose el ojo. Tenía un olor fétido.
–¿Qué me trajo? – preguntó. Boutique se echó hacia atrás tratando de evitar respirar su sudor, que era como una trompada certera en el medio de la cara, y le extendió el bolso.
–Fíjese usted mismo…– le dijo y se levantó dando un respingo y alejándose un poco. Vitraux abrió el bolso y comenzó a extraer de a uno los libros.
–¡Paul McCartney! – exclamó victorioso –. ¡El bajista de los Beatles!
–El mismo…– aseveró Boutique. Vitraux lo dejó a un lado y continuó hurgando con el ánimo de un niño que acaba de encontrar lo más preciado de su vida.
–¡Pink Floyd! – clamó exaltado.
–Pink Floyd…– repitió Boutique, como una madre que ya sabe de antemano que es lo que su hijo deseaba para el cumpleaños.
–¿Mussolini? ¿Quién era este? – se preguntó mirando el techo, como buscando la respuesta escrita en la lona de la carpa.
–Estaba en la góndola de biografías políticas – le respondió Boutique, a modo de pista.
–¡Ah, sí! Fue un dictador italiano, de la época de Hitler – recordó Vitraux apretándose el labio inferior con un dedo, pensativo –. Lo felicito, coronel – le dijo asombrado, mientras dejaba con cuidado el libro arriba de la cama.
–Debe ser. Está vestido con atuendos militares, pero fíjese que cara de culo que porta – le señaló Boutique. Vitraux asintió con la cara como quien no lo había notado. Y sacó otro libro.
–¿Albert Speer? – le preguntó extrañado –. Este sí que no sé quién es…– se confesó e inmediatamente leyó la palabra “Hitler” junto al titulo – Ah, debe ser un lacayo de Hitler, otro gran dictador de mediados del siglo veinte. El peor.
–Se los traje porque sé de su predilección por estas biografías – le confesó Boutique.
–Gracias, coronel, realmente no sé qué decirle…– dijo el maestro mientras hurgaba en el fondo del bolso y extraía el último libro – ¡El Che Guevara! – bramó embelesado. Boutique asentía con la cabeza. Parecía haber imaginado cada expresión salida de la boca del maestro.
–Yo me voy a seguir con la exploración, quería traerle estas cosas ya que son muy frágiles y temía arruinarlas si las mantenía conmigo durante toda la jornada. Tiene que tener mucho cuidado al abrirlos. Las hojas se desprenden con facilidad – le explicó Boutique – ¿No se quiere dar una ducha? – le preguntó, cambiándole de tema – Tiene feo olor – le espetó. Vitraux lo miró ofendido pero ¿a quién quería engañar? Hacía una semana que no se bañaba.
–Tiene razón, coronel…– admitió – Pasa que con todo esto de la música y los hallazgos que están haciendo… ¡Se me pasó! – disimuló avergonzado y ni él se lo creía. Era un roñoso. 



Capítulo XLVI

Boutique voló rumbo a Ross – Librero para reencontrarse con sus compañeros y desde lo alto los avistó sentados alrededor de una mesita de las que había dispersas delante de la tienda en el paseo. Se los veía muy animados, riendo como tontos con un libro que tenía Beckenbauer en su mano mientras los otros dos intentaban chusmear el contenido. Se acercó en silencio y se puso detrás de ellos sin que lo adviertan para observar lo que leían desde arriba de sus cabezas. Era una obra con dibujos, una historia con caricaturas. No lograba leer lo que tanta gracia les causaba pero igual se sonreía como un estúpido, tentado por la violencia de las risotadas de sus compañeros.
–¿Qué es tan gracioso? – preguntó desesperado, quería ser parte y no sabía cómo hacerlo. Bôite se dio vuelta asustado, no se habían dado cuenta de que el coronel estaba detrás de ellos. Y eso los hizo reír más aún.
–Este libro…– Bôite intentaba hilvanar las palabras mientras continuaba riendo como un poseído, pero Boutique sólo entendió “…te” y “libr…”.
–¿Qué pasa con este libro? – preguntó ansioso.
–Es muy gracioso…– dijo Beckenbauer recomponiendo la postura.
–¿De dónde lo sacaron? – preguntó y todos estallaron en risotadas como verdaderos pelotudos.
–¡De la casa esa de ropa! – señaló Bandoneón una tienda de enfrente y explotó en carcajadas; los otros dos lo siguieron.
–¡De ahí! ¡De la farmacia! – bramó Bôite avivando la risotada general. Boutique comenzaba a incomodarse.
–¡De allá! ¡De Mr Otto – Collection! – colaboró Beckenbauer y las carcajadas ya eran peligrosas.
–Bueno, está bien, ya entendí el chiste…– se atajó Boutique – ¡Qué pelotudo que soy! – se confesó, sarcástico –. ¡Si los dejé en la librería! ¡Seguro que lo sacaron de ahí mismo! – ironizó y le arrancó el libro de las manos a Beckenbauer, enojado: “20 años con Inodoro Pereyra - Fontanarrosa” decía la tapa y mostraba un extraño ser con una nariz imposible de sostener en la cara y una sonrisa grotesca llena de dientes, en compañía de una guitarra y un extraño animalito que, sentado a su lado, miraba al que tuviera el ejemplar en sus manos sorprendido, como si nunca lo hubiera visto – Y sí, nunca me había visto… Qué me va a ver…– pensó Boutique; parecía realmente que aquel animalito estuviera sorprendido de avistar un marciano.
Boutique hojeó el libro un rato parado detrás de sus amigos mientras éstos, todos doblados y mirando hacia arriba, intentaban ser testigos de la primera risotada del jefe. El coronel rodeó la mesa sin apartar la vista del libro y sus amigos no le sacaban el ojo de encima, siguiendo su paso como hipnotizados. Luego de un instante, una risa contenida que sonó como un largo: “Pfffffffffffff” escupiéndolo todo a su alrededor, estalló en la boca de Boutique, que se sentó en la silla vacía a leer más cómodo aquel cuento.
Se quedaron toda la mañana releyendo ese libro con dibujitos. Aunque había palabras que no entendían de ninguna manera como “Ahijuna”, “Ansina”, “Áhura” o “El Renegáu”, se podía leer, se entendía el mensaje: un humano del campo con un extraño animalito que debía ser un perro (los confundía un poco el hecho de que el cánido hablase) al que el narigón dientudo llamaba “Mendieta”, y que por lejos se lo notaba mucho más inteligente que el humano; debía ser otro animal seguramente, aunque era el gran compañero del narigón… y ellos habían leído que el perro era el mejor amigo del hombre… Estaban desconcertados.
Cerca de la hora del almuerzo, Bôite se levantó a estirar las patas y se quedó contemplando el escaparate de la tienda mientras sus compañeros continuaban despanzándose de risa con Inodoro que, por algún delirante motivo, tenía nombre de sanitario. Sobre el costado izquierdo de la puerta de ingreso a la tienda de libros había una pequeña vidriera que ofrecía todo tipo de utensilios con la cara de estos dos inquietantes personajes: tazas, platos, tarjetas, lapiceros. Bôite vació los estantes dentro de su bolso recolector y enfiló hacia dentro para conseguir más ejemplares de aquella historia y más títulos del autor. Al fin había encontrado algo que lo atraía en ese planeta desesperante.

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